Emilio (59) no se llama Emilio, pero tiene que llamarse así porque está en un grupo de Jugadores Anónimos, el único de Chile, que se formó tan solo el año pasado.

Emilio cuenta que una noche, hace dos años, ganó 17 millones de pesos en la máquina tragamonedas de un casino. Mientras celebraba, se le acercó una señora que se había quedado sin nada y le pidió dinero para recuperarse. Emilio, que llevaba cerca de ocho años apostando y entendía la dinámica de quedarse sin nada, empatizó. Cuando le trajeron una caja llena de billetes, no lo pensó demasiado y le pasó un fajo a esa señora, de unos 800 mil pesos. Los que estaban cerca se le empezaron a acercar y Emilio comenzó a darles 40 mil, 60 mil pesos a cada persona.

Emilio dice que terminó regalando cerca de 10 millones de pesos.

"Es una cosa medio loca, pierdes la noción de cuánto vale el dinero", dice sentado en un café de Huérfanos con Estado. Emilio prende un cigarro y dice: "En ese momento me creí Farkas".

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Está la imagen silenciosa de un video. El veterinario Osvaldo Castro, de 42 años, saca un arma y empieza a disparar contra funcionarios del casino Monticello de Mostazal, frustrado tras perder poco más de 18 millones en un fin de semana. Dos personas mueren, cuatro quedan heridas y Castro termina suicidándose en un baño del casino, luego de autoinyectarse un líquido para la eutanasia de animales. Esto ocurrió el domingo pasado, en medio de las primarias y en la víspera del partido de Chile contra Alemania por la Copa Confederaciones.

El hecho no es aislado. Tan solo tres semanas antes, un cliente del casino, el ciudadano palestino Stiven M. I. Abuamsha (40), intentó asaltar uno de los salones del recinto tras perder 15 millones en una semana. Abuamsha había dormido durante varios días en pasillos del casino, a veces en los mismos jardines. En 2013, una mujer, que era apostadora frecuente, se suicidó en una de las habitaciones del hotel del mismo casino. Todos estos casos tienen en común el descontrol y la impotencia de perder grandes sumas.

Guillermo Candia (58) es el presidente del sindicato de trabajadores de Monticello y trabaja desde que el casino empezó a operar, hace nueve años, como técnico de máquinas tragamonedas. Candia dice que la pelea porque se garantice la seguridad de los trabajadores se viene dando hace tiempo. "No pedimos condiciones nuevas", dice. "Pedimos que se garantice la seguridad, que quienes trabajan no arriesguen la vida".

Hoy, Monticello está cerrado y no se sabe cuándo reabrirá sus puertas. El concierto de Carlos Vives, que inauguraba la arena del recinto este sábado, se suspendió.

Por mientras, otros casinos empiezan a tomar medidas. Gabriel Aguilera (40), presidente del sindicato de trabajadores del Casino de Iquique y secretario general de la Federación Nacional de Sindicatos de Casinos de Juegos, cuenta que en su ciudad ya se instalaron detectores de metales en las entradas del casino municipal. Aguilera lleva 10 años trabajando en el casino como encargado de seguridad y ha visto bastante: clientes que se orinan mientras juegan en las máquinas tragamonedas para no perder su puesto; grupos de clientes que hacen bingos entre ellos y luego el que gana apuesta el pozo, porque es quien está con la suerte; personas que entran con muletas y salen caminando; maridos que hacen escándalos a sus señoras porque se han gastado todo el sueldo ganado en alguna de las minas del Norte Grande.

"Esta semana, algunos empezaron con amenazas medio en broma, medio en serio", dice Aguilera. "Nos han dicho: 'Yo soy veterinario, así que cuídate, porque tuve un mal día'. La mayoría de los clientes viene a entretenerse, pero hay un tipo de cliente que viene a ganar. Ese tipo de cliente tiende a ser problemático".

Jorge García (34) es croupier y es el presidente del sindicato de Enjoy Santiago, el casino que está camino a Los Andes. García coincide con Aguilera en la necesidad de mayor seguridad, que las agresiones en forma de insultos, escupos, de tirar fichas o cartas a los empleados del casino son prácticamente algo del día a día. "La combinación de alcohol y apuestas puede ser explosiva", dice García, quien recuerda un incidente de hace un tiempo. Uno de los clientes le pidió que le recogiera una ficha que supuestamente se le había caído debajo de la mesa. García vio que no había tal ficha y se negó, porque, además, estaba a cargo de un juego que estaba en curso y el distraerse podía prestarse para que alguien sacara ventaja. "El cliente se ofuscó tanto, que levantó la mesa y la tajo", dice García. "Yo tiraba besos, que es la manera que tenemos de llamar a algún guardia, pero no llegó nadie en forma oportuna".

García cuenta que hace tiempo vienen dando diferentes peleas. Que se les capacite para resolver conflictos. O que existan protocolos de seguridad en casos extremos, como el del veterinario. "Un tema no menor es que los trabajadores tienen derecho a ausentarse en situaciones de riesgo", dice Rodrigo Albornoz, abogado laboralista y asesor de los trabajadores de Enjoy Santiago. "Muchos no lo saben y se quedan cuidando los dos o tres millones que tienen en la mesa. Lo que sucedió el domingo pasado es una gran señal para que la industria reaccione. Las agresiones físicas, el hostigamiento sexual a trabajadoras de los casinos tiene que parar".

"A una compañera, un cliente le tomo la mano y le dobló un dedo hacia atrás", cuenta García. "Lo peor es que nos dicen que tenemos que tratar de aceptarlos si se ponen violentos, porque son clientes que generalmente dejan mucho dinero".

Según las estadísticas de la Superintendencia de Casinos, este 2017 cada cliente ha dejado en promedio cerca de 60 mil pesos por visita en los casinos de Chile. En los casos de Monticello y Enjoy de Rinconada, los casinos más cercanos a Santiago, esa cifra se dispara a alrededor de cien mil pesos por visita.

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Alejandra (54), casada, dos hijos, es parte de Jugadores Anónimos. Alejandra entró el 17 de febrero. El día anterior había perdido todo lo que tenía en la tarjeta, unos 350 mil pesos. "Con eso teníamos que comer, aunque tenía cosas en el refrigerador, menos mal".

Desde ese momento va dos veces a la semana a las reuniones que el grupo hace en la Iglesia San Crescente, en Providencia. Alejandra, quien se transformó en apostadora compulsiva hace unos 12 años, dice que se desmayaba en la calle por la presión de las deudas, de tener que ganar. También dice que terminó perdiendo una empresa que tenía con su marido por las apuestas. Cada vez que viajaba, se fijaba que en la ciudad hubiera un casino, después de que en una visita a Ecuador se diera cuenta de que allá no hay lugares de apuestas. Le decía a su marido que iba al supermercado, pero se iba al casino, apostaba rápido y volvía. "Llegaba a las 12 en punto a las puertas, a la hora en que abren, y me enojaba si se demoraban en abrir".

Alejandra le decía a su marido que lo suyo era un gusto caro, que podía ser peor tener un amante. El problema es que el juego era su amante. Una pasión que mantenía a escondidas y a la que le entregaba todo su dinero. Alejandra dice: "Odiaba a mi marido por interponerse entre el casino y yo. Incluso, fantaseaba con quedarme viuda para que no me molestara más. Nunca pensé en el suicidio, pero pensaba que si él no existía, yo iba a ser feliz".

En los cerca de 10 años en que apostó, Alejandra dice haber perdido unos 30 millones de pesos, mientras ganó cerca de siete millones. Una vez ganó un millón doscientos mil pesos en una máquina de tragamonedas. Pidió que se los trajeran en billetes de 20. Lo que ganó lo perdió en dos horas. "Pero a pesar de todo, me sentí poderosa", explica. "Uno cree que lleva una vida glamorosa, de hoteles, de puertas que se abren, con la ilusión permanente de ganar para ayudar a la familia. Uno como que se empieza a autoconvencer de eso".

El domingo pasado, cuando ocurrió lo del veterinario en Monticello, Alejandra sintió un remezón. Y pensó que ella pudo estar al borde de eso. "Me sentí identificada. Mi marido me hacía cariño en el pelo cuando vimos la noticia. Así como yo me salvé gracias al grupo, ese hombre se pudo haber salvado si hubiera estado con nosotros".

Ahora, Alejandra está vendiendo ropa en la calle y disfruta si gana dos mil pesos. Dice que no lo hace por necesidad, sino que para tomarle el peso a lo que cuesta ganar dinero. Hace poco tuvo una recaída. Parte de su familia había venido a Chile a verla y fueron a un casino. No pudo resistir. "Esta enfermedad es permanente", dice.

Raúl (39) fue quien partió con el grupo de Jugadores Anónimos en abril del año pasado. En un principio se juntaba con otro apostador en un departamento y de a poco se fue sumando gente, hasta que montaron una página web -jugadoresanonimos.cl- y se cambiaron a un lugar público. Hoy, son cerca de 12 personas estables que van a las reuniones. Otros han ido algunas veces y luego se retiran, porque sienten que están recuperados. La metodología es similar a la de los grupos de alcohólicos anónimos. Existen 12 pasos y un apoyo permanente entre los miembros del grupo, quienes deben creer en un poder superior. "No necesariamente tiene que ser Dios", explica Raúl. "Nosotros no tenemos ni filiaciones políticas ni religiosa, pero sí necesitamos creer en algo más grande para bajar o nivelar nuestro orgullo. El jugador, en general, es una persona orgullosa, con un ego grande".

Raúl cuenta que, desde que era adolescente, entró en el mundo de las apuestas. Comenzó apostando en los salones de billar, ahí se gastaba lo que sus padres le pasaban en mesada. Luego derivó a salas de juego, casinos, juegos en línea, tragamonedas. "A lo único que no le apostaba era a las peleas de perros y gallos y a los caballos". Y agrega que no quiere dar cifras de lo que perdió en sus años apostando: "Todo lo que sé es que uno apuesta todo lo que tiene. Apenas recibe un dinero, lo apuesta".

La procesión, además, es silenciosa. Las deudas se las ocultaba a su pareja, todas las derrotas en las apuestas las absorbía solo. "A la ludopatía no se le ha tomado el peso todavía", dice Raúl. "Esto te lleva al hospital, por los intentos de suicidio; a la cárcel, por diversas estafas que se hacen para seguir apostando, o a la muerte, como vimos en el caso del veterinario".

Hoy, Raúl dice que no ha recaído desde que se apoyó en otros jugadores como él en abril del año pasado. Cada día, su señora le pasa el dinero justo para sus gastos. "Hace mucho que no juego, pero prefiero no tentar la suerte manejando mi propio dinero".

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Emilio ingresó a Jugadores Anónimos en enero de 2017. Recuerda el día exacto: un 20 de enero.

Tan solo 10 años antes las cosas eran diferentes. "Antes de empezar yo era crítico de mi hermano apostador en carreras de caballos. Siempre les dije a mis hijos que los casinos eran malos. Ese era mi discurso".

La primera vez que apostó fue de vacaciones en La Serena. Compró cinco mil pesos en fichas, la mitad para su señora. Los hijos se quedaron en el auto, afuera del casino, porque no podían entrar.

"Estuvimos dos horas y no nos dimos cuenta", dice Emilio. "Nuestros hijos afuera nos dijeron que habían sido más de dos horas". Así, Emilio partió de a poco. Hasta que llegaron los casinos que se pusieron en el límite de la Región Metropolitana: Monticello en Mostazal y Enjoy en Rinconada de Los Andes. Empezó gastando unos 30 mil pesos en una mañana y llegó a tener un crédito de 30 millones de pesos con Enjoy.

"Al principio te enganchan con un millón de pesos", dice Emilio. "Como ya te conocen, te dicen que llevas tanta cantidad con ellos y te dan ese crédito para girar con un cheque a 30 días. Agarré mi chequera, partí para allá y me dieron el millón. Los perdí en una tarde".

Con el paso del tiempo, a Emilio le dieron la tarjeta de más alto rango en Monticello y en Rinconada. Con eso empezó a entrar a los Privé, que son los privados donde están las máquinas de 12 mil, 10 mil pesos por juego. "Aprietas el botón y pierdes eso", dice Emilio.

Pero los privados eran otro mundo. Emilio veía a famosos jugando y se empezó a sentir importante. "Con las tarjetas top te ofrecen de todo", explica. "Entradas a los eventos, fines de semanas gratis en el hotel y una vez ahí uno entra a los Privé y hay comida, tragos, todo gratis, incluso para un acompañante. Después uno se da cuenta de que la empanada y unas cervezas a uno le salieron dos millones y medio. En Monticello, si uno se queda sin plata, hay taxi de cortesía. Uno dice: 'Qué amables, se pasaron'. Pero ya les había dejado todo".

Emilio cuenta que una vez que pagó el primer millón de crédito, el casino le dio cupo por otros cinco millones más. Y luego fueron otros 10 millones. Emilio recuerda que esa vez llegó un sábado en la noche y en el mediodía del domingo ya había perdido todo el dinero. Solo le quedaron tres mil pesos para pagar el peaje de vuelta a casa.

El último crédito fue por 15 millones. Esa vez, Emilio se organizó y tiró cinco cheques a plazo, por tres millones cada uno, para no gastarse los 15 millones de una sola vez. El último cheque de ese crédito lo acaba de pagar el mes pasado. Además, perdió una casa e hipotecó otra. En otras oportunidades ganó siete millones, otras, tres millones. Pero sacando la cuenta, Emilio dice que perdió unos 200 millones y ganó unos 30. Es decir, en sus 10 años de apostador quedó con un hoyo de 170 millones.

Ya metido en la vorágine de apuestas, a Emilio eso le parecía normal. Todas sus mañanas partían con un cigarro en el baño pensando en ganar un gran premio de 100 millones, pensando en que la vida le iba a cambiar. Sus días partían a las cinco de la madrugada, porque no podía dormir pensando en las apuestas. Ahora, lo primero que dice cuando despierta es "felices y serenas 24 horas sin realizar la primera apuesta". Esa especie de mantra tienen en el grupo de Jugadores Anónimos. La meta es poder pasar el día sin apostar. Y así es cómo se apoyan. Ya no juega ni loto, porque Emilio se gastaba unos 150 mil pesos en cartillas todos los meses.

"Uno miente, uno dice que está trabajando. Me organizaba viajes de trabajo a San Antonio y terminaba jugando en el casino de allá", dice. "Lo que ocurrió con el veterinario nos remeció. Esto es fuerte, nosotros queremos salvar vidas". Emilio dice esto porque pensó en matarse dos veces, confiesa. Recuerda claramente que una de esas dos veces venía de Monticello con todas las tarjetas reventadas. Estuvo a punto de tirarse al río Maipo, con camioneta y todo.

En su desesperación, googleó para ver si encontraba un grupo de apoyo y llegó a Jugadores Anónimos. Eso fue hace medio año. Salvó su matrimonio, su trabajo le permitió salir de los hoyos que le dejó el juego y ahora disfruta del tiempo con sus hijos cada fin de semana. Antes de irse, Emilio muestra su celular. Es el mensaje de otro jugador en recuperación. El mensaje dice: "Felices y serenas 24 horas sin realizar la primera apuesta".

La vida sin apuestas para Emilio es un paso a la vez. "Pero nada valió tanto la pena como esto", dice, antes de perderse en las calles del centro.