Vivimos tiempos similares a cuando Dios dijo "Fiat Lux". Hoy, casi como entonces, todo empieza con las palabras. Declaraciones, anuncios, programas, proclamas, epítetos y necedades están a la orden del día. No todas provienen de bocas políticamente ilustres y/o conocidas. Un caballero de nombre Miguel Vicuña a quien alguna prensa identifica como poeta y filósofo ha decretado que Chile está en condición "miserable y desintegrada". Eso, dice, le provoca "cólera". El ministro Fernández, por su parte, anuncia que "no trabaja bajo presión" refiriéndose a las injustas e inapropiadas quejas de camioneros a los que sólo acaban de quemarles 19 vehículos. Eyzaguirre, por su lado, nos advierte cuánto coraje es preciso tener para empujar las reformas. Guillier, siempre afable y cazurro, habla de humorismo refiriéndose no al contador de chistes que se inscribió en las filas del PC, sino a la relación entre dinero y política, situación en la que él jamás ha caído. Quien jamás haya sido parte de una consultoría que arroje la primera piedra.

El aserto más novedoso de todos es el de Vicuña. Su tono apocalíptico ofrece una señal en verso de lo que normalmente sólo se entrega en mala prosa, a saber, el tremendismo pesimista de algunos y el gigantismo mesiánico de otros, sentimientos extravagantes que por igual han hecho presa de la nación. Los mesiánicos creen vislumbrar un glorioso fin de los tiempos a la vuelta de la esquina, el siempre anunciado y postergado advenimiento del Mesías que anhelan las izquierdas más jóvenes, mientras los pesimistas son simplemente personas muy escépticas. Es el caso de Vicuña y ciertamente de Vuestro Servidor, quienes ni profetizan ni anuncian ni promueven nada, sino sólo dan salida a una repulsa visceral por el modo como se está viviendo en esta sociedad de masas cuyo nivel de chantería intelectual habría asombrado incluso a Ortega y Gasset.

Vicuña, cuya afiliación política ignoramos, tal vez rechaza el actual modo de vida por ser capitalista o por ser consumista o por ser "heteropatriarcal capitalista" como descubrieron algunas damas o porque en los tibios años de la Concertación se tramó y ejecutó, nos informan, una horrible traición, pero encaje o no en cualquiera de esos casos al menos entregó una versión crítica de la realidad muy superior en vuelo lírico o siquiera en brevedad al monumento a la lata perpetrado en la forma del programa de gobierno y al cual hacen compañía, a guisa de anexos, una inmensidad de ensayos y libros evacuados desde la comunidad de los académicos e intelectuales del sector ansiosos de acceder a cargos de prosapia y/o tickets de ida para nuevos posgrados, cosa imprescindible porque en estos tiempos competitivos y pretenciosos se vive una carrera armamentista de títulos. Sin un doctorado, hoy en las universidades no se puede trabajar ni sirviendo café en el casino.

La edad, primera parte

El malestar de Vicuña no está lejos del de este columnista, quien comparte su rechazo aunque no su explicación y menos solución. Lo que de seguro nos acerca a tantos igualmente a disgusto con el presente es el pasado. Quienes sobrepasamos la "barrera psicológica" de los 50 y hasta de los 60 -ni hablar de los de 70 para arriba- no tenemos mucho apego a la clase de mundo que se erige a nuestro alrededor, pero no tanto porque sea picante y vulgar, lo cual es en grado extremo, como porque difiere radicalmente de aquel cuándo y dónde nos criamos. Asumo que Vicuña tuvo la misma experiencia nuestra de un Chile inocente, diáfano, sencillo y mucho menos declamatorio, inauténtico y agresivo aunque también mucho más pobre, sucio e injusto, cosa que los niños de entonces ni veían ni les importaba un comino. Odioso es decirlo, pero para los ciudadanos que militamos en la tercera edad gran parte de lo que se desploma NO ES Chile, sino NUESTRO Chile.

La edad, segunda parte

A otros ciudadanos el paso de los años los ha afectado de distinto y hasta opuesto modo. Les sobrevino una conmovedora segunda infancia política. Uno de los casos más notorios es el del ministro del Interior, señor Fernández, hombre irritable, cascarrabias, inclinado a ofuscarse y amigo de peregrinas salidas verbales; aun así y dentro de su crepúsculo político y biológico parece haber descubierto una nueva Revelación encarnada en su jefa, epifanía que en su resplandor lo ha cegado al punto de creer que su ministerio sólo puede manejarse, declaró, si no hay presiones. Fernández cree entonces que el país no requiere un Ministerio del Interior después de todo. En medio de la humareda que consumió 19 camiones para ira y exasperación del gremio y de toda la población de la zona a Fernández hubo que amenazarlo con una acción más decisiva -el viejo fantasma de 1972- para que se decidiera NO a poner remedio, ¿cómo podría?, sino a darse una vuelta por la comarca. Tal vez si va -ahora le dicen que no se moleste- tenga suerte y atrape a los ladrones de madera que según la Presidenta causan estos desafueros. Ni en esto ni en nada Fernández parece percatarse de cómo se desploma el mínimo de orden público que es el basamento de toda sociedad. Como los demás, sólo abre la boca, pero no hay que molestarlo con presiones.

La edad, tercera parte…

Hay casos menos extremos en años aunque igualmente excesivos en ilusiones, distorsiones, fantasías políticas y en soltar frases al voleo. Nicolás Eyzaguirre es uno de ellos. Representa un segmento de la NM más joven que Fernández y quizás más ilustrado o siquiera más empapelado con títulos y posgrados. Eyzaguirre, como muchos otros con su perfil, cree fervientemente, según lo ha dicho en reciente entrevista, que los estropicios acompañan necesariamente las revoluciones o transformaciones "profundas", de lo cual parece inducir, a lomos de una lamentable falacia, de que puesto que hay abundantes estropicios hay también importantes transformaciones, a lo cual se agrega una segunda falacia, a saber, la de que son estupendas transformaciones. "Es el precio que debe pagarse", dice, como suelen decir todos los feligreses. Nicolás habló además del "coraje" necesario para emprender tan magna tarea. También como otros ha espetado que "por ningún motivo hay que entregarle el gobierno a la derecha". Para eso se juramentan y están dispuestos a primarias o primeras vueltas o arreglos entre cuatro paredes o la coronación del más popular en las encuestas; todo vale cuando hay una convicción inamovible. Es la fe del carbonero en el Gran Principio de continuar en el poder.

Es, aquel, un discurso que forma parte de una sociología más cercana a un libreto de Hollywood que a una teoría científica. Basados en ella y con esa pegajosa porfía de los clichés y las malas ideas todos estos locuaces abogados defensores de la calamidad reciclan la teoría de la "explosión social". Simplificándola y traduciéndola para uso de grandes y chicos, lo que la teoría nos advierte es que de no haber continuidad del gran proceso de transformaciones profundas los actuales incumbentes van a perder sus pegas. Eso sería al menos una enorme implosión.

Otra cohorte, otra voz…

Activa en política y entre los extremos de la primera y tercera edad se encuentra gente en su cuarentena, sector en el cual a veces surgen voces más sensatas. Los miembros de esa cohorte demográfica se han librado ya de las fantasías adolescentes y aún no sufren la patética bobería, propia de los ancianos, con sus nietos ideológicos. Uno es Felipe Harboe, quien hace unos días se lamentó de cómo arrastraron al PPD por el tobogán del izquierdismo a la Quintana y a las eufemísticamente llamadas "malas prácticas". En su afán porque impere la razón se obstina en apoyar a Lagos y para esos efectos se reinscribió en el PPD. Es de dudarse que su conducta sea mucho más que un gesto de buena crianza porque hace rato la razón desapareció del escenario. Es la primera víctima de estos lapsos históricos. Si acaso hubo una vez que se gritaba "¡el que no salta es momio!", ahora la frase es "¡somos hijos del Che y de Chávez!". Cuidado, Felipe, que lo van a funar.