Un curioso fantaseo acerca de las razones por las que Donald Trump canceló su viaje a Lima con motivo de la VIII Cumbre de las Américas dio color a la política y a la prensa peruanas en los días previos a la reunión. Desfilaron por la pasarela de la especulación desde consideraciones de índole doméstica que ni siquiera funcionarios menores del Departamento de Estado siguen muy de cerca hasta elucubraciones sobre con quién no quería encontrarse el mandatario estadounidense. Pero la pedestre y sencilla verdad es que Trump canceló su viaje porque, estando América Latina muy por debajo de otras prioridades de política exterior, cualquier crisis más o menos significativa es una buena razón para no participar en una cita como ésta. La crisis de Siria tras la comprobación de que Assad ha vuelto a hacer uso de armas químicas era ciertamente una razón de peso para evitarse un viaje a unos predios que son, desde hace muchos años y no solo desde que Trump asumió el gobierno, poco urgentes para el gobierno estadounidense.

Alguna vez he mencionado aquí la ironía de que, habiéndose pasado América Latina un siglo denunciando el imperialismo yanqui, la región no soporta que la Casa Blanca y otras instancias oficiales de Estados Unidos le hagan tan poco caso. Washington y otros fundadores de Estados Unidos pensaban que la política exterior ideal era aquella en la que había un máximo de intercambios comerciales (en un sentido amplio que abarcaba todo, incluida la cultura) y un mínimo de intervención política en el extranjero. Los fundadores incumplieron a menudo este ideal, pero al menos sirve de referencia para ese y todos los países porque lo cierto es que, cuando los gobiernos tienen relaciones maduras que pasan a ser rutinarias, lo importante es que las sociedades se relacionen mucho entre sí sin que los gobernantes dediquen un exceso de tiempo a participar en esas citas a las que llamamos, con algo de vértigo, cumbres.

En el caso de América Latina, las reuniones en las que participan los gobernantes de la región pero no el de Estados Unidos (aunque asista el vicepresidente, como hizo Mike Pence en la cita de Lima) deberían tener mayor relevancia que aquellas en las que está. Pero eso solo es posible en un mundo hipotético en el que los latinoamericanos comparten ideas esenciales sobre lo que es la democracia, el estado de derecho y la economía abierta, y tienen la intención de integrarse a fondo eliminando barreras e interferencias. Todavía no es el caso. Aunque se han hecho progresos en cuanto a la democratización de la región tras la ola populista autoritaria que inundó una parte de ella hasta hace poco, subsisten visiones muy divergentes acerca del régimen político y el sistema económico adecuados.

La cita de Lima ha confirmado esta semana que, mientras ese sea el caso, van a seguir sucediendo dos cosas. Primero, seguirá brillando por su ausencia una idea común, una gran visión de conjunto, que los países de la región estén dispuestos a materializar; segundo, será más importante lo que pase afuera de la reunión -por ejemplo, las batallas entre quienes defienden a las dictaduras y quienes las denuncian, y el activismo de los grupos de la sociedad civil que, como en Lima, piden que la lucha contra la corrupción, tema oficial de la cumbre, tenga un respaldo internacional real- que lo que sucede adentro. Y esa será también una razón para que los presidentes estadounidenses tengan muy poco interés en participar y prefieran enviar a sus hijas y sus vicepresidentes (en este caso Ivanka, quizá la política más intuitiva del entorno del Presidente, y Pence, un político demasiado ortodoxo para destacarse en una administración fosforescente y controversial como la de su jefe).

En realidad, al gobierno de Trump le interesan, con respecto a América Latina, asuntos que son más de política doméstica que de política exterior: la inmigración, el déficit comercial con México y los cultivos de coca en Colombia. También las dictaduras de Cuba y Venezuela están en su radar, por supuesto, pero se las trata más como asuntos aislados, específicos, que como parte de una visión del hemisferio. Más allá de eso, a funcionarios con la cabeza bien amueblada (como dicen en España) les preocupan otras cosas de mayor envergadura y perdurabilidad, entre ellas la creciente presencia china en esta parte del mundo. Pero eso no es materia de políticas públicas por parte de Washington, sino de un ejercicio más bien intelectual y a veces retórico.

Trump hubiera debido prestar a la Cumbre de las Américas un interés personal aun siendo Siria y sus derivados un asunto de extrema gravedad y urgencia. Por dos razones: el cambio de actitud entre los latinoamericanos respecto de las dictaduras de izquierda y las oportunidades que hay en Sudamérica y Centroamérica de "compensar" el déficit comercial con México que tanto preocupa a la Casa Blanca.

Lo primero tiene que ver con el importantísimo giro que ha dado la región en años recientes a favor de la democracia liberal y de tener buenas relaciones con los líderes del mundo occidental, y en contra del populismo autoritario. A diferencia de cumbres anteriores, en las que los mandatarios estadounidenses quedaban a menudo aislados porque muchos gobernantes latinoamericanos apoyaban a Venezuela y Cuba (país, este último, que solo participa desde la cita anterior, la de Panamá, pero ha sido siempre un convidado verbal aunque no tuviera presencia física), esta vez una mayoría sólida de los participantes ha sido duramente crítica por lo menos de Caracas. Con Cuba, extrañamente, se atreven mucho menos a pesar de que Raúl Castro -quien no asistió al evento y estuvo representado por su canciller- está a punto de entregar el mando teórico a Miguel Díaz-Canel para seguir gobernando en la práctica a través del Ejército y del partido, cuya jefatura seguirá ostentando. A pesar de lo dicho por Evo Morales y Daniel Ortega, o el propio Raúl Castro, sobre Venezuela y la no invitación a Nicolás Maduro a la Cumbre de Lima, y de los pequeños grupos de activistas relacionados con ellos o simpatizantes de sus regímenes que trataron de contrarrestar a los muchos activistas críticos del comunismo y el populismo, lo cierto es que un presidente estadounidense, incluso el polémico Trump, habría tenido un escenario muy propicio para seguir consolidando esa mayoría democrática opuesta a las dictaduras populistas que quedan en la región.

Lo segundo -la posibilidad de "compensar" el déficit comercial con México- debería apelar a los instintos proteccionistas del presidente estadounidense. Él está tratando de modificar, en negociaciones arduas que todavía no producen resultados y cuyo desenlace mantiene en vilo a los interesados, el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica para impedir que México siga teniendo un superávit comercial significativo (el año pasado, unos 70 ml millones de dólares). Además de ser contraproducente lo que está haciendo Trump con México -y de no haber garantía, en caso de llegar a un acuerdo, de que el déficit vaya a desaparecer-, poner el foco de atención solo en el norte es desperdiciar una gran oportunidad de lograr un propósito semejante por una vía mucho mejor. Actualmente, Estados Unidos tiene un superávit comercial con Sudamérica y Centroamérica que equivale aproximadamente a la mitad del déficit con México. De hecho, mantiene un superávit con las economías más grandes de Sudamérica, como Brasil y Argentina, y con muchas otras, como las de Perú, Chile o Uruguay. El déficit que tiene con Colombia es tan ínfimo que puede hablarse de equilibrio comercial. No cuesta nada imaginar que, en un escenario en el que las relaciones económicas, y específicamente las comerciales, tomaran un gran impulso, el superávit estadounidense con Sudamérica y Centroamérica se podría acercar o igualar al déficit con México, resolviendo el "problema" de Trump (los déficit comerciales no son un problema, pero para los que tienen instintos proteccionistas lo son y explicarles lo contrario entraña demasiado optimismo).

No solo eso. Si a la administración Trump le inquieta, como parece ser el caso a juzgar por ciertos pronunciamientos, que Estados Unidos pierda terreno frente a otras potencias en términos de presencia económica en América Latina, impulsar algo parecido al nonato proyecto del Área de Libre Comercio de las Américas debería tener bastante sentido. El año pasado, Estados Unidos representó solo la quinta parte de la inversión foránea en América Latina, muy por debajo de Europa. Ampliar la presencia estadounidense gracias a un marco que sea en sí mismo todo un incentivo para invertir y comerciar más dentro del hemisferio es algo que debería sintonizar con el sentido estratégico de quienes, desde Washington, deploran que sus competidores pesen cada vez más en esta región.

La idea de un Área de Libre Comercio de las Américas (Alca o, en inglés, FTAA) surgió oficialmente en la primera Cumbre de las Américas, en 1994, aunque era anterior (se originó en el gobierno de Bush padre pero fue Clinton el que le dio en la cumbre cierto derecho de ciudad). En 2005, sin embargo, con ocasión de la cumbre celebrada (mejor dicho: sufrida) en Mar del Plata, la iniciativa naufragó porque la demagogia de varios gobiernos prevaleció sobre las inclinaciones de otros mandatarios demasiado tímidos para defenderla ante sus pares. Desde entonces, como he comentado en estas páginas, no ha habido una gran idea, un proyecto común, en el hemisferio. Es una lástima que, ahora que soplan vientos muy distintos en la región a pesar de unos pocos populistas supérstites, no haya por parte de Washington un interés más allá de los asuntos específicos antes mencionados. Porque sería un momento interesante para impulsar esa u otras ideas ambiciosas.

Aun así, los intercambios entre Estados Unidos y América Latina han seguido creciendo a pesar del desinterés por parte de Washington que se percibe desde hace muchos años. En esto, el ideal de los padres fundadores se esta poniendo en práctica involuntariamente. Con dos excepciones: la constante agresión a México por el tema migratorio -además del comercial- y la presión obsesiva sobre Colombia para erradicar forzosamente los cultivos de coca (el área cultivada ha aumentado en años recientes hasta un total de casi 200 mil y Washington quiere que este año sean erradicadas más de 60 mil). Pero hay campo para más y hacía tiempo que no se daba un escenario político más propicio para darle un empujón audaz a la plena integración hemisférica.

Este no fue ni remotamente el asunto de la VIII Cumbre de las Américas en Lima, pero debería serlo en la próxima cita si existe un interés en que estas reuniones sirvan para algo duradero. De lo contrario, seguirán siendo eventos que, como ahora, en el caso el Presidente Vizcarra, cumplen la función temporal pero insuficiente de darle cierto realce al anfitrión y poco más.