Desde el momento en que Sebastián Piñera convalidó su triunfo en segunda vuelta, la cátedra consideró que los grandes peligros para su segundo gobierno iban a estar en él y en la conducta de la oposición.

Pues bien, a poco más de un mes de instalado el gobierno, ninguno de los vaticinios se cumplió. El Presidente, que siempre tuvo tendencia a la sobreexposición, ha mostrado unos niveles de autocontrol que ni sus más cercanos le conocían, no obstante la imprudencia que cometió al designar a su hermano como embajador en Argentina. En lo que respecta al segundo riesgo, hasta aquí al menos, la oposición sigue en un estado de desconcierto que parece más conectado a la derrota electoral que sufrió en diciembre que a la posibilidad de rearmarse, particularmente a partir de las mayorías nominales que conserva en el Congreso.

Al día de hoy, las mayores zonas de riesgo y los únicos pasos en falso para el gobierno provienen de su propio sector. Concretamente, de declaraciones poco afortunadas de miembros del gabinete y de arrebatos verbales de parlamentarios, como el que protagonizó esta semana un diputado UDI para referirse a víctimas de la dictadura y que se aparta claramente de la línea oficial.

Habrá quienes digan que mientras los problemas sean estos no hay mucho de qué preocuparse. Y en lo grueso quizás sea cierto. Pero está claro que estos autogoles tienen costos, porque muestran una hilacha que la derecha debiera cortar. Tanto los secretarios de Estado como los parlamentarios de la coalición van a tener que aprender a evaluar mejor sus palabras y a sofisticarse un poco en el tipo de insumos que están entregando a la agenda pública. Nos guste o no nos guste, hoy ya no corre la excusa de ignorar que alguien estaba grabando o que fueron palabras formuladas a título personal o dictadas al fragor de impulsos emocionales poco elaborados. La política consiste precisamente en eso: en elaborar, en pulir, en controlar demonios, en mantener los canales abiertos para la conversación.

Para un sector político que en el pasado tuvo muy poca cultura de coalición, sea porque durante toda la transición los partidos de derecha se canibalizaron entre sí o, también, porque mientras fueron gobierno, entre el 2010 y el 2014, la verdad es que no siempre se sintieron representados en La Moneda, este tema es una variable que los dirigentes políticos tendrán que tener más en cuenta. Y lo tendrán que hacer a partir tanto de la empresa común en que están embarcados -el gobierno- como de las diferencias internas que tienen. No es verdad que la derecha sea tan monolítica como suele representarse o como le gusta verse a sí misma. La propia campaña presidencial mostró divisiones importantes y en sí mismo esto no tiene nada de malo. Lo que la ciudadanía no perdonaría no es que existan esas diferencias, sino otra cosa: que la coalición no las sepa manejar. Hay, además, otro temor anterior: que el sector pierda conexión con el Chile real, con la calle, con las redes sociales y con lo que el país está hablando, que es lo que estaría fallando cuando se escucha un alarde machista algo gagá o una reivindicación fome y extemporánea del lucro.

Ministros, partidos y parlamentarios tendrán que aprender a manejarse responsablemente. El rol que cumpla la UDI como partido será crítico. No son pocos los dirigentes que ven con preocupación el riesgo de desangramiento si finalmente la colectividad queda atrapada entre la sujeción a un gobierno que no acoge todas sus banderas y un José Antonio Kast que desde afuera, desde la derecha extrema, sigue presionando por posiciones duras. No hay que ver debajo del agua para reconocer que la UDI está un poco incómoda en la actualidad. Pero no hay que ser muy perspicaz tampoco para concluir que hasta el momento tanto la directiva como el gobierno están haciendo poco para trabajar y contener el presunto clima de descontento.

Aunque en Renovación Nacional la situación puede ser de menor cuidado, en parte porque se trata de un partido más laxo en sus definiciones ideológicas y más heterogéneo en sus círculos de poder, los desafíos de liderazgo y contención no son mucho menores. Temas como el aborto, la identidad de género, la eutanasia o el matrimonio homosexual ya pusieron y van a seguir poniendo al partido contra las cuerdas. Tal vez en RN sea más fácil que en cualquier otro partido reconocer que en relación a estos dilemas su militancia tiene puntos de vista encontrados y diferentes. Y siendo así, más valdría no forzar unanimidades inexistentes. Ser parte de una coalición no significa tener que estar de acuerdo en todo. Significa sí estar de acuerdo en lo importante y en mantener una ética y una estética mínimas de lealtad a las estrategias del bloque.

Evópoli ciertamente pasa bastante mejor el test de la agenda modernizada de la derecha. Es todavía un partido chico, pero pareciera entenderse bien con el Chile de hoy. Si Evópoli hubiera existido en el primer gobierno de Piñera, posiblemente iniciativas como el acuerdo de unión civil no habrían dormido como durmieron en el cajón de un escritorio ministerial. Eso no significa, sin embargo, que la agrupación las tenga todas a su favor. Hay temas, como el de la gratuidad, en los cuales su posición genera confusiones y deberá explicarla mejor a la ciudadanía.

Ya pasó la época en que los gobiernos respondían solo de sus decisiones y de lo que digan sus ministros. Ahora también han de responder por la conducta del oficialismo como un todo. La opinión pública no está para distingos muy sutiles y, además, entiende que el Presidente es tanto el jefe de La Moneda como el líder de Chile vamos. De esto último quizás Piñera tendrá que preocuparse más. Es una tarea que, mientras tenga el respaldo ciudadano que le asignan las encuestas, no debiera tener grandes dificultades para él.