La derecha se movió al centro. Hay algunos actores políticos que son tan insensibles a estos desplazamientos, que probablemente tendrán que dejar la política, porque quien no entiende a su adversario no se entiende a sí mismo.

Los que perciben ese movimiento con más claridad están en tres grupos: algunos sectores ilustrados del Frente Amplio, que han hecho en forma aplicada el análisis de contenido del discurso presidencial del 1 de junio; la derecha "dura", que empieza a temer que la captura del centro se pase de largo, desde el simple pragmatismo hacia una retorsión un poco irreversible de su sistema de valores, principalmente la UDI, y los que solían ocupar el centro, en especial la DC, cuyo espacio luce ahora entre invadido y vacío.

La DC vive una implosión con todas las implicancias de un colapso sistémico: confusión entre fondo y forma, mareo desde la táctica hacia la estrategia, desconfianza sobre los fines y los actos (propios y ajenos), vahídos de traición y venganza, y un gigantesco extravío respecto de su ubicación en el espacio político, extravío que se expresa con más elocuencia cada vez que alguno de sus dirigentes dice tener claro dónde está.

Por segunda vez en su historia (la primera fue en 1970, cuando Radomiro Tomic convocó a la izquierda a construir la "unidad del pueblo", y esta le respondió creando la Unidad Popular), la DC depende de la decisión de otro: en este caso, del Partido Socialista, que empieza a verse en la disyuntiva creciente de optar entre dos cadáveres -la Concertación y la Nueva Mayoría- o inventar alguna nueva fantasmagoría que le permita superarlos. Y a su turno, el PS depende, al menos sicológicamente, de un tercero, el Frente Amplio. Este caso es algo más largo, porque aquí el PS no espera una decisión, sino la evolución que vaya teniendo esa nueva izquierda, con el problemazo de que, al definirse de esa manera, el Frente Amplio tendría que aspirar precisamente a borrar al PS del mapa, o por lo menos a desplazarlo de su posición hegemónica.

En España, que desde hace unas décadas va un paso adelante en estos zarandeos político-ideológicos, se ha podido ver esta semana cómo se mueven esas decisiones: el PSOE de Pedro Sánchez estableció una alianza de ocasión con Podemos y con fuerzas regionalistas para desalojar del gobierno al derechista Mariano Rajoy. Una vez conseguido ese objetivo e investido Sánchez como presidente, ha dejado a Podemos fuera del gobierno y ha nombrado un ejecutivo con guiños hacia el centro. ¿Traición? Nada de eso. Una razón principal de esta conducta es que desde hace 40 años el PSOE actúa como partido de gobierno, y no como un partido de vocación opositora que solo a veces puede gobernar; Podemos lo suele denominar, en efecto, como "partido de régimen". La otra es que Podemos dice donde lo quieran oír que su propósito estratégico es eliminar al PSOE.

El PS chileno está entrando en ese pantano, con el riesgo de que le pase lo que al Barón de Münchhausen, que trataba de salir de la ciénaga tirándose del pelo. El Münchhausen del PS es el "legado" del segundo gobierno de Miche-lle Bachelet, una creación del entorno de la expresidenta -no es seguro que ella misma participe en esto, aunque tampoco que lo rechace- que expresa, precisamente, una vocación de oposición: la defensa de unas obras que, en lo que tienen de terminadas, no están amenazadas, y en lo que quedaron de incompletas, están naturalmente en duda. Nada diferente les ha pasado a todos los gobiernos anteriores, aquí y en el resto del mundo. Con todas las complejidades singulares que admita, la ecuación final es sencilla.

En su lado más vehemente, la defensa del "legado" busca significar que el gobierno de la Nueva Mayoría fundó algo tan sustantivo para el futuro de Chile que no debería ser afectado por nadie, ni siquiera por aquellos a los que no les gusta. Es indudable que la reforma educacional emprendida por Michelle Bachelet entrará en la historia del país al nivel de la gran reforma de Pedro Aguirre Cerda a comienzos de 1940 y de la de Eduardo Frei Montalva en 1960. Tendrá que ser perfeccionada, por supuesto, pero es un legado… que tendrá que volver a ser reformado en otros 20 o 30 años más. Este es el problema de todas las grandes obras presidenciales: entran en la historia y se van por ella. Para cautelar su vigencia inmediata, lo único adecuado es conservar la mayoría de los votos. Y ello no ocurrió.

Para quienes han estado en lo del "legado", parece resultar especialmente enervante la contundencia con que ganó el Presidente Piñera, aunque desde la doctrina democrática es difícil decidir si esa expresiva mayoría es más importante que sus resultados parlamentarios, donde no alcanzó a imponerse por unos pocos escaños. En un sistema parlamentario, quizás Piñera no sería presidente, pero… ¿quién lo sería, con una oposición repartida en al menos tres bloques?

Especulaciones aparte, es claro -y ya lo han confirmado voces bien autorizadas- que, contra lo que se esperaba, el mensaje a la nación del 1 de junio elevó el nivel del debate político y estuvo muy por encima del primer mensaje, en el primer gobierno de Piñera. El Presidente eligió a su enemigo -la Nueva Mayoría- y convirtió a su adversario anterior –la Concertación- en una continuidad histórica a la que no rechaza, sino a la que quiere incorporarse. Sabe bien que, en la realidad concreta, en los hechos, la Nueva Mayoría fue un esfuerzo tan artificial por ensanchar a su antecesora, que terminó por devorarlas a ambas, y que un contingente indeterminado de votantes de una y otra merodean hoy por las orillas del pantano.

Piñera puede apelar con mayor credibilidad que la derecha tradicional a las clases medias, porque las ve más desafectadas, desleales y volubles que en los últimos 30 años, favorecidas en algunas cosas y castigadas en otras por el gobierno anterior, disponibles como nunca para un proyecto político de largo plazo que enfrente ciertos problemas esenciales: salud, previsión, infancia. Lo mismo por lo que luchaban los socialismos europeos de los años 80, cuando andaban cerca del PIB que Chile tiene hoy.

Más viejo, más maduro y más sereno, Piñera ha vuelto al gobierno con un proyecto muy meditado, que ya no se nutre solo de las encuestas, sino también de las tendencias mundiales, los programas sociales exitosos y una combinación de prudencia y atrevimiento en la proyección y la asignación de los presupuestos públicos.

En realidad, la principal amenaza del gobierno es que los partidos que lo apoyan no comprendan totalmente el alcance de este proyecto y se enreden en la pelea por los cargos -como ya se ha visto, por ejemplo, en la Cancillería- o en el anticipo de la contienda presidencial –que en algunos casos también pasa por los cargos-. Es muy temprano para decir si estos fenómenos se están imponiendo en el desarrollo del gobierno.

Pero hay una diferencia. Esta vez los partidos oficialistas saben que si al gobierno de Piñera le va bien, y el Barón de Münchhausen sigue rondando al centro y a las izquierdas, por primera vez desde el siglo XIX la derecha podría aspirar a la continuidad, ahora convertida, con plenos títulos, en una centroderecha de aire europeo. Y ese sería un auténtico giro histórico.