Una noche de mi adolescencia apagué la luz de mi cuarto y estaba a punto de dormirme cuando sentí que alguien que yo no podía ver se me acercaba. Era una presencia sobrecogedora, porque no la podía ver pero tenía la seguridad de que estaba ahí. De pronto, sentí un beso en los labios. Cerré los ojos. Los abrí. No había nadie a mi alrededor. Me levanté de la cama temblando y me dirigí a la habitación de mi madre. Le conté lo que me acababa de ocurrir. "Un fantasma te ha visitado", dijo como si fuera la cosa más normal del mundo. Luego procedió a contarme sus múltiples experiencias con fantasmas.

A pesar de que durante un buen tiempo creí en mi encuentro con un fantasma, con los años se ha ido imponiendo mi natural escepticismo y he llegado a la conclusión de que todo no fue más que el producto de mi imaginación. Aun así, pensé que lo ocurrido podía dar para un buen cuento de fantasmas. No he podido hacerlo, quizás intimidado por una tradición tan notable que incluye a Edgar Allan Poe, Henry James, Juan José Arreola y Juan Rulfo. Y ahora aun menos, porque acabo de descubrir al mexicano Francisco Tario (1911-1977), autor de algunos de los mejores cuentos de fantasmas en cualquier idioma.

Durante mucho tiempo el nombre de Tario circuló en el boca a boca y en alguna que otra antología despistada que no sabía de la conspiración para convertir a este escritor en un fantasma (acaso un homenaje a sus obsesiones). Sólo en los últimos años ha habido un esfuerzo editorial para que sus textos circulen como se merecen. El Fondo de Cultura Económica publicó el 2011 Aquí abajo (1943), su única novela, y el año pasado Atalanta armó La noche, que incluye el libro original del mismo título y siete relatos de Una violeta de más (1968). Tario escribió libros extraños, algunos de corte realista como Aquí abajo, pero su importancia se debe a La noche y Una violeta de más. Fogwill decía que pocos escritores se podían preciar de tener siete cuentos de antología; a juzgar por este libro, Tario es uno de ellos: La noche de Margaret Rose, El mico, Un huerto frente al mar, El balcón, La banca vacía, Entre tus dedos helados, La noche del féretro.

En el mundo de Tario ser fantasma significa sobre todo cambiar de perspectiva. Los vivos y los muertos conviven, aunque con frecuencia los muertos no saben que están muertos y los vivos, bueno, tampoco saben que están muertos; el juego es más complejo de lo que parece, porque puede ser, por ejemplo, que el relato sea narrado por un hombre que aparentemente está vivo y cuenta su encuentro con un fantasma, para que luego, en la frase final, descubramos que el narrador también está muerto. En ese cambio de perspectiva, lo que se desprende de la vida de los fantasmas es una soledad infinita, que a ratos recuerda la tradición narrativa de "último hombre en la tierra": "Se habían quedado solos en el mundo y eso les hacía sentirse inmensamente felices", escribe el narrador de El balcón acerca de una madre y su hijo que pasan los días en el balcón de su casa solitaria. Paradójicamente, los fantasmas solitarios de Tario dependen de la memoria de los demás para "existir"; la verdadera muerte ocurre con el olvido.

Puede ser que Tario no haya tenido múltiples registros, pero, dentro de las coordenadas en las que se movió, hizo mucho por ampliar una tradición, dotarla de atmósferas inquietantes y de un pathos conmovedor. Los cuentos de Tario no impactan  por el uso de la parafernalia clásica del subgénero -caserones góticos, ruidos extraños, mujeres lánguidas y pálidas como cadáveres- sino por la maestría con que trabajó estos elementos para hablar sobre el "bienestar tembloroso" y la "infinita desdicha" que significa vivir (y morir).