Una idea. El sleeper de este año, ese programa del que nadie esperaba mucho pero que ahora todos citan obsesivamente fue La divina comida, de Chilevisión. Se trata de un show que trabaja una idea sencilla pero eficaz: cuatro figuras de la televisión cenan en las casas de los otros durante una semana. O sea, vemos cuatro casas que se visitan, cuatro cenas en las que se sirve entrada, plato de fondo y postre, además de aperitivos, bajativos y lo que venga. Cada menú está diseñado de modo temático en relación al anfitrión y cada cena es también la excusa para juegos, revelaciones y peleas y asperezas varias.

Aquello es divertido en la medida de que se trata de algo que explota una ligereza aparente, moldeado desde la idea del culto a la personalidad de quienes participan en cada capítulo, que exhiben así atisbos de su vida privada al espectador. Por lo mismo, lo mejor del show descansa justamente en el desastre: los platos que no resultan, las peleas pasajeras, los ajustes de cuentas, revelaciones espontáneas. Así vemos pataletas como las de Patricia López o José Antonio Neme; relatos sobre acoso sexual (Carla Ballero refiriéndose a Kike Morandé) y abuso infantil (Álvaro Gómez hablando de un sacerdote); y secretillos de la farándula local (Pablo Mackenna comentó el origen de una lesión de Mauricio Pinilla y Claudio Reyes confesó haber sido novio de la nieta de Pinochet).

Esto permite que la banalidad a ratos ceda paso a los apuntes de una intimidad quebradiza; un precario equilibrio el que le da sentido al programa. La divina comida habita ese lugar que los extintos programas de farándula dejaron vacante, al internarse en los mundos personales de personajes que han explotado su imagen pública a tal nivel que la han vuelto una caricatura. En ese sentido, el show es puro morbo televisivo, pura privacidad exhibida sin pudor, puras trayectorias disímiles en plena colisión en cámara; puros rostrillos suspendidos en el aire, figurines con aspiración de fama inmediata, personajes patéticos que esperan su segunda o tercera oportunidad en la pantalla.

En ese contexto, la comida es una metáfora de otra cosa, acaso una fiesta pagada o un ritual precario. Es lo que engancha del programa: la posibilidad de que los invitados de la semana dejen caer sus máscaras y se revelen como sujetos horribles, dominados por el ego, insuflados de su propia pompa. Así, en una tele que ha puesto a la cocina como una categoría capaz de representar la identidad local, La divina comida la exhibe como lo contrario: una especie de retrato deforme de la chilenidad, haciendo de eso algo tan atroz como adictivo.

Vale la pena verlo, pues el programa funciona porque muestra a las celebridades y rostrillos de la tele tal y como son: vulgares, siúticos, despojados de todo encanto. Los muestra en lugares que parecen departamentos pilotos, en habitaciones donde no hay un solo libro, haciendo juegos sexuales y chistes misóginos, muchas veces engalanados con el cotillón de la propia vanidad. El espectador mira todo lo anterior y quizás se relaja aunque la cámara posea cierto tono claustrofóbico, pues pocas veces lo cursi y lo chabacano habían sido filmados con tanta felicidad y urgencia.

Eso hace del show un retrato inesperado y eficaz de la tele chilena, un retrato que aparece de soslayo y es la contracara muchas veces monstruosa de Lugares que hablan o Plato único. Son quizás los restos de la farándula reaccionando ante la crisis del medio, exhibiendo los escombros de su privacidad como último recurso antes de la llegada del olvido. Mientras, la propia casa se convierte en un set terminal y la intimidad se presenta como la última ofrenda al dios brutal de la fama antes de que todo se termine de caer a pedazos.