Mientras los dioses dormían la siesta: un relato de Jaime Bayly

AP Foto/Brynn Anderson

A mis padres no los veía, a mis hermanas tampoco. Me dejaba empolvar y colorear el rostro para salir en todas las televisiones dispuestas a exhibir mi locuaz impudicia. Viajaba todos los meses a una isla caribeña donde hacía televisión y ganaba fortunas. Viajaba además todos los días porque fumar hierbas y aspirar polvos eran formas de viajar, de elevarme sobre las miserias de mi vida, de evadir la áspera, contrariada realidad. Nunca viajé tanto como en aquellos años de polvos y hierbas, de dólares en efectivo y hoteles de paso.



Quiso el azar, o quisieron mis padres, que yo naciera, mientras los dioses dormían la siesta, en la ciudad del polvo y la niebla, a orillas de un mar helado.

Levemente envanecidos por el suceso, mi padre y su padre, que llevaban el mismo nombre, estuvieron de acuerdo, como si me impusieran una bendición o un augurio dichoso, que dicho nombre, ya dos veces fatigado en la familia, cayera también sobre mí. No tardarían en arrepentirse la vida entera.

Desafían la sensatez, la prudencia y el buen juicio las circunstancias que turbaron a mi madre, que parecía una actriz de cine, para que, rebajándose, flagelándose, condenándose, se enamorase de mi padre.

De mi padre en sus veinte sabemos un puñado de cosas inquietantes. No quería trabajar ni estudiar ni ser nimbado por el éxito o la fortuna. Montaba en moto a cien kilómetros por hora. Cojeaba como si estuviera bailando una cumbia: cuando era niño, el diablo le comió los huesos de una pierna. Coleccionaba armas de fuego. Se redimía de su desdicha matando animales. De no haber sido lisiado, habría ido a la guerra para matar mamíferos humanos.

No aspiraba mi madre a ser feliz. Cifraba su destino y su ventura en la sabia e inescrutable voluntad del Señor, del Divino Creador, de la Providencia. Era sierva del Altísimo. Era también sierva del Bajísimo, es decir de su marido. Santa en sus genes obedientes, traspasados sus huesos de humildad, trémulos sus labios orando en latín, mi madre se resignaba a cumplir los planes del Altísimo y del Bajísimo.

Ambos, en efecto, le dieron diez hijos, diez que pudieron ser doce, de no ser porque el Altísimo recogió a dos, recién nacidos.

Vivíamos en una casa en el campo tan extensa que no se divisaban los confines. Los perros se comían a las gallinas. Las ratas se comían a los patos. Las águilas y los halcones se comían a los conejos. Cuando nacían los pollos y los patos, mi hermano menor, un loco de cuidado, los metía en el horno y los mataba de calor. Todos estábamos a punto de morir en esa casa de locos.

Por razones malparidas que escapaban a mi comprensión de niño bobo, mi padre el pistolero amaba a mis hermanas, pero me odiaba con ferocidad, a pesar de que era su hijo mayor y llevaba su nombre, o precisamente por eso. No era un odio esporádico, inconstante: era parejo y, por tanto, predecible. Cuando oía sus pasos desiguales acercándose a mi cuarto, sabía que habría de ocurrir el incendio, la vergüenza, la quemazón: de espaldas a él, me bajaba los pantalones y me daba correazos en las nalgas desnudas. Era un sujeto tan infeliz que necesitaba compartir su desdicha conmigo. Después se retiraba, más tranquilo.

Había, sin embargo, raros momentos felices en aquella casa en el campo. Mi madre me tomaba de la mano, me llevaba a alguna de las virgencitas en los vastos jardines, nos sentábamos en el césped y rezábamos el rosario en latín. Durante una hora, nuestras almas torturadas viajaban al cielo, se liberaban de la culpa, nos enseñaban el arduo camino de la santidad. Santos éramos, a no dudarlo, hasta que descubrí el deseo.

Todo vino entonces de golpe, como vienen silbando los huracanes desde los mares ardientes: robé las joyas, escapé con trece años, me refugié en hoteles del centro, compré las revistas del pecado, me deslicé en salas de medianoche para mirar embelesado aquellas fricciones eróticas, fui capturado en el estadio por un detective a órdenes de mi padre y, como me negué a seguir viviendo con El Bajísimo, esa bestia salvaje, mi madre, una santa, me mandó a vivir con sus padres, mis abuelos maternos, quienes me concedieron asilo por razones humanitarias.

Gracias a ellos, los abuelos maternos, conocí lo que podríamos llamar la felicidad familiar, es decir que los mayores te miren con afecto y ternura, que celebren tus bromas, que aprecien tu compañía, que te inviten un cigarrito o un whisky con hielo, que te llamen para ver el chavo del ocho o un partido del mundial. Mi abuelo materno fue entonces mi padre y sus sueños por recuperar la hacienda que le robaron los militares fueron también los míos. Desde entonces, aprendí a odiar a los curas y los militares, bestias negras del abuelo.

De los años en el periódico recuerdo los primeros sueldos que gastaba en las parrilladas del centro, mi nombre impreso en el papel periódico, la furia de mi padre y de su padre porque veían su nombre impreso en el papel, pero ahora era el mío y no solo el de ellos, las cuchipandas de los sábados, los bares, los burdeles, el periódico hundiéndose en un mar de deudas, nosotros sus plumíferos dilapidando los canjes publicitarios, una columna política que se llamó banderillas.

De los años en la universidad recuerdo mi estulticia para las matemáticas y mi idiotez para la lógica, los casposos profesores de izquierda que te obligaban a leer sus libros, las chicas lindas de la rotonda, en particular las primas que fueron mis chicas, los primeros porritos en el estacionamiento, mi auto italiano de cinco velocidades que causaba sensación, los partidos de fulbito, las horas lánguidas en la cafetería, escapando de alguna clase.

Muerto el abuelo, quebrado el periódico, expulsado de la universidad, comprendí que mi futuro, por así decirlo, estaba en la televisión principalmente, y en la marihuana marginalmente. Todavía no me atrevía a soñar que acaso podía ser un escritor.

A mis padres no los veía, a mis hermanas tampoco. Me dejaba empolvar y colorear el rostro para salir en todas las televisiones dispuestas a exhibir mi locuaz impudicia. Viajaba todos los meses a una isla caribeña donde hacía televisión y ganaba fortunas. Viajaba además todos los días porque fumar hierbas y aspirar polvos eran formas de viajar, de elevarme sobre las miserias de mi vida, de evadir la áspera, contrariada realidad. Nunca viajé tanto como en aquellos años de polvos y hierbas, de dólares en efectivo y hoteles de paso.

Quién hubiera dicho que todos los amores, todos, terminarían mal. Las chicas lindas de la rotonda me dejaron por drogón. El músico subterráneo creía que el arte reñía con la higiene. No quiso el actor compartir su indecible verdad con el gran público que lo amaba, prefería ser un rehén de sus secretos.

Contra todo pronóstico, me casé con una mujer afrancesada que me dio dos hijas y me dijo que yo podía ser presidente.

Contra viento y marea, publiqué una novela en la que, agazapado tras las licencias de la ficción, exhibí, suicida, todas mis miserias, todos mis vicios, todos mis pecadillos.

Remando contra la corriente, quise alejarme de las costas bravas en que nací, de la ciudad del polvo y la niebla, de ese mar helado y acaso enfermo. Allá abajo, el escritor tenía los días contados.

De pronto esposo y padre de familia, comprendí entonces que todo lo anterior, las palizas y las humillaciones, los rezos y las lágrimas, los amores y las drogas, había sido un entrenamiento brutal para dedicar el resto de mi vida al noble oficio de ser un escritor.

Han pasado treinta años, he publicado algunos libros de dudoso valor y no concibo ya la vida sin pensar en una novela que estoy condenado a escribir, mientras los dioses despiertan de la siesta y se ríen a carcajadas de mí.

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