Un rehén de la televisión: un relato de Jaime Bayly

Un rehén de la televisión: un relato de Jaime Bayly

Porque Barclays, porfiado, obstinado, anuncia de nuevo el video del dictador Maduro haciendo escarnio de Noboa, pero ahora los del control maestro, por razones que al presentador le resultan incomprensibles, echan al aire, en vivo y en directo, un video no de Maduro criticando a Noboa, sino uno de Noboa diciendo que está dispuesto a comer unos tacos con el presidente mexicano López Obrador para dar por zanjada la crisis diplomática entre Ecuador y México.



Entonces vuelven de la pausa comercial de tres minutos y Barclays anuncia un video del dictador venezolano Maduro diciendo que el presidente ecuatoriano Noboa es tan débil de carácter que hasta le pide permiso al embajador de Estados Unidos en su país cuando necesita ir al baño.

Barclays mira al monitor y espera a que aparezca el video que acaba de anunciar, pero no aparece, no lo lanzan, no lo echan desde el control maestro, de modo que, como es un programa en vivo y en directo, sigue en pantalla el rostro mofletudo y mal peinado de Barclays, mirando al monitor con el ceño fruncido, a ver si lanzan por fin el video de marras, por qué carajos se demoran tanto en airearlo, piensa Barclays, debe de ser que la máquina se ha estropeado de nuevo.

Pero no aparece el video porque el operador de videos ha dejado su asiento en el control maestro durante la pausa comercial, ha caminado al baño de la televisora y todavía no ha regresado. Pillados con la guardia baja, la directora de cámaras y el editor no saben qué video deben elegir. Aterrados de equivocarse, esperan a que regrese del baño el operador incontinente.

Como siguen pasando los segundos en silencio, y como el silencio parece eterno y equivale a que el programa ha dejado de respirar y entrado en un coma profundo, la jefa de piso, desesperada, sentada en el plató detrás de cámaras, le pide a Barclays que hable de inmediato, mientras esperan a que el operador de videos regrese a su puesto, tras aliviarse en el baño. ¿De qué se supone que debe hablar Barclays, el presentador estelar, el anfitrión del programa? De cualquier cosa, cualquier pavada, cualquier gansada, de lo que le salga del forro. Lo urgente es que Barclays disimule el problema y mejore el silencio, hablando minucias, zarandajas. Entonces Barclays, que no sabe qué está ocurriendo, si es un problema técnico o un error humano, empieza a hablar de cualquier cosa. No le cuesta demasiado esfuerzo. Hablar pavadas y gansadas es su especialidad. Por eso lleva más de cuarenta años hablando en las televisiones. Es capaz de mejorar con palabras cualquier silencio bochornoso. Es capaz de hablar media hora sin saber bien lo que está diciendo y sin estar de acuerdo consigo mismo.

Hasta que por fin la jefa de piso le hace una seña enfática y le comunica que ya está listo el video. Barclays lo presenta nuevamente y aguarda a que el control maestro salga del coma profundo. Y en efecto los operadores del control lanzan un video del dictador venezolano Maduro. Pero no es el video que debían propalar. Han echado otro video, uno equivocado. Han elegido un video de Maduro en el que no habla del presidente ecuatoriano Noboa.

Irritado, Barclays hace señas a la jefa de piso y le pide que informe al control maestro de que lo están haciendo todo mal: primero lo dejan esperando más de un minuto sin que aparezca el video anunciado y luego echan otro video y no el que debían.

Lo peor, sin embargo, está por venir.

Porque Barclays, porfiado, obstinado, anuncia de nuevo el video del dictador Maduro haciendo escarnio de Noboa, pero ahora los del control maestro, por razones que al presentador le resultan incomprensibles, echan al aire, en vivo y en directo, un video no de Maduro criticando a Noboa, sino uno de Noboa diciendo que está dispuesto a comer unos tacos con el presidente mexicano López Obrador para dar por zanjada la crisis diplomática entre Ecuador y México.

De nuevo, entonces, los del control maestro no han respetado la línea de videos y no han aireado el video que debían, sino que han saltado tres videos a la garrocha y han echado el de Noboa cuando no correspondía. Sorprendido e indignado, Barclays aparece de nuevo en cámaras, tratando de disimular su cabreo, de encubrir su cólera. En tono risueño, se pregunta si tiene algún enemigo aquella noche en el control, algún espía o infiltrado que desea sabotear su programa, o si están haciendo una fiesta clandestina en el control maestro y todos están borrachos, lanzando los videos al azar.

Furioso sin perder el aplomo, iracundo y sin embargo sonriendo con su habitual cinismo, Barclays dice que ya no anunciará el siguiente video por temor a que aparezca otro video erróneo. Dice entonces que, dada la situación de caos ingobernable, y dado que los muchachos del control están boicoteando el programa, casi mejor que ellos echen el video que les venga en gana, y no el que Barclays ha anunciado, y así Barclays no hace el ridículo una vez más. Ahora la pelota está en cancha de los operadores del control maestro. Se demoran, deliberan, dudan y lanzan un video de López Obrador, que en la secuencia original seguía al video de Noboa. Una vez exhibido el video, Barclays lo comenta sin apuro.

Poco después, víctima de una cadena de negligencias e impericias humanas que lo rebajan y descorazonan, avergonzado porque sabe que está presentando un programa comatoso, bananero, tercermundista, Barclays dice al aire que lo mejor es abrazar el caos y que el programa se convierta entonces en un bingo, una rocola de cantina o una kermés y que los del control maestro hagan con los videos lo que les salga olímpicamente del forro. Es decir que Barclays se ha resignado a aceptar que no tiene ningún poder, ningún control, y que el programa no fluirá según su libertad y su voluntad, sino según el azar o los caprichos de los operadores. Estoy jodido, piensa Barclays. Esto no tiene arreglo. Mejor me río de todo y que ellos lancen el video que les dé la regalada gana.

Terminado el programa, sacándose el maquillaje en su oficina, Barclays se pregunta si debe renunciar al programa, al canal de televisión donde trabaja hace casi veinte años. No puedo, se responde. Necesito el dinero. Si dejara de ganar lo que me pagan, mi presupuesto familiar entraría en crisis. Porque lo que me paga la televisión es bastante más de lo que gano con los libros o con otros emprendimientos creativos. No puedo renunciar, se resigna Barclays. Estoy jodido. Tengo que pagar la fiesta de mi hija. Tengo que pagar los viajes a Europa. Tengo que pagar mis pastillas de loco bipolar. Soy un rehén de la televisión.

Conduciendo su camioneta de regreso a casa, Barclays se pregunta si debe hablar con los dueños del canal y quejarse ante ellos por la cadena de errores humanos que deslució su programa aquella noche infausta. Mejor no digo nada, piensa, derrotado. Si me quejo, si hago un melodrama, si exagero las cosas, quizás despidan a alguien que necesita su trabajo más de lo que yo necesito a mi programa.

Abatido, humillado, Barclays concluye que, en unas semanas, nadie, ni siquiera él mismo, recordará esa noche horrible en su programa, y por consiguiente lo mejor es encajar los golpes con aplomo, comprender los infortunios con redoblada humildad, no vengarse del operador que corrió al baño a orinar y comprender que la vida misma es hablar pavadas y gansadas pensando en que otros están escuchándote atentamente, cuando en realidad no hay nadie prestándote atención porque todos se han ido al baño para descansar de tu cháchara odiosa.

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