Javier Barría: La ciudad que ya no existe

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El artista lanzó este jueves Estación Pirque: una obra fantasmal que requiere música con un complejo equilibrio entre lo etéreo y lo intenso.




Viene llegando de un viaje de tres meses por México y Colombia como parte de una compañía teatral, desconectado de su carrera solista. El aire que Javier Barría tomó de estar constantemente pendiente de si mismo y su arte -encarna al artista independiente en el más completo sentido del término-, redundó en un concierto conmovedor para el álbum "más complejo y colectivo que he hecho", en el atardecer del jueves en la sala SCD de Plaza Egaña.

Acompañado de Sebastián Iglesias al u bass (un curioso bajo ukelele) y teclados, junto a Álvaro Zambrano en bajo, guitarra y coros, dio vida a un disco que habla de un Santiago desaparecido, circundado por una vía férrea de la que prácticamente no quedan rastros. Estación Pirque es una obra fantasmal que requiere música con un complejo equilibrio entre lo etéreo y lo intenso. La pequeña sala de avenida Larraín fue perfecta para contener esa química. Sonido exacto para unas canciones que parecen armadas de acordes sueltos, con ecos del jazz más nocturno.

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Tras Ya no se llama, la primera del disco y que incluyó el detalle del crepitar de una aguja que se escucha en la grabación original, y luego el corte que da nombre al álbum -ambas impecables-, el músico pasó al teclado. Contó que el siguiente tema, Campo quemado, tributaba al Bowie de Berlín. El bajo zumbó con suavidad y cadencia para una interpretación bellísima. El set list dio un salto al pasado, a Tiza, del álbum El Diminutivo del frío (2008). Aquí, un lujo: en tiempo real grabó varias armonías vocales y las comprimió en un loop que sirvieron como manto, en medio de acordes centelleantes de su guitarra eléctrica.

Fue más atrás con Canción sin terminar de 2004 -"mi mayor intento por tocar jazz"-, quedando solo en compañía de Iglesias, de letra algo naive con alusiones a la bomba nuclear. Cobardes recibió aplausos intensos tras repetir lo del loop, esta vez con un golpe a la caja de la guitarra más voces, y armar una verdadera muralla de sonido cantando a dos micrófonos. A esas alturas no solo revoloteaba el jazz, sino también ciertas sutilezas del bossa nova, y una gran dosis de soul en la voz, que a ratos traza un puente entre los registros de Pedro Aznar y Thom Yorke. En el final de Mi Dulce anomalía, de las nuevas, con Barría solo al piano eléctrico ("¿qué haces en el cuerpo que dejaste?"), la sala quedó como congelada por el dramatismo de los acordes alternados con garganta susurrante, otro de los momentos de la cita. Para Cajitas de agua invitó a Natisú, quien también aparece en el disco. Montaron un dúo brillante para otro de los nuevos títulos, que evoca en versos de entonación desoladora ("el lugar que nos haga falta en la curva del reloj de arena"), la capital irrecuperable.

Hubo más canciones incluyendo el single El día que dejaste de quererme;  también invitados como el reputado saxofonista de jazz Franz Mesko para la melancólica Un País, un solo habitante, y Verónica Soffia para las armonías en Celoso, algo así como el hit del disco. Una hora y media de música, dosis precisa para estrenar un álbum que confirma a Javier Barría no solo como uno de los autores más inventivos de la escena chilena, sino convincente, cautivante y original en la medida que su amplia discografía avanza.

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