La La Land: Mia Dolan, la ambición por alcanzar el éxito

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Mia Dolan (Emma Stone) trabaja como barista en una cafetería de Warner Bross en Los Ángeles, California, pero su verdadera pasión es actuar. Aspira a tener algún día un papel y por su eso todo su tiempo libre lo ocupa en asistir a audiciones. Ensaya una y otra vez las líneas, se entrega con pasión y lágrimas, e intenta emocionar a los directores, quienes generalmente la paran en seco antes de terminar sus monólogos.

La protagonista del musical La La Land (2016) tiene una fuerza intrínseca que la hace intentar cientos de veces. Persigue de forma desesperada su meta, porque triunfar en la ciudad de las luces, donde los sueños se hacen realidad, donde las oportunidades están y solo hay que tomarlas, es un deseo que lleva en ella como un chip incuestionable. ¿Será ese deseo algo propio o es una construcción rondada por el éxito y la necesidad de triunfar que se reproduce como un mantra? Todos incitan a Mía a seguir intentándolo, a no rendirse. Las calles siempre están cortadas por la filmación de alguna película; la ciudad está tapizada con carteles de los últimos estrenos y las estrellas de cine se ven en todas partes.

Puede parecer una soñadora más, hipnotizada como polilla por las luces de Hollywood, pero Mía es consciente de las dificultades, rabea cuando la rechazan y se frustra. Luego vuelve a intentar. Es divertida, canta, baila, es irónica y suspicaz, pero detrás se esconde el miedo a no poder. Y el agotamiento.

Aunque La La Land parezca una película de amor, como dice su slogan, la verdad es que trata del desamor: el desamor hacia nosotros mismos y a nuestros vínculos cuando el éxito se convierte en el único norte. Los millenials –generación a la que pertenezco– tenemos un discurso aprendido sobre los logros personales que nos trae, más que nada, frustración: necesitamos tener un lugar en el mundo, aparecer en el buscador de Google, emprender algo novedoso, cumplir nuestros sueños profesionales.

Pensamos en el futuro y el presente queda reducido a simples acciones para alcanzarlo. Preferimos estar solos. No nos interesa el compromiso amoroso, a no ser que encaje perfecto en nuestros planes.

La La Land representa el fin del amor tradicional que nuestros abuelos y padres conocieron, donde lo más relevante era encontrar a alguien para construir un proyecto y tener familia. Aunque soñaban en conjunto con tener hijos y una casa más rica, las mujeres tenían menos libertades y postergaban sus proyectos personales en pos de la familia y el marido.

Ahora vivimos lo opuesto, pero me pregunto si con toda la independencia que tenemos y con todas las oportunidades que el neoliberalismo nos despliega, somos realmente más libres.

En La La Land el romance de Mia y Sebastian se ve condicionado por sus metas profesionales y aunque quieren dejar fluir lo que sienten por el otro, el éxito que cada uno persigue los frena. Los protagonistas nunca son equipo: son dos individuos nadando solos, intentando salir a la superficie para ver la luz. Y lo logran, a costa de abandonar vínculos, de enfrentarse a sus frustraciones y de ser rechazados una y otra vez en el medio artístico. Son calculadores: saben que cada acción que tomen en el presente repercutirá en ese futuro que parece inalcanzable.

Todos de alguna forma llevamos a Mia en nuestro cuerpo, esa energía personal que nos moviliza a lograr cosas, que nos hace cuestionarnos si estamos siendo lo suficientemente proactivas para alcanzar nuestras metas, que nos hace soñar y desear.

Pero es importante parar, observar desde afuera los engranajes que nos movilizan y pensar cuánto de los deseos que llevamos son propios o son construcciones sociales. En tiempos de coronavirus, donde el futuro se disipa y nuestros planes parecen truncados, la vida nos obliga a estar en el presente. A cuidar nuestros vínculos y a repensar esos sueños.

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