La voz humana

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Cuando quedan pocos días para la entrega del nuevo Premio Nobel de Literatura, llega una traducción pendiente de Svetlana Alexiévich: Últimos testigos (Debate), 100 relatos breves de sobrevivientes que a los 40 años recuerdan ser niños en la guerra. El Nobel no es lectura obligatoria, pero este sin duda lo es.




Paula 1209. Sábado 24 de septiembre de 2016.

Al principio parece demasiado doloroso, demasiado triste: una niña que escuchaba cuentos de peces dorados y adoraba a su mamá de pronto pierde a su padre, su pueblo se quema entero, huyen, comen sopa de ortigas y flores, ven morir a sus vecinos bajo la risa de los invasores. El desconcierto, el pavor, el hambre, la pena llenan cada frase. Pero la dulzura, la inocencia y la valentía de estos niños, que sabemos que sobrevivieron, iluminan relatos tan esenciales, tan bellos, que se leen uno tras otro sin parar. Son pequeños recuerdos de incomprensión y tristeza; también de la recomposición de la vida anterior y posterior, primordial, de esas infancias desechas.

Svetlana Alexiévich (1948) recopiló los testimonios a comienzos de los 80, en Bielorrusia, justo antes de publicar sus libros más famosos (vendió millones); son de personas ya grandes, profesionales y trabajadores, muchos de ellos abuelos, que recuerdan el niño que eran cuando la guerra les cayó encima –literalmente, desde los aviones alemanes– y la perplejidad total que nunca más los abandonó.  Como en La guerra no tiene rostro de mujer, Homo Sovieticus o Voces de Chernóbil, Alexiévich compone con esos relatos ajenos verdaderos cantos, letanías, plegarias –de hecho en inglés algunos de sus libros se titulan como prayer, rezo–, y se comprende por qué a ella le molesta que definan su trabajo como periodismo. De hecho en Rusia, explican, no existe una distinción entre ficción y no ficción. A los textos narrativos les dicen simplemente proza.

"Vivimos en un mundo de banalidad. Para mucha gente con eso basta", dijo el año pasado Alexiévich. "¿Pero cómo vamos más allá? Para romper esa cobertura de banalidad debes lograr que la gente descienda a lo más profundo de sí misma".

Alexiévich no busca hacer una denuncia, revelar lo oscuro, clarificar hechos o mostrar el sentido de la historia, que por supuesto no lo tiene. Ella compone otra, viva y total, una restitución de las voces comunes, de hechos anodinos sobre cosas que parecen demasiado atroces. El miedo y el horror del sobreviviente se yerguen como lo opuesto a las conclusiones generales de lo histórico, entre los análisis y los hechos de los poderosos, sus monumentos y declaraciones. Aquí estamos al otro lado, con los más indefensos.

"Vivimos en un mundo de banalidad. Para mucha gente con eso basta", dijo el año pasado Alexiévich. "¿Pero cómo vamos más allá? Para romper esa cobertura de banalidad debes lograr que la gente descienda a lo más profundo de sí misma". Los recuerdos de los niños bajo las bombas, en una república soviética lejana, restituyen lo humano, la tragedia, las voces, los cantos. Y al leerlos resuenan las bombas que ahora mismo caen junto a las casas de los niños, en otros pueblos pobres y lejanos.

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