El 90% de las cosas que nos preocupan jamás suceden




91.4%, para ser exactos. Ese es el porcentaje de las preocupaciones diarias que nos afligen y jamás sucederán. Conversaciones que recreamos a nuestra conveniencia, peleas que desearíamos haber tenido, angustias de escenarios ficticios y planes de futuros inciertos que terminan en la basura por fantasiosos. Pero ojo: reales o no, los pensamientos no se desechan del cuerpo así como así; tienen un impacto directo en nuestra salud. Porque no importa si perdemos el trabajo o imaginamos que perdemos el trabajo; el dolor de estómago se produce igual. Y si me hacen un portonazo, y si dejé prendido el gas, y si mi jefe no está conforme con mi trabajo, no debí gritarle a esa persona, mis hijos están raros, mi pareja está aburrida de mí…La mente y el cuerpo humano no distinguen una amenaza real de una imaginaria. Aún cuando no pase nada de esto, y todo marche bien en la vida, el solo hecho de habernos preocupado en exceso va a inducir a nuestro organismo a un estrés constante como si lo hubiéramos vivido. Una “intoxicación de cortisol” lo llama la reconocida psiquiatra española Marian Rojas, un estado que, mantenido en el tiempo, perjudica gravemente nuestra salud física y mental.

Así vive Gustavo Bell a diario: repasando escenarios alternativos hacia el pasado y hacia el futuro. Que si dijo algo de más o si dijo de algo menos, que si debió comportarse así o de esa otra manera… “Mi principal preocupación es que siempre pienso que la voy a cagar”, dice. Y como teme estropearlo todo, fundamentalmente las relaciones interpersonales o de intimidad, se pasa el día pensando en aquello que debe o no debe decir y hacer en el futuro. Cuando siente que lo arruina, vuelve a repasar los diálogos en su cabeza una y otra vez para remediarlo. “Las cosas no pasan fuera, pasan dentro de mi cabeza 5 millones de veces al día, me dan unas pajas mentales que muchas veces me inmovilizan, me dejan sin acción.. Dudo constantemente de mí, dudo de lo que creo o siento, quizás por miedo al rechazo, no me hago caso y cuando le doy la razón al impulso o corazonada, lo estropeo… o quizás mi propia mente trabaja a través de mí para estropearlo; es algo que también he pensado. Nada de esto tiene ninguna relación con los hechos que me acontecen, pero todo me preocupa al punto de tomarse mis noches y no dejarme dormir”. A ese estado, que come los pensamientos de Gustavo al punto de no dejarlo dormir, es lo que Marian Rojas llama el estado de alerta y funciona así: cuando experimentamos una amenaza, incertidumbre o miedo se activa el hipotalamo, que lanza una señal a las glandulas suprerenales y se activan dos hormonas: la adrenalina y el cortisol. Automáticamente el cerebro busca los mecanismos de supervivencia, que son la lucha y la huida. Así, para sobrevivir a la amenaza que recreamos en la mente, empezamos con taquicardia, para llevar la sangre a los tejidos y poder luchar o correr, y con la taquimnea, que es la necesidad de meter más oxigeno para que los músculos y celulas puedan luchar. Nos late el corazón, sentimos que nos falta el aire. Al tiempo en que se activa el cortizol se desactiva la corteza prefrontal, que es la zona del cerebro encargada de reflexionar, de llamar a la calma, de la resolución de problemas y el control de los impulsos. Nos come la ansiedad y no somos capaces de razonar bien. Ese peak de cortisol, ocasionado por un simple mal pensamiento pero que experimentamos como si nos estuviera persiguiendo una manada de leones, va a tardar varias horas en volver a su estado original. Según Marian, vivir en ese estado de alerta constante genera cambios en el organismo. “A nivel físico se me cae el pelo, la piel cambia de color, te manchas, te salen arrugas, sientes opresión constante en el pecho, falta de aire, problemas a nivel gastroinstentinal, musculatura tensa. El cortisol alterna el funcionamiento de los estrogenos, de la progesterona, o testosterona. El sistema de alerta mantenido en el tiempo modifica además el sistema inmunológico, y nos empezamos a inflamar; nos da gastritis, gastroenteritis, amigdalitis, colon irritable, entra una inflamacion latente en el organismo que es muy peligrosa y hasta modifica la microbiota. A nivel psicologico estás irritado, saltas a la mínima, más vulnerable y suceptible y no duermes bien”, dice.

La periodista Johanna Madariaga, de 44 años, se negó durante años a reconocer este estado de estrés constante. Más bien lo confundía con “ser preventiva” o “estar siempre preparada para cualquier eventualidad,” casi como algo positivo, una cualidad de su organizada personalidad. Hoy, mira hacia atrás y entiende que los efectos de vivir así, siempre alerta y preocupada de todo, eran evidentes en su cuerpo: “Tenía constantes dolores de estómago, insomnio, me mordía las uñas siempre”. Cuando tenía una entrevista importante preparaba una y otra vez las preguntas y llegaba a no dormir la noche anterior poniéndose en todos los escenarios adversos: desde que se le quedara la grabadora hasta que el entrevistado no supiera hablar español. Luego, la entrevista salía bien, pero ella quedaba absolutamente agotada, como si hubiera corrido una maratón. Cuando se convirtió en madre, esa preocupación constante empeoró radicalmente: y si no tengo suficiente leche, y si llora toda la noche, y si no está respirando, y si se cae de la cuna, y si se ahoga con la comida, y si se enferma… Una preocupación esperable para cualquier madre primeriza, pero ¿sirve de algo? ¿Tiene alguna función? Para la profesora de psiquiatría en la Facultad de Medicina de Harvard, Luana Marques, la preocupación es una forma que tiene nuestro cerebro para manejar los problemas con el objetivo de mantenerte a salvo. Es decir, tiene una función importante, es un mecanismo de supervivencia que nos protege ante eventuales peligros. Nos moviliza a resolver problemas, a actuar, a ocuparnos, y eso en cierta manera es bueno. Sin embargo, “cuando nos obsesionamos con un problema, esa preocupación deja de ser funcional”, dice Marques. Y Johanna se dio cuenta que estaba traspasando ese límte cuando su excesiva preocupación empezó a afectar a su entorno. ”El día que hice clic fue cuando mi hijo ya tenía 6 años y me pidió la comida tipo colado, para no ahogarse. Casi me muero de la culpa, me di cuenta que yo pasaba encima de él en sus comidas y le repetía millones de veces: hijo, mastica bien, mastica harto, ese trozo es muy grande, etc. Haberle traspasado mis miedos me movió el piso completamente. Ahí dije ‘basta’, no puedo vivir así”.

No importa cuánto podamos pensar o qué capacidad supernatural tengamos para adelantarnos a todos los escenarios posibles: estar excesivamente preocupados no te prepara mejor para la vida sino lo contrario; vivir excesivamente preocupados solo vuelve todo amenazante y no da la calma para actuar y reflexionar frente a los problemas reales. Y como el exceso de preocupación puede estar cubriendo un trastorno de ansiedad, siempre es bueno buscar ayuda profesional cuando creamos que se nos escapa de control. “Hoy me doy cuenta de que detrás de ese estrés había susto e inseguridad, lo que es super normal, pero hay que hablar de ello y tratarlo cuando no te permite estar bien contigo y con los demás” cuenta Johanna, tras años de terapia. “Descubrí que parte de mis miedos tenían que ver con dolores de infancia. Hoy feliz con haberme hecho cargo y haber hecho terapia, entre otras actividades de autoconocimiento, no sólo porque aprendí a relajarme, a optar, a no perder energías en cosas que no van a pasar, y dejar de preocuparme por lo que esperan otros u otros factores de estrés que nos rodean a todas y todos a diario, sino porque de paso me hice cargo de mí y mis ‘rollos’ mentales. Y hoy siento que fue lo mejor. Todo lo de atrás es aprendizaje”.

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