Marcelo Casals, historiador: “La idea de clase media ha sido, la mayoría de las veces, un artefacto ideológico de posiciones conservadoras”

Foto: Juan Farias /La Tercera

Adscrito al Centro de Investigación y Documentación de la UFT, el académico habla con La Tercera de su último libro, Contrarrevolución, Colaboracionismo y Protesta. La Clase Media Chilena y la Dictadura. También, de los 50 años del Golpe, así como de las lecturas y relecturas que suscita hoy.


Hasta que el estallido dijo otra cosa, Marcelo Casals Araya (Santiago, 1983) tenía previsto participar de un seminario de historia de la democracia en la UAI al tiempo que escribía un libro acerca de los grupos de clase media bajo la UP y la dictadura (del cual aparecieron, el mismo 2019, futuros capítulos en el Journal of Social History y en el libro colectivo 1988-1968: De la Transición al largo 68 en Chile).

El seminario estaba previsto para el 24 de octubre, pero no se pudo hacer. La historia llevó al historiador en otra dirección, y en los días que siguieron se vio en las inmediaciones de lo que rebautizaban como “Plaza Dignidad”. Y si por entonces las paredes de Santiago se transformaron en un pizarrón o en la extensión de Twitter, donde cada quien se proyectaba en lemas, quejas o sentencias, el autor de El alba de una revolución vio lo impensado: un rayado en que se leía, “La clase media no existe”.

Chuta”, dice que se dijo, “estoy escribiendo de algo que parece que no existe”. Y sonríe, pero no ríe, porque el asunto no es broma, tampoco mera invención del rayador. Es una percepción con historia.

“Uno encuentra muy recurrentemente en pertenencias políticas de izquierdas radicales algunas formas de volver a esta idea clásica de que no puede haber clases medias, que simplemente hay clase dominante y clase dominada”, plantea el investigador en su oficina del Centro de Investigación y Documentación (Cidoc) de la U. Finis Terrae.

Pero clase media hay, jabonosa y todo, incluso si sólo la hubiera a nivel de la identificación socioantropológica de sus propios miembros. La hay, y tiene una historia que incide en la historia política.

Es lo que expresa el tercer libro de Casals, aparecido este año: Contrarrevolución, colaboracionismo y protesta. La clase media chilena y la dictadura (Fondo de Cultura Económica). El volumen nos recuerda hartas cosas. Por ejemplo, que varias de las organizaciones -y hasta las mismas personas- que inéditamente se opusieron en las calles a la UP desde 1972, tuvieron en la década siguiente roles destacados en la movilización social contra Pinochet (dando pie a iniciativas extrapartidarias como la Asamblea de la Civilidad, de 1986).

¿Paradojal? Posiblemente. ¿Históricamente iluminador? Sin duda, en el entendido de que explicar no es relativizar nada, sino allanar el camino a la comprensión.

“Después de que estos grupos de clase media se habían acostumbrado a cierto orden -a la construcción de canales de participación y de negociación con el aparato estatal-, se produce una radicalización contrarrevolucionaria”, sostiene el autor en alusión a comerciantes, colegios profesionales, camioneros y otros. “Esos canales se rompen, y [ellos] perciben que su propio rol social está en peligro, en la UP o en un eventual futuro socialista”.

En ciertos sentidos, prosigue el argumento, “se restablecen esos canales después del Golpe (...), incluso pueden acceder más directamente al poder estatal”. Pero eso se rompe nuevamente con las reformas ultraliberales de los Chicago Boys, a partir de mediados de los 70, “y también por una creciente oposición de tipo político-moral anclada en el lenguaje de los derechos humanos”. Esa mezcla termina haciendo que “los mismos individuos, organizaciones, sectores sociales, se vayan nuevamente a la oposición”.

Foto: Juan Farias /La Tercera

Huidiza como es, nadie puede atribuirse la propiedad de esta expresión, pero todo el mundo recurre a ella, cada cual con su agenda o sus expectativas. Así lo ve el autor:

“Mucha gente aspira a ser reconocida como ‘clase media’ para mejorar su situación social, cultural, material. Y esto es algo de lo cual la izquierda, desde los 40 hasta los 70 para ser bien esquemático, siempre desconfió, si es que no lo negó abiertamente: la propia idea de clase media rompe con la visión binaria de una clase opresora y una clase oprimida. La clase media, en esa época al menos, era un error conceptual. Podía haber pequeñas burguesías, sectores medios, capas medias, pero no una clase media, porque las clases eran dos”.

Durante la UP, y con excepciones de todo tipo, “eso se agudizó, sobre todo cuando se veía que un puntal de la movilización social contra el gobierno eran las organizaciones que se autocalificaban -y así eran entendidas- de clase media”. Parecía solidificarse por entonces una “idea contrarrevolucionaria”.

Como una especie de reflujo, sin embargo, a partir de 1983 “hay una idea de clase media como el fundamento de la democracia; una idea que se solidifica al calor de las protestas nacionales”.

Para abordar cabalmente estos y otros fenómenos hay que darse la vuelta del historiador, que nunca es corta. Hay que preguntarse, por ejemplo, “por qué determinadas personas se consideran -hoy quizá menos- parte de la clase media”, o bien por qué hubo a lo largo del siglo XX, en Chile y en el mundo, “un anhelo de pertenecer a la clase media”. Qué lleva al concepto a asumir un “carácter virtuoso” en el que parecen radicar “la estabilidad, la moderación, la moralidad, una forma de vida correcta, civilizada, moderna, urbana, conectada con el mundo, en oposición a lo rural, lo atrasado, lo provinciano, lo inmoral”.

No pocos remanentes quedan de lo anterior en la política, observa Casals, incluidas iniciativas gubernamentales de Piñera 2. Esto le permite, a su vez, advertir los caminos que pueden tomar los relatos:

“La idea de clase media puede ser entendida como un artefacto ideológico. Por eso emerge en momentos de conflicto social; de elecciones, por ejemplo. Y ha sido, la mayoría de las veces, un artefacto ideológico de posturas más bien conservadoras. Porque hablar de clase media es la forma de no hablar de clase. Es como un instrumento para esconder lo que se quiere decir: cuando se dice que todos somos de clase media, lo que se quiere es esconder es la desigualdad”.

De clase media se proclamó Pinochet en la campaña plebiscitaria de 1988, y décadas más tarde Piñera hizo otro tanto, con la idea, piensa el entrevistado, de “captar preferencias políticas de sectores conservadores, precisamente porque permite hablar de clase sin hablar de diferencia”.

¿Cómo explicar situaciones que parecen contradictorias o difíciles de asir?

Es un poco la intención original del libro: dejar de pensar el período de la Dictadura, así como el de la UP, sin una conciencia de que las cosas van cambiando. Es muy fácil verlos en imágenes estáticas, pero cuando uno le pone historia al asunto, comienza a ver que incluso hay movimientos contraintuitivos, y eso permite derribar narrativas simplistas, de derecha o de izquierda.

El Golpe, entonces y ahora

Al día de hoy Casals investiga, como él mismo informa en un texto publicado en México, sobre la “enorme y heterogénea movilización global por los sucesos chilenos” de hace medio siglo. Sobre sus “razones y alcances”. No hay una conciencia acabada en el país, a su juicio, “del nivel y el impacto global de la ‘experiencia chilena’ en el mundo (…) El peso simbólico que ha adquirido es totalmente desproporcionado respecto de su importancia geopolítica. (…) Fue muy importante, al mismo nivel que la Guerra civil española en su momento, o que Vietnam en los 60″. Y la conmemoración de los 50 años trae de vuelta este ítem junto a varios otros.

Ahí es donde subraya que “ofrecer explicaciones no implica la justificación de ciertas acciones, sino un ejercicio necesario, por mucho que no nos guste o que rompa esquemas que ya tenemos establecidos para interpretar la realidad”. Lamentablemente, remata, “la Dictadura no fue entre buenos y malos, porque entre medio la gente se mueve por diferentes razones”.

Razones asoman, por ejemplo, para “la pasividad ante la dictadura en los 70″, y no todas son evidentes. Desde posturas de izquierda o progresistas, plantea Casals, “nos hemos solido quedar con la imagen de la víctima, la imagen del opositor de los años 80. Eso existe, por supuesto: no estoy diciendo que sea una invención. Pero, para entender la dictadura como fenómeno social, complejo como es, ese énfasis es insuficiente. Hay personas que colaboraron o que aceptaron ese orden de cosas, y eso merece una explicación y no solo una condena.

¿Una cosa no quita la otra?

Uno puede, como lo hago yo también, condenar el Golpe en Chile y los golpes como herramienta de acción política contra gobiernos democráticos y constitucionales. Y uno lo puede hacer al mismo tiempo que da cuenta de las complejidades de ese momento: que hubo un segmento muy significativo -quizá la mayoría, no lo podemos saber- que apoyó ese golpe. No son cosas contradictorias.

¿Qué le parece el eslogan conmemorativo “Memoria, Democracia y Futuro”?

“Memoria” es una palabra importantísima en el arsenal conceptual de la izquierda y de sus bases sociales. No es raro que esté ahí y que sea ya parte del lenguaje estatal para abordar este aniversario. Dicho eso, esta aproximación desde el gobierno de una forma bien ecuménica, sin una identidad política muy clara, para mí es un acto de prudencia política dado por su actual posición de debilidad.

Este es el primer gobierno de izquierda extraconcertacionista que tenemos desde que empezó esta nueva democracia: un gobierno que supuestamente tiene una fuerte identidad de izquierda, pero que no asume las formas de rememoración que ha tenido la izquierda en los últimos 50 años. Y quiere hacer este acto más ecuménico, sobre todo mirando hacia el futuro, incluso haciendo eco de esta vieja idea conservadora de que es mejor mirar hacia adelante, no hacia atrás. Yo sé que esa no es la intención, pero hay algo de eso: dado que el pasado es explosivo, polarizador, y que el presente está complicado, mejor miremos hacia adelante.

Foto: Juan Farias /La Tercera

¿Cómo se inserta ahí el plan de búsqueda de detenidos desaparecidos?

Es probablemente la iniciativa más valiosa, urgente y necesaria a 50 años del golpe. No podemos proyectar nuestro orden democrático hacia el futuro teniendo a miles de compatriotas desaparecidos. Si es posible al menos avanzar en esa tarea mínima de justicia y reparación, sería un gran logro del gobierno.

¿Se podría haber partido por ahí?

Quizás, pero lo importante es que se trata de una política bien encaminada, justa y en línea con aquel mínimo civilizatorio de esclarecimiento de los crímenes y de no repetición.

¿Y qué pasa con la izquierda, más allá del gobierno?

La izquierda no tiene las herramientas mentales necesarias para entender la sociedad chilena actual, sus problemas. El estallido le llegó sin que lo viera, sin que lo pudiese gestionar o liderar, por mucho que uno pueda hacer una línea de continuidad con la elección de Boric. Tiene estas dificultades doctrinarias de no poder aún ofrecer una alternativa relativamente coherente al neoliberalismo. La única salida es cierta administración del orden, con una perspectiva un poco más socialdemócrata, por así llamarla (quizá eso sea demasiado decir), diseñada para aminorar un poco el impacto de la desigualdad.

Eso es lo que hay, y no es mucho comparado con la izquierda de los años 70 y de antes, cuando había un fuerte desarrollo ideológico, a veces incluso excesivo; cuando había un modelo alternativo, independiente de lo que hoy podamos pensar de él. Había un orden radicalmente diferente, y estaba demarcado el camino necesario para llegar a él. Y hubo una discusión, bastante grande y bastante larga, que redundó precisamente en la UP y en la vía chilena al socialismo. Hoy, la ausencia de revistas y otros espacios de discusión en las distintas vertientes de la izquierda es síntoma y a la vez causa de una debilidad estructural orgánica. Es una izquierda que no tiene base social ni ideológica, que no puede ofrecer un camino alternativo. Y esa debilidad hace que, llegados los 50 años, no haya otra posibilidad real o políticamente eficiente que ofrecer este mensaje ecuménico desanclado de una identidad política en particular.

¿Se han dado en este aniversario las condiciones para no hablar sólo del “Once”?

Sí, pero en términos bastante dicotómicos y moralistas, sea para condenar o para aplaudir, sin siquiera hacer el esfuerzo de articular una narrativa un poco más persuasiva sobre el Golpe, la UP y la dictadura. A nivel de discusión pública hay más arengas que reflexiones, con excepciones como el libro de Daniel Mansuy.

Y ha cambiado también el énfasis en la derecha. Hace diez años Piñera habló de “cómplices pasivos”, que para alguien con una sensibilidad de derecha es algo muy difícil de admitir. Fue algo bien especial en ese momento, y a mí me sorprendió gratamente, pero diez años después la situación de la derecha es completamente diferente: al menos desde el Congreso se aplauden o legitiman abiertamente el Golpe y sus efectos, haciendo este esfuerzo discutible y casi infantil de separar el Golpe de la represión.

En la coyuntura actual se ve el auge de una ultraderecha electoralmente muy fuerte que se siente habilitada para proyectar públicamente narrativas de legitimación del Golpe no muy diferentes a las de la misma dictadura en su época. Es una cuestión que antes no era posible, que incluso electoralmente era muy dañina. Hoy, aparentemente, ya no lo es. Creo que es propio de períodos de crisis como el que vivimos.

¿Qué tipo de crisis?

Vivimos una crisis bastante larga, y posiblemente dure harto más. Es una crisis hegemónica, una crisis de la capacidad del propio sistema político para convencer de su necesidad o de sus bondades, y aún no podemos vislumbrar qué viene. Es algo no muy diferente de los años 20, con el desplome de un Estado y un sistema político oligárquico. Hubo que esperar al Frente Popular para tener otro modelo estatal y otro sistema político. Y dado que estamos en una crisis de esa naturaleza, pueden expresarse opiniones y miradas a la memoria que antes no eran posibles.

Ya no existen esas barreras que antes restringían a algunos sectores de derecha que quizá nunca dejaron de ser completamente pinochetistas, pero al menos sabían que no era algo que pudieran decir públicamente sin al menos un costo político, electoral, mediático. Esas barreras cayeron, ya no existe ese costo, y eso hace que la derecha haya tenido una involución -no me gusta mucho esa palabra, pero aquí viene bien- respecto de hace diez años.

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