El humo de los parques




Uno de los méritos de la novela El perfume, de Suskind, era armar una trama sobre aquello que es muy difícil de describir pese a que todos tenemos la experiencia de ello: el ancho universo de los olores y hedores de una ciudad.  Un universo en permanente cambio cuya memoria es tan difícil de preservar ¿Cómo olía el centro cuando, en lugar de autos, habían caballos? ¿Qué olor tendría la Estación Central antes de los trenes eléctricos? 

No hay fotografías de los olores de una ciudad, sólo un vago recuerdo muy difícil de plasmar en una palabra, o incluso políticamente incorrecto de dejar constancia por escrito. Para un santiaguino común, el olor del tren de cercanías de París podría llegar a ser una experiencia traumática. Para muchos europeos el olor de la transpiración no parece ser un problema que pueda trastornar sus relaciones sociales como ocurre en nuestra cultura. Asimismo, para un norteamericano como el reportero Theodore Child, llamaba la atención el olor de cigarro en nuestra capital a fines del siglo XIX.  Child escribía para Harper's sobre Santiago en 1890: "Algo que me llamó la atención es que los empleados de los establecimientos donde se guardan los manuscritos valiosos para la nación no se despegaban del cigarro en la boca y aquí como en los tranvías y en los trenes se ve absoluta libertad para el uso del cigarro. Si no se fuma en la iglesia creo que será porque van pocos hombres a ella".

El humo del cigarrillo era un elemento del paisaje que, de tan presente, pasaba inadvertido. Las restricciones que comienzan a estrecharse sobre el hábito de fumar, a partir de los 80, terminan por hacerlo evidente. Ya no será sencillamente parte del paisaje sino el subproducto de un vicio que "dañino para la salud", como rezaba inicialmente en las cajetillas, hasta el "puede producir cáncer". El avance de las restricciones al acto de fumar siguió en adelante la tendencia internacional del occidente desarrollado. El último paso en ese sentido lo dio el Ministerio de Vivienda y Urbanismo que declaró libre de humo de tabaco a siete zonas del Parque Metropolitano, entre las que se cuenta el Zoológico y el Funicular. Se trata de espacios al aire libre.

La pregunta es ¿Por qué esos siete en específico sí y los otros no? De momento los municipios no han restringido el humo de cigarro en las plazas y parques bajo su administración pero todo indica que si el Central Park lo hizo, tarde o temprano el Bicentenario y el Forestal seguirán su huella. Todo esto ocurre en una ciudad acorralada la mitad del año en el borde de la emergencia ambiental por otro tipo de humo, igual o más dañino que el del cigarrillo, pero definitivamente más complejo de suprimir. En una ciudad sumergida bajo una nube de esmog es más fácil prohibirle el hábito a un fumador en un parque que controlar efectivamente las fuentes de contaminación que nublan el aire.

La extinción del humo del cigarrillo ha creado una figura nueva en la capital: la del santiaguino fumador resignado a acatar las restricciones y a apiñarse en la entrada de bares, cafés y restoranes a disfrutar de su pequeño vicio. Grupos de criaturas resignadas a vivir al filo de la ley, a buscar lugares con terraza descubierta y huir de la oficina, al menor descuido, para no romper las normas y sostenerse en un cigarrillo en la vereda.

El olor del cigarrillo en la ciudad se disipó y lo que surgió en su reemplazo fue esta nueva tribu -la de los fumadores- que tienen patrones de desplazamiento similares al de los reos rematados en una cárcel, todo para disfrutar de su propio humo, en medio de la ciudad que tiene el suyo propio, ese que nadie parece interesarse en restringir.

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