Al mediodía del siete de enero de 1891, el Presidente José Manuel Balmaceda se reunió con todos los ministros en su oficina en La Moneda. Las noticias que llegaron esa mañana desde Valparaíso eran alarmantes: la escuadra se sublevó contra el gobierno y navegó rumbo a Iquique. En eso, un grupo de militares entró a la reunión. Mantuvieron la cabeza erguida y olvidaron quitarse el sombrero ante el mandatario como mandaba la regla de etiqueta. El general Orozimbo Barbosa tomó la palabra y aseguró que antes de veinte horas tendría las cabezas de los sublevados. No pudo lograrlo.

En las calles de la capital, la policía buscaba a los primeros opositores al gobierno a quienes se creía parte de los conjurados. El diputado conservador Demetrio Lastarria escapó por el tejado de una casa. Otros, como el dueño de El Mercurio de Valparaíso, Agustín Edwards Ross -quien fue ministro de Hacienda de Balmaceda-, salieron de la capital en un coche durante la madrugada.

Mientras, el periodista y exdiputado Fanor Velasco llegó al palacio. En sus memorias recuerda que pasadas las seis de la tarde pudo acercarse a saludar a Balmaceda. “Me estrecha la mano con efusión, y con voz tranquila pero solemne me dice: ‘Tratamos de salvar al país’”.

Dos días antes, el Presidente firmó de puño y letra el decreto que prorrogó la vigencia de la ley de presupuestos del año anterior. Una respuesta ante la negativa del Congreso de aprobar el paquete de leyes periódicas que incluía el financiamiento de la administración pública y las fuerzas armadas. Aunque sabía que su jugada estaba fuera de la ley -porque era atribución exclusiva del legislativo según la Constitución de 1833- Balmaceda aseguró que lo hizo para evitar la suspensión de los servicios públicos.

“El Congreso hizo una presión tradicional, que tenía años de desarrollo: utilizar las leyes periódicas como arma de presión política contra el gobierno de turno -cuenta a Culto el historiador y director del Instituto de Historia de la USS, Alejandro San Francisco-. El problema en 1891 era otro: en esa ocasión el Congreso no estaba funcionando y como era etapa de sesiones extraordinarias, correspondía que las convocara el Presidente de la República, que no estaba dispuesto a ello”.

¿Por qué Balmaceda no convocó al Congreso? “Porque lo más probable es que tampoco hubiera aprobado las mencionadas leyes, sino que hubiera censurado al gabinete o –incluso más grave– hubiera acusado constitucionalmente al ministerio”, explica el historiador.

Los diputados y senadores no se quedaron tranquilos. Apenas supieron la decisión de Balmaceda levantaron un acta en la que se declaró fuera de la ley al primer mandatario. Le acusaron de violar la Constitución, atentar contra la libertad de reunión y -en un detalle clave- malgastar el dinero público.

El Presidente respondió con otro decreto igual de contundente; asumió la totalidad del poder público y además suspendió la vigencia de las leyes. Días después, en febrero, decretó el cierre del legislativo, que por entonces funcionaba en el edificio de calle Compañía inaugurado quince años antes. Incluso, decidió convocar a un nuevo Congreso Constituyente -solo con partidarios de su gobierno- a fin de reformar la carta de 1833. Una iniciativa que finalmente no se aplicó debido a la derrota del gobierno en los campos de batalla, meses más tarde.

En realidad, la crisis institucional se arrastraba desde hace varios meses y acabó por estallar con la rebelión de la Armada. Ese día, a bordo del blindado Blanco Encalada, el almirante Jorge Montt viajó hasta el norte acompañado por los representantes del Congreso: Ramón Barros Luco, presidente de la cámara (e inventor del célebre sandwich que lleva su apellido), y Waldo Silva, vicepresidente del Senado. En Iquique, formaron una Junta de gobierno y dedicaron sus primeros esfuerzos a levantar un ejército para combatir a las fuerzas que se mantuvieron leales a Balmaceda.

La sublevación de la escuadra nacional no era sorpresa, entre la marina y el inquilino de La Moneda había una tensión creciente. Para muestra, solo un mes antes, en diciembre de 1890, Balmaceda viajó hasta Talcahuano por mar, pero a su regreso optó por otra vía. “Decidió regresar por tierra, ante el riesgo de ser secuestrado y por la desconfianza que le inspiraba la Marina a esa fecha”, detalla Alejandro San Francisco.

“Iremos todos hasta el fin, y si el pueblo también opone resistencia indeclinable a la dictadura, ese fin estará próximo y no será ciertamente el derecho el que perecerá”, se leía en las páginas de El Mercurio de Valparaíso en ese caluroso día de enero. Los ánimos estaban caldeados.

Había comenzado la guerra civil.

Curiosamente, este conflicto comenzó apenas ocho años después del último disparo en la Guerra del Pacífico, que dejó a Chile en poder de nuevas -y ricas- provincias. Y lo más importante, le entregó el control mundial de la explotación del salitre. Pero el nuevo botín poco a poco enturbió los ánimos.

De izquierda a derecha: Waldo Silva, Jorge Montt y Ramón Barros Luco. La junta de gobierno de Iquique.

El salitre de la discordia

Asumido como Presidente en 1886, José Manuel Balmaceda Fernández vino a suceder a Domingo Santa María, de quien había sido ministro. Su credo era el progreso, y como tal, decidió gobernar apoyado en las fuertes ganancias generadas por el impuesto que pagaban las compañías salitreras, con las cuales esperaba generar un ambicioso programa de desarrollo basado en las obras públicas. Eso sí, con un fuerte protagonismo del Estado y la participación de capital nacional.

“Algunos proponían que había que abolir todos los impuestos, si para eso estaban las rentas del salitre -cuenta el historiador y académico del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Rafael Sagredo Baeza-. Pero Balmaceda pensaba que el salitre tenía que capitalizarse, invertirse en obras productivas, aprovechar esa riqueza del momento para fortalecer la infraestructura del país. Todo eso va creando una situación de animosidad”.

Con la creación del ministerio de Obras Públicas, Balmaceda comenzó a cortar cintas de inauguración en varios lugares: el viaducto del Malleco, la canalización del río Mapocho, la construcción del actual edificio de la Escuela Militar y el ferrocarril trasandino. Además, durante su mandato se fundaron instituciones clave como el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile y la escuela de Medicina de la casa de Bello, de donde egresó la primera mujer médica del país y de América del sur: Eloísa Díaz.

“El gobierno de Balmaceda fue el primero que se benefició significativamente de las rentas del salitre, lo que le dio una holgura fiscal que ningún gobierno anterior había tenido -explica el historiador y académico de la USACH, Julio Pinto Vallejos-. Eso transformó al Estado en un actor económico de primera línea, que además actuaba prácticamente como el único beneficiario nacional directo de esa riqueza”.

Pero el plan del mandatario generó cierta resistencia. “La elite chilena estaba acostumbrada a que todo se invirtiera en el ámbito de acción que le era más propio, no en todo el país -añade Sagredo-. Al proponer este programa de obras públicas necesitaba mano de obra, y esta mano de obra sale de los campos. Entonces los agricultores le reclamaban que no tenían campesinos. Él les contestó: ‘Páguenles’. Y eso era algo a lo que tampoco estaban acostumbrados”.

Por ello, es que hacia la segunda mitad de su gobierno, estas intenciones comenzaron a generar una crisis con sus adversarios, atrincherados en el Congreso. Los historiadores coinciden en que hubo muchas tensiones subterráneas, pero que en el centro de la disputa estaban las entradas de dinero que obtenía el Estado gracias a los impuestos de exportación.

Según los datos de Patricio Meller, si en 1880 la recaudación tributaria generada por el nitrato era solo un 4,7%, para 1891 era un 46%. Por ello, la tensión entre la élite, ocurrió primero en las páginas de la prensa y en los salones de los clubes sociales, hasta que se resolvió a balazos en el último año de la presidencia de Balmaceda.

“Hay una tesis, que a mí me parece convincente, de que fue esa expansión del poder estatal lo que puso nerviosa a la oligarquía, por la autonomía que podía brindarle a quien estuviese en el gobierno respecto de los intereses privados -detalla Pinto-. Al destruir la guerra civil la centralidad del Ejecutivo (que venía desde los tiempos de Portales, pero ahora con muchos más recursos), la clase dirigente pudo ‘repartirse’ de manera más descentralizada los beneficios del salitre”.

La lucha por el control de los nuevos ingresos comenzó a generar una situación cada vez más tensa. Para Alejandro San Francisco, fue uno de los factores decisivos del conflicto, puesto que el adversario político pasó a ser enemigo. “Un factor relevante es, a mi juicio, el crecimiento del odio político al interior del sector dirigente, que se comenzó a manifestar de manera creciente en la segunda mitad de la administración Balmaceda. Esto implicaba que los antiguos adversarios pasaban a ser enemigos, a los cuales no solo había que enfrentar en el ámbito parlamentario, sino que era necesario destruir, como ocurrió durante la guerra civil”.

San Francisco asegura que de otra manera “no se explica que los chilenos hayan estado dispuestos a ir a los campos de batalla y matarse unos a otros solo por cuestiones de debate constitucional u otras causas que quizá no comprendían en su momento. Balmaceda fue el mayor objeto de odio, pero no fue el único, como se probó durante 1891”.

“Es la guerra nacional por el salitre, así como la Guerra del Pacífico fue la guerra internacional por el salitre -resume Rafael Sagredo-. Es decir, se define quién va a controlar ese dinero, en qué se va a gastar, en qué se invierte. Hasta la guerra civil era el Presidente de la República y después fue el Congreso Nacional”.

Oficina salitrera La Noria en 1889

De viajes, fake news y militares

La tarde del ocho de marzo de 1889, José Manuel Balmaceda bajó del carruaje que lo llevó hasta la Filarmónica de Iquique. Vestido de traje, caminó hasta el salón principal acompañado por su séquito. Allí lo esperaba la flor y la nata de la sociedad iquiqueña, ataviada para el evento social del año, tal vez de la década: el Presidente visitaba la ciudad, de reciente soberanía chilena.

Además de un ambicioso plan de obras públicas, Balmaceda también se interesó por viajar a diferentes rincones del país durante su mandato. Si bien, no fue el primer gobernante en hacerlo, sí lo desarrolló de forma intensiva. Visitó, por ejemplo, localidades como Talca, Pelequén, La Calera, Chillán, Coquimbo, Talcahuano, y otras tantas. Como destaca Rafael Sagredo, en sus estudios sobre el tema (por ejemplo, Vapor al norte, tren al sur : el viaje presidencial como práctica política en Chile, siglo XIX), en esas experiencias hay algunos detalles que permiten comprender la creciente crispación entre el gobierno y sus opositores.

“Al viajar por todo Chile para atender problemas y resolver cuestiones, se hace acompañar por una clase media de profesionales y técnicos, incorporándolos por lo tanto a las decisiones en el ejercicio del poder -explica el historiador-. Eso provoca resentimientos en parte de la elite, de la que es parte el propio Balmaceda”.

Precisamente, el viaje más célebre fue su visita a las provincias del norte, en marzo de 1889. Una gira en la que visitó ciudades como Iquique, Antofagasta, Caldera, Copiapó, Coquimbo, entre otras. Además recorrió algunos distritos mineros e incluso alojó en dos oficinas salitreras; La Palma y Primitiva, una de las más importantes de la zona cuya propiedad era del empresario inglés John Thomas North.

En la prensa de la época se presentaron diferentes versiones de la suerte del mandatario durante el viaje. Si bien, en algunos medios celebraban la iniciativa de visitar las regiones e incluso referirse a los asuntos del salitre, en otros lo atacaban. “En la oposición se dan cuenta que eso influye mucho en la opinión pública, entonces ¿qué hacen? Se meten en el viaje, cuestionándolo a través de sus periodistas y sus periódicos”, dice el autor de La gira del presidente Balmaceda al norte (LOM Ediciones, 2001).

Para la oposición, el asunto clave fue la presencia en la comitiva del ministro de Industria y Obras Públicas, Enrique Salvador Sanfuentes, quien sonaba como el favorito de Balmaceda para sucederlo. Se temió una intentona del mandatario por imponerlo, tal como había ocurrido con otros antes que él. Aquella era una práctica propia del juego político, pero que sonaba más a otros tiempos, en que la autoridad presidencial era total.

Sin embargo, en el Chile finisecular, varias reformas habían menguado el autoritarismo del primer mandatario. Incluso el mismo Balmaceda en su juventud había sido un entusiasta partidario de hacerlo, pero una vez en La Moneda corrió a contrapelo. “De alguna manera, la tendencia de la época era disminuir el poder del presidente, pero cuando Balmaceda tiene todo ese dinero y todas esas ideas, todo eso quedó neutralizado. Ahí empiezan las escaramuzas”, explica Sagredo.

La disputa se desarrolló en las páginas de los diarios. Por entonces ya existían las fake news, y una de las más disparatadas involucró al senador Augusto Matte, quien era parte de la comitiva en el viaje al norte. “Se dijo que habría vuelto indignado a Santiago al ver que no iba ser el ungido como sucesor de Balmaceda -detalla Rafael Sagredo-. Pero resulta que nunca se devolvió, siguió con él hasta Antofagasta, Atacama y Coquimbo. También pronunció discursos en favor del Presidente. Incluso cuando volvieron a Santiago, el mismo Balmaceda le dio una comida en La Moneda porque el senador se iba de gira a Europa”.

De alguna manera, los ataques en la prensa satírica de la época (como El Culebrón, o El Padre Padilla), anticiparon el escenario de crisis que enfrentó al mandatario con el Congreso. Para Sagredo, ahí también hay un factor a considerar en la crisis. “Balmaceda fue derrotado en la opinión pública, antes de ser derrotado en la guerra civil”.

Caricatura de Balmaceda en el periódico satírico El Padre Padilla.

Pero hay otras causas. Alejandro San Francisco también lo explica por un doble proceso que se dio en el ámbito militar: tanto la politización del ejército, como la militarización de la política. “El primer tema implica que los uniformados pasaron a ser actores políticos importantes, como ministros de estado o intendentes, acompañando a Balmaceda en sus viajes, lo que se reflejó en una división al interior del Ejército, que afectó incluso a las actividades sociales dentro de la institución”, señala.

Sobre la militarización de la política, el historiador de la USS arguye que tanto el Presidente como el Congreso comenzaron a observar de reojo los cuarteles para buscar resolver sus diferencias. “La crisis dejó progresivamente dejó de ser política para convertirse en un conflicto militar -dice San Francisco-. Balmaceda y los opositores trataron de convencer a los marinos y militares para que defendieran sus posiciones por las armas, con llamados continuos a través de la prensa para volcar a los militares en una u otra posición”.

San Francisco añade un dato clave; la mayor cercanía que el Ejército tenía con Balmaceda. “El gobierno de Balmaceda hizo un trabajo más decidido y sólido con el Ejército, en cambio descuidó parcialmente a la Armada. En diciembre ya había representantes congresistas –entre ellos Enrique Valdés Vergara– haciendo constantes gestiones con líderes de la Marina, que finalmente se probaron exitosas. Su objetivo era ‘obtener de los jefes la promesa de resistir por la fuerza, en caso de que el Presidente intentara seguir gobernando sin ley de presupuesto y sin Congreso, después del 1 de enero de 1891’, como recuerda Luis Orrego Luco en Memorias del tiempo viejo”.

¿El factor North?

Esa noche, en la Filarmónica de Iquique, sentado en el puesto de honor de una extensa mesa con doscientos cubiertos para todos los invitados, el mandatario encabezó un banquete, el que fue amenizado por una gran orquesta y una banda de música. Tras escuchar el saludo del alcalde de la ciudad, Balmaceda pronunció un discurso en el que se refirió a la situación de la explotación del salitre.

“La propiedad particular es casi toda de extranjeros y se concentra activamente en individuos de una sola nacionalidad. Preferible sería que aquella propiedad fuese también de chilenos -aseguró en parte de su exposición-. Pero si el capital nacional es indolente o receloso, no debemos sorprendernos de que el capital extranjero llene con previsión e inteligencia el vacío que en el progreso de esta comarca hace la incuria de nuestros compatriotas”.

Según la prensa de la época, las palabras del mandatario fueron muy comentadas en los círculos sociales. Incluso en algún medio se aseguró que estas provocaron alguna reacción en los mercados. “Han bajado en Londres las acciones del ferrocarril de Tarapacá con motivo del discurso presidencial”, publicó El estandarte católico.

Por entonces, la propiedad de las salitreras se concentraba en las manos de un hombre, el empresario británico John Thomas North, el llamado “Rey del salitre”, quien tras adquirir las mejores calicheras peruanas durante la guerra con Chile -pagando hasta un 10% de su precio original-, se enriqueció gracias a que el gobierno chileno privatizó la propiedad de las oficinas. Además, era el accionista principal de los ferrocarriles de la zona, mantenía el monopolio del agua potable y el control de algunos bancos y compañías de aprovisionamiento.

John Thomas North, el "rey del salitre".

En varios artefactos culturales suele mostrarse una tensión entre él y el Presidente Balmaceda, la cual habría sido un factor que gatilló la crisis. Una especie de rivalidad que se habría resuelto por la vía armada.

Pero, ¿tiene sustento histórico real esta rivalidad?, ¿era efectivamente así? Alejandro San Francisco lo desmiente. “Hernán Ramírez Necochea argumentó en su estudio Balmaceda y la contrarrevolución de 1891 que la gran causa de la guerra civil sería la influencia del salitre británico en la política chilena. Sin embargo, me parece convincente el trabajo de Harold Blakemore, Gobierno chileno y salitre inglés 1886-1896: Balmaceda y North, que desecha esos argumentos y se inclina por otra visión del proceso”.

Incluso, San Francisco va más allá y asocia este conflicto a factores que van más allá de lo netamente histórico: “En cualquier caso, la figura de North sigue siendo atractiva para explicar el conflicto, en cierta literatura, también en alguna historiografía, programas de televisión e incluso en la poesía”.

Rafael Sagredo también descarta de plano esta pugna entre Balmaceda y North como una causa central del conflicto. “Eso es un mito. Después de la gira al norte, Balmaceda se entrevistó con North, incluso le agradeció la preocupación y la inversión en las faenas salitreras. El conflicto no va por ahí”.

En parte, allí se sostiene el imaginario sobre la figura del mandatario, ese que lo posiciona como un gobernante nacionalista que se sacrificó por la defensa de la democracia con su suicidio tras el último día de su mandato. Pero Sagredo insiste en que este ni siquiera tuvo una política agresiva hacia el capital extranjero, por el contrario. “La evidencia muestra que la actitud de Balmaceda hacia las empresas salitreras extranjeras no contenía prácticamente nada de nacionalismo”.

Antiguo ferrocarril de Iquique

Para los expertos, el relato heroico sobre el político se estableció solo tiempo después. “La adhesión popular a Balmaceda fue un fenómeno más bien posterior a su muerte -explica Julio Pinto-. No hay mayores evidencias de que durante su gobierno haya existido tal apoyo. Más bien al contrario: fue entonces que se produjeron hechos fuertemente represivos, como los motines contra los tranvías en Santiago de 1888, estudiados por Sergio Grez (y que terminó con el encarcelamiento del directorio del Partido Demócrata), o la represión a las huelgas portuarias de 1890”.

“El Partido Demócrata, lo más cercano que había en la época a un partido popular, tuvo una relación más bien conflictiva con el gobierno balmacedista, y para la guerra civil se dividió en dos bandos -agrega el Premio Nacional de Historia 2016-. El mundo popular en general se dividió durante la guerra, y el ejército congresista se formó a partir de trabajadores salitreros”.

Alejandro San Francisco se suma a esta idea. “Lo que sí provocó la represión balmacedista es una adhesión inicial de los sectores nortinos a las fuerzas congresistas. En los años posteriores a la guerra civil la situación se revirtió, y Balmaceda se convirtió en un verdadero héroe popular en el norte.

Muy pocos años después de percutado el disparo que acabó con su vida, la figura del Presidente comenzó su ascenso en el imaginario colectivo. “En 1894, los balmacedistas eran la segunda fuerza del país. Debe ser hasta hoy uno de los más populares de la historia de Chile -afirma Sagredo-. Yo de niño veía en el campo retratos de Balmaceda”.