Hay condiciones de vida que en nuestro país son invivibles. Como vivir hacinados con 8 ó 10 personas bajo un mismo techo de 50 mts2 y ni pensar en una familia migrante que vive a 20 mil kms de su país y que el sueldo solo le alcanza para arrendar un espacio de 4 mts2. O que un jefe/jefa de hogar solo cuente con 50.000 pesos mensuales para alimentar, educar, y proteger a su familia porque debe pagar un arriendo que es la mitad de su escuálido ingreso. O vivir en una villa tomada por el narcotráfico donde las "balas locas" son cada semana.

En los últimos 7 años, alrededor de 7.000 familias han logrado salir de un campamento en Chile. Sería una buena noticia si no supiéramos que al mismo tiempo otras 20.000 familias han llegado a vivir en uno. ¿Las razones? Los altos costos de los arriendos – acompañado de los bajos ingresos y altas deudas –, la mala localización y la búsqueda de mejores oportunidades laborales, las condiciones de hacinamiento y la posibilidad de escapar de las drogas, la violencia y la inseguridad. Los campamentos son, entonces, un síntoma, la fiebre que exterioriza una enfermedad más profunda en nuestras ciudades: la exclusión social.

Muchas familias consideran que irse a vivir a un campamento es la única válvula de escape, aún cuando implique vivir con la incertidumbre de un desalojo, con el riesgo de un incendio o sin alcantarillado.  Por este motivo, los campamentos son una señal a la que debemos prestar atención, porque detrás de ésta se esconde un potencial campamento oculto esparcido por nuestra ciudad donde millones de personas viven hacinadas en casas o habitaciones, en las villas y barrios marginados, o con altos precios de los arriendos en sectores vulnerables, en otras palabras, viven excluidos habitacionalmente.

Si no somos capaces desde la sociedad civil, empresas y estado de enfrentar la exclusión en nuestras ciudades, lamento informar que los campamentos continuarán aumentando porque la presión oculta y creciente de la exclusión habitacional seguirá liberándose por esta vía. La única estrategia posible es la construcción de una ciudad justa.

Una ciudad cuyos servicios públicos y privados son distribuidos equitativamente, donde la educación, el comercio, la salud o los parques son espacios de cohesión social en vez de segregación. Ciudades con comunidades organizadas y que pueden participar en la propia construcción de la ciudad y sus barrios. Ciudades con la planificación urbana necesaria para resguardar a las familias más vulnerables de no ser arrojadas a la periferia ante el alza en el precio del suelo y el costo de la vivienda como sucede actualmente. Ciudades, finalmente, donde el derecho a una vivienda adecuada esté garantizado y que éste signifique el derecho a la ciudad, sus beneficios y oportunidades, en otras palabras, el derecho a vivir y convivir, no a sobrevivir.

La tarea es titánica, una causa de la cual todos nos vemos beneficiados y donde nadie sobra, pero que exige la voluntad, inteligencia y solidaridad de parte de todos los actores involucrados. En el Chile que nos toca vivir, ese de los 25 mil dólares per capita, nada menos se puede pedir.