“A mis 47 años me llegó la menopausia y con eso, la piel de mi cara comenzó a cambiar. Aunque desde siempre he sido muy ojerosa, empecé a percibir que la zona alrededor de los ojos se me estaba marcando mucho: lucía más oscura y profunda de lo habitual. Como resultado, me veía demacrada. Muy cansada.

En mi intento por buscar soluciones, probé de todo: cremas dermatológicas, secretos de naturaleza, datos caseros; pero nada me quitaba ese pigmento azulado de las ojeras. Hasta que un día, alguien me dio el contacto de una dentista que hacía tratamientos faciales y que tenía un procedimiento que prometía eliminar las ojeras, así que fui.

Cuando me vio la cara, lejos de preocuparse solo por las ojeras, se dedicó a observar cada pliegue de mi rostro. Hasta ese momento, para mí no era problemático tener arrugas y líneas de expresión porque entendía que, cerca de los 50 años, mi piel no podía estar como cuando tenía 20. Lo que me interesaba, en realidad, era solo mejorar el aspecto de las ojeras. Sin embargo, ella me entregó tanta información y me mareó con tanto detalle, que acepté todo lo que me estaba recomendando para ‘mejorar’. Así, no me alcancé a dar cuenta cuando ya me estaba aplicando no solo el producto especial para el tratamiento de las ojeras, sino también bótox y ácido hialurónico en distintas zonas de mi cara.

Fui dos o tres veces a hacerme estos procedimientos y ahí dije no más. Estaba arrepentida. Los primeros días mi cara estaba morada y pasaron muchos meses donde no la podía mover de manera normal. Eso lo noté un día que estaba haciendo ejercicio y al bajar la cabeza con fuerza, sentí que una parte de abajo del labio estaba más tiesa. Al final, me daba miedo sonreír o hacer una mueca porque tenía la boca chueca.

Yo entiendo que muchas personas se sienten bien después de este tipo de procedimientos, pero en mi caso, fue todo lo contrario porque, además, era algo que toda la vida juré que no iba a hacer. Hay tanta publicidad en torno a la belleza femenina y tantos comentarios relacionados a aspectos físicos ‘a mejorar’ que, muchas veces, uno acepta porque está vulnerable. Siendo vieja, hasta ahora, no entiendo por qué decidí intervenirme, especialmente porque tampoco tengo temas con mi edad. De hecho, hubo un tiempo donde me dejé las canas para ir en contra de esa presión social.

Después de haber pasado por esta experiencia, entiendo que, lamentablemente, estos procedimientos pueden volverse adictivos porque hay que repetirlos cada cierto tiempo para que el efecto se mantenga. Te partes pinchando una zona, pero después tienes que seguir con otra y otra. Y quizás no termines nunca. Al final, es un negocio.

Con el paso del tiempo, mis ojeras se pusieron peores. Ya no era solo que estuvieran marcadas, sino que se veían como dos zonas azuladas, una seguida de la otra. Así que fui donde un dermatólogo, le conté mi experiencia y me ofreció otro tratamiento, un poco menos invasivo. Pero al final, no me quise hacer nada. Y es que entendí que el asunto va más por la aceptación de quién uno es. Que es natural que con el tiempo aparezcan arrugas y ojeras, y quién sabe qué más. Creo que debemos aceptar esos cambios y convivir con ellos de manera armoniosa y saludable. No luchar contra ellos y no dañarnos para que ‘no se note’ el paso del tiempo. Eso es lo que uno debe ir aprendiendo: a respetarse y valorarse para no seguir las reglas que se nos imponen”.