Me imagino que más pronto que tarde vendrá una moda en que la poesía de Nicanor Parra pasará a ser objeto de estudios académicos pedantes y lateros, y que ese glorioso y enorme pescado resbaladizo que es la obra poética de Parra, será auscultado por los mistagogos del futuro con intimidantes herramientas de bruñido acero quirúrjico, todo con el probable propósito de despojarla de algunas de sus cualidades esenciales, como el arrojo, la espontaneidad y la picardía.

Evidentemente, el esfuerzo por entronizar científicamente la obra de Parra, para decirlo de algún modo, resultará inútil, pero yo leería con interés, o al menos con curiosidad, excentricidades ensayísticas que llevasen por título "Cuatro axiomas metalingüísticos básicos en las declinaciones de El Cristo de Elqui", o "Alteraciones semióticas en la voz de Discursos de sobremesa". Parra mismo se hubiese reído con el empeño vano de torcerle el alma a su cuerpo poético.

Como sea, persistirá lo que desde hace rato tenemos ante los ojos y al alcance de la mano: un glorioso y enorme pescado resbaladizo, provocador, multivocal y de muerte incierta, que seguirá boqueando con saludable intensidad por los años que vengan. Parra se preocupó mucho de que así fuese, y si bien era capaz de recitar de memoria fragmentos completos de Shakespeare o de explicar teoremas físicos de una complejidad desconcertante, nunca permitió que en su poesía, ni tampoco en su conversación, ondearan los faldones pesados de la solemnidad.

Eso lo comprobé cuando pasé un día entrevistándolo en Las Cruces. En aquel entonces, el antipoeta no permitía que el periodista se valiera de grabadora ni de notas al vuelo, por lo que efectivamente el asunto terminó siendo una conversación, claro que plagada de las artimañas de rigor, o de las pequeñas trampas con que el dueño de casa solía poner a prueba al visitante. Una de ellas consistió en la botella de tinto que había para mí sobre la mesa de la cocina (él no bebió, pero comió con apetito el arrollado y el tomate con ajo dispuestos para el almuerzo).

El vino se llamaba Neruda, en la etiqueta figuraba la esfinge inconfundible del poeta y el mensaje estaba más que claro: el anfitrión podía compartir con su enemigo en la mesa sin manifestar inquietud alguna. Que el producto no fuese de demasiada calidad, o que se agriara con relativa rapidez una vez descorchado, son consideraciones que no fueron tratadas en el momento, por lo que más vale dejarlas en el limbo. Por lo demás, el gesto era un juego, y el juego no tenía por qué tornar a denso.

De los muchos temas abordados, recuerdo con especial simpatía la fascinación que Parra demostró por ciertos trabalenguas ingleses de doble sentido, que, imagino, habrán sonrojado a tanta señorita o señorito victoriano en el pasado. Afortunadamente me sé un par de ellos (gracias Kipling, gracias Durrell) y, tras recitarlos, vi al hombre en la plenitud del gozo de salón: riendo de buena gana y golpeando con sus pesados calamorros el suelo de madera de la casa (el modo que tenía de celebrar alguna ocurrencia meritoria).

Fue ahí que se me re reveló, de cuerpo presente, el tremendo amor que Parra sentía por lo pícaro, esa cualidad que, de tan chilena que llegó a ser en los manuales históricos, pasó de pronto a desaparecer de vista cuando el país optó por la solemnidad. Entre otras cosas, al antipoeta le debemos eso, el no haber olvidado la picardía atávica que él consagró en su poesía. Que avancen entonces los estudiosos del futuro a deconstruir con herramientas intimidantes la obra gruesa del gran pícaro entre nos. El ejercicio, por cierto, más de alguna ironía planteará.