Uno.

Hay gente encapuchada, con pañuelos, con las poleras y los chalecos sobre la nariz. Y no es una protesta. Todavía queda media hora para que cualquier cosa pase en el escenario, pero el show de Paloma Mami tiene olor y tiene color. El olor, potente, es a tierra. Tierra que aparece de todas partes en la ruta al Lotus Stage del Parque O'Higgins, el escenario que este año abrió una nueva zona del recinto para Lollapalooza. Tierra que se convierte en polvo y que da también el color, ese tono sepia que sale en las fotografías que se comparten en redes sociales. La gente dispara los celulares, postea: las imágenes son de filas y, de pronto, no sólo no se puede seguir avanzando, sino tampoco retroceder.

Dos.

Son las 18 horas y la sensación es clarísima: Paloma Mami debió estar en un escenario más grande, quizás en uno de los centrales de Lollapalooza. La conclusión no es musical ni por su espectáculo. De hecho, ni siquiera ha sonado una nota en el escenario. Es una constatación de seguridad mínima, con una asistencia que, a la vista, cuadruplica el espacio natural destinado al Lotus Stage. En los árboles del parque, la gente se encarama. La mayoría son jóvenes, muchísimas con el maquillaje con relieve que parece dominar este año así como antes fueron las coronas de flores. Es una declaración generacional, casi tanto como el simple hecho de que la sensación chilena del momento sea una cantante bilingüe de 19 años que en su minuto decidió no seguir en Rojo pensando que le podía cortar la carrera que quería tener.

Tres.

"Cuidado, cuidado", dice Paloma Mami. Son las 18:08 horas y pasa algo llamativo: el espacio está tan lleno que el show parte casi diez minutos antes de lo establecido. Aunque parezca extraño, el clímax parece haber llegado antes del mismo show: nada más empezar la primera canción hay gente que comienza a irse, o a intentar irse, porque las salidas están bloqueadas y se deben abrir las rutas de emergencia. A las jóvenes se le suman también padres con hijos pequeños, todos incógnitos en medio de la locura, como el diputado UDI Jaime Bellolio, de polera negra y mochila, que levanta en andas a su hijo, intentando lo imposible: que vea algo del escenario que apenas se divisa entre las ramas de los árboles, a la distancia, lejos.

Cuatro.

Son 19 minutos, uno menos que lo anunciado en el itinerario de Lollapalooza, que en su versión para móviles la incluía con un brevísimo espacio que de buenas a primeras se leía apenas como "Pal O…". Es altamente probable que la gran mayoría de los 12 mil espectadores que según la organización llegaron a ver a Paloma Mami haya invertido el doble del tiempo del show sólo en entrar y salir del Lotus Stage. Hay cosas que extrañan, como que, tras todo el esfuerzo y considerando que el espectáculo era cortísimo, la gente haya empezado a salir en masa entre la tercera y la cuarta canción. Y quizás eso es lo más interesante que deja la experiencia: más allá de la música, hay algo pasando, un fenómeno con nuevos códigos, con letras que piden a tipos que den la talla y que gritan a los cuatro vientos que nadie las domina; una artista que, pese a presentarse en tonos sepias, conecta con el cada vez más difícil de leer mundo del presente de formas que muchas otras figuras sólo podrían soñar.