Limitar la libertad creativa y la cultura a que “no sean contrarias a la tradición chilena”. Darle estatus constitucional al rodeo. Modificar el Artículo Primero, amenazando el aborto en tres causales. Excarcelar a los mayores de 75 años, beneficiando a los torturadores y asesinos de Punta Peuco.

Quitar relevancia al estado social y democrático de derecho. Permitir que la ley concesione los hidrocarburos y los bienes de uso público, como playas y plazas. Eliminar cualquier mención a la crisis climática.

Prohibir impuestos al patrimonio y a la primera vivienda, volviendo aun más regresivo nuestro sistema tributario. Constitucionalizar la propiedad de las cotizaciones, bloqueando una reforma tributaria que incluya solidaridad.

Estas son solo algunas de las enmiendas impulsadas por el Partido Republicano en el proceso constituyente.

Es que, mientras la atención se consumía en la corrupción de las fundaciones y la conmemoración del golpe, el Partido Republicano avanzaba en redactar “su” Constitución.

Para ello desmontaron el texto de la comisión designada por el Congreso, que había sido firmado por representantes de todos los sectores, de republicanos a comunistas. Y lo reemplazaron por un proyecto de trinchera, repleto de guiños a su electorado duro y provocaciones a otros segmentos de la sociedad.

Un texto neoliberal, moralizante y autoritario, que cierra espacios para la libertad individual y la solidaridad. La Constitución se convierte así en el programa de gobierno de un partido político.

Una Convención 2.0, sin bailes ni disfraces. De traje y corbata, pero con la misma pulsión excluyente y arrogante que tanto daño le hizo al anterior proceso constituyente.

Cuando esto ocurrió en 2022, las alarmas fueron tempranas y ruidosas. Cinco meses antes del fin del trabajo de la Convención, los “amarillos” irrumpieron pavimentando la campaña del Rechazo. Hubo virales de TikTok y titulares a página completa en los diarios denunciando la presentación de indicaciones simbólicas, aunque ni siquiera tenían los votos para pasar por la comisión.

El clamor de entonces ahora es apenas un murmullo. Los autoproclamados moderados levantan algunas quejas, con escasa repercusión mediática. La iniciativa popular con más firmas (sobre la protección de los animales) fue rechazada, pero eso, que el año pasado fue escándalo de primera plana, ahora pasó colado.

“Si una mayoría pasa máquina a las minorías es tiranía, no es democracia”, decía en 2022 la convencional Marcela Cubillos. En 2023, exige que la derecha imponga su mayoría, sin “pedirle permiso” a “la izquierda y el oficialismo”.

Las estrategia republicana es una mezcla de demagogia y polarización.

Demagogia, al impulsar medidas irresponsables. Claro, a nadie le gusta pagar contribuciones. Pero eliminarlas significa volver aun más regresivo nuestro sistema tributario, además del colapso de los municipios, que perderían casi la mitad de todos sus ingresos.

Por algo, la Asociación Chilena de Municipalidades, alcaldes de derecha como Evelyn Matthei y Germán Codina, y economistas de todos los colores políticos (incluidos dos ministros de Hacienda de Piñera) rechazan tajantemente esta aberración tributaria, que favorece a una minoría en desmedro de la inmensa mayoría de los chilenos.

Y polarización, porque la apuesta es forzar al oficialismo a votar “En Contra” en el plebiscito de diciembre. “Si el Partido Comunista y el Frente Amplio están en contra, es positivo para Chile. Vamos por buen camino”, declaró el líder republicano José Antonio Kast.

Apuestan así a repetir el escenario de 2022: un plebiscito sobre el gobierno. Y una tragedia para Chile, porque obliga a elegir entre un nuevo fracaso, o una Constitución que nos siga dividiendo.

Los republicanos, por cierto, tienen derecho a hacerlo: ganaron la mayoría en las urnas. Tampoco puede exigírsele compromiso con el proceso a un grupo que siempre se opuso a él. En eso, han sido coherentes.

Distinto es el caso de la derecha tradicional.

Ella prometió redactar “una que nos una” si los ciudadanos votaban “Rechazo”. Y está violando ese compromiso. En las comisiones, respaldó las enmiendas de los republicanos, enganchándose como un dócil vagón de cola en la locomotora de la extrema derecha.

Todo, por el miedo a ser catalogados de “derechita cobarde”, como los llama la ultra cada vez que defienden ideas democráticas y moderadas.

Es al revés. Son cobardes cuando, por miedo a la funa de los “patriotas” y al insulto en redes sociales, reniegan de sus principios para sumarse a lo que los republicanos decidan.

Pero esta semana surgió una pequeña luz de esperanza. En el primer pleno del Consejo, se votaba la enmienda que intenta revertir el aborto en tres causales. De aprobarse, “los tribunales van a resolver” si este sigue siendo legal, según el consejero Luis Silva. Que una mujer violada o en riesgo de vida sea criminalizada por abortar, es un retroceso en derechos básicos, que es rechazado por la gran mayoría de los chilenos, y una línea roja para tener una Constitución de consenso.

La enmienda había sido firmada por republicanos y Chile Vamos. Pero en el pleno, cuatro comisionados de derecha se descolgaron y evitaron su aprobación. Hutt, Gallardo, Becker y Eluchans se llevaron el repudio de los extremos (“¡vergüenza!”, acusaron), pero abrieron una rendija de esperanza. Un espacio para derribar las normas más extremas (también pasó con los presos y el rodeo), y rescatar un proyecto de Constitución aceptable para todos los sectores.

Por ahora es sólo eso. Una estrecha rendija, un precario hilo de luz.

Una última esperanza de tener una Constitución de todas y todos. Una que, como tan efusivamente nos prometieron, en verdad “nos una”.