Es muy probable que en 1987, cuando estrenó Wall Street, Oliver Stone nunca imaginara lo que vino después. "La codicia es buena" pasaría a ser un mantra para toda una generación.  Veintitrés años después, Stone vuelve a la carga. Estamos en el año 2001 y Gekko abandona la prisión con sus mínimas pertenencias, entre las que se cuenta un celular salido del museo jurásico y de una época que ya quedó muy, muy atrás.

Instalados de un salto en el año 2008, justo antes del desplome económico mundial, Gekko se ha vuelto un best seller que imparte charlas a jóvenes con tantas ganas de triunfar como espinillas tienen en la cara. Entre ellos está Jake Moore (Shia Lebouf), un chico nada de tonto que ya ha ganado su primer millón y está de novio con la hija de Gekko, Winnie. El joven representa a las aves de presa del nuevo milenio, ya que está a la caza de dinero pero también preocupado de la salud del planeta y de la fidelidad a su prometida. No contento con ser un tipo que toda niña bien ya se quisiera, busca venganza por la muerte de su mentor, Louis Zabel (Frank Langella), quien se suicidó debido al desplome financiero y a las actividades bursátiles del inescrupuloso Bretton James (Josh Brolin). Las cartas caen de manera fácil y a no mucho andar, ambos están trabajando juntos. Si el joven quiere venganza,  Gekko busca recuperar el cariño de la hija y su redención.

Si se busca con paciencia, en algún lugar de esta cinta podría haber hasta una gran película. Hay mucho -demasiado- material. El problema es justamente el exceso de carga que Stone le ha impuesto a su obra. Con personajes que nunca se arman del todo, con una música que nunca se calla y un montaje que nunca se estabiliza, porque siempre desconfía de lo lo que ocurre en pantalla, Wall Street 2 no logra venderse. Se estanca y pareciera a ratos tener alergia a los temas que pone en la palestra: porque los plantea y enseguida los olvida. Como melodrama de media tarde, se alarga más de la cuenta y tiene un final lamentable que claramente fue pensado en la aprobación de la audiencia.

Así y todo, lo que redime el asunto es Michael Douglas. Cada vez que aparece hipnotiza y logra una vez más lo imposible: hacernos empatizar con un tipo moralmente repelente, cínico y egoísta. Sin él la cinta podría ser infumable, pero gracias a él se vuelve aceptable. Hay que verla entonces por Douglas, no por Oliver Stone.