De acuerdo con diversos sondeos, la salud es hoy una de las principales preocupaciones de los chilenos y no son pocos quienes creen que es ahí donde los próximos gobiernos debieran priorizar sus esfuerzos. Entre los principales desafíos está la formación de personal que repercute en el costo y en la calidad de los servicios médicos. Según cifras de la OCDE, Chile tiene un número de facultativos por cada mil habitantes significativamente menor al que presentan los países de dicho organismo, situación que se agrava si se considera a los médicos especialistas. Lamentablemente, es poco probable que esta situación se revierta en el corto plazo, ya que el número de médicos que se gradúa anualmente parece ser bajo para cumplir con los requerimientos que tiene el país. En este contexto, no es de extrañar la cantidad de médicos extranjeros que llegan a Chile.

A la luz de lo anterior no se comprende por qué el Ministerio de Salud decidió dar prioridad a las universidades que adscribieron al sistema de gratuidad para acceder a los cupos disponibles en los hospitales y centros de salud estatales para su uso como campus clínicos, necesarios para la formación de distintos especialistas de la salud. Una decisión de este tipo limita las posibilidades de instituciones que legítimamente decidieron no unirse a la gratuidad y que suman cerca del 70% del total de vacantes disponibles en el área salud. Habrá quienes argumenten que este es un problema de las instituciones de educación superior y que ellas debieran contar, por ejemplo, con hospitales universitarios propios donde realizar esas labores. Sin embargo, salvo algunas excepciones, esa no es la realidad de nuestro país y difícilmente cambie en el mediano plazo. Ello requeriría de grandes inversiones que no son incentivadas por la política de gratuidad ni por la forma en que se distribuyen actualmente los recursos para educación superior. Otros dirán que el Estado, como dueño de los hospitales y centros de salud públicos, puede decidir a quién entrega los cupos disponibles. Si ese fuese el caso, se debiera privilegiar la calidad de las instituciones formadoras y no si se adhiere a una política pública voluntaria y cuya participación se decide anualmente.

Por otro lado, llama la atención que el proyecto de reforma a la educación superior que se discute en el Congreso incorpore la acreditación obligatoria de una serie de carreras que hasta ahora la ley no contemplaba, tales como dentista, enfermero, matrón, kinesiólogo, nutricionista y tecnólogo médico, entre otras, lo que aumenta las barreras para que las instituciones ofrezcan este tipo de estudios. Es evidente que la autoridad debe cautelar la calidad de los profesionales de la salud, pero debe hacerlo buscando un apropiado equilibrio entre dicha garantía y la necesaria disponibilidad de personal médico.

Las incertezas que generan estos cambios únicamente hacen más difícil que las instituciones de educación superior puedan planificar adecuadamente su oferta académica en el área de la salud, de modo de alcanzar un número de profesionales acorde con las necesidades del país.