Enrique del Campo: "Tengo el 30 por ciento de mi corazón muerto"

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#CosasDeLaVida: "No hacía deporte, me había separado y no compartía mucho con mis hijos. Vivía constantemente estresado. Además, fumaba dos cajetillas diarias y comía chatarra casi todos los días".




Este mes son 20 años desde que me pasó. Fue en septiembre de 1992, cuando tenía 43 años y trabajaba en el área comercial de una empresa de TV cable. En esa época se comenzó a vivir el auge de la fibra óptica, por lo que tenía mucho trabajo, casi todos los días de la semana, las 24 horas.

No hacía deporte, me había separado y no compartía mucho con mis hijos. Vivía constantemente estresado. Además, fumaba dos cajetillas diarias y mi oficina quedaba frente al Apumanque, por lo que comía chatarra casi todos los días. Un par de veces me tomé unos días de vacaciones para irme a la playa con mis hijos y ahora que lo pienso, fue lo único racional que hice en esa época.

No recuerdo en qué fecha fue, pero sí sé que fue un lunes, saliendo del trabajo. Había vuelto de almorzar, me sentía extraño, y hasta regalé mi cajetilla de cigarros, cosa que nunca hubiese hecho en una situación normal. Cerca de las cuatro de la tarde sentía como si estuviera en las nubes. Se me iba la onda, probablemente porque no me estaba llegando sangre a mi cerebro.

Nunca pensé que estaba sufriendo un infarto. Cuando la gente habla de infartos, cree que son como los ataques cardíacos que suceden de un momento a otro, en cambio, estos toman tiempo porque se tapan las arterias y el corazón comienza a sufrir porque no le llega sangre ni oxígeno, lo que produce un cambio en todo tu cuerpo.

Al salir del trabajo fui a la casa de mi mamá a ver cómo estaba. En el camino se me apretaba la garganta, al igual como cuando uno se emociona. Recién en ese momento le puse atención a lo que me estaba pasando y pensé que podía ser algo grave. Recordé que mi abuela materna había muerto de un infarto, al igual que mi padre, quien falleció en mis brazos mientras lo atendían.

Mi mamá me vio mal, así que le pidió a mi hermano, de casualidad en la casa, que hiciera algo. Él es bombero y paramédico. Revisó mis pupilas y pulsaciones y llamó a la Unidad Coronaria Móvil. Mientras venían en camino, salió a la terraza a hablar por teléfono y oí cómo discutía con el Hospital Clínico de la Universidad Católica. "Lo siento, pero necesito el box uno. Ni el presidente ni el cardenal han tenido problemas de salud, por lo tanto está desocupado", escuché. Por su trabajo como bombero, sabía que me podían llevar a ese lugar y box.

En 15 minutos llegaron cuatro ambulancias. Yo estaba con un fuerte dolor en el pecho, era como tener una pata de elefante sobre el cuerpo. Me sacaron de la casa sentado para que irrigara sangre por mi cuerpo. Nunca perdí la conciencia y ver las ambulancias, las luces y todo el show me dio tranquilidad, me hizo sentir protegido y acogido.

Nos demoramos 13 minutos desde la casa, en Príncipe de Gales en La Reina, hasta el Hospital Clínico de la Universidad Católica en el centro, un día lunes a las siete de la tarde. Al llegar cuatro personas estaban sobre mí, todos haciendo distintas cosas. Un doctor me diagnosticó un infarto agudo al miocardio (IAM) extenso, que daña gravemente las zonas del corazón que no recibieron sangre por las arterias tapadas, dejándolas muertas. En mi caso, un 30 por ciento.

Para salvarme me metieron un catéter por la arteria femoral, más gruesa y que llega directo al corazón. Usaron un stent, una malla que expande las arterias tapadas para poder retomar el flujo de sangre. Estuve dos meses internado y pagué 190 mil pesos diarios por cada noche en la UTI. Pero descansé mucho, cerraba los ojos y olvidaba el estrés previo.

El infarto me dejó secuelas inmediatas, tuve que aprender a caminar. La primera vez que volví a hacerlo me demoré media hora en recorrer un pasillo de 15 metros. No podía mover mis piernas y respirar al mismo tiempo. Sufrí por mucho tiempo episodios de apnea y las máquinas del hospital avisaban cuando dejaba de respirar.

Al salir de la clínica el doctor dijo que tuve suerte. La mayoría de las personas infartadas están una semana internadas y después se van a sus casas o a la morgue. También me recalcó que mi vida no volvería a ser la misma.

Me pidió que hiciera 20 minutos diarios de bicicleta estática, que me cansara al máximo para entrenar mi corazón y tratar de volver a tener una vida normal. En vez de una estática, comencé a salir por Américo Vespucio, en esa época donde no había autopista. Las primeras veces me tenía que devolver caminando con la bicicleta porque no aguantaba nada. Después, mi hijo me acompañaba e íbamos al sector de la Pirámide. A partir de 2002 empecé a recorrer tramos largos.

Un día, mi hijo me contó que en las redes sociales había un grupo llamado Cipreses que se reunía cada 15 días para subir cerros. Salí con ellos y me di cuenta de que andar en bicicleta por la montaña me permitía hacer cosas que nunca antes había hecho y que estaban más allá de mis límites.

Hoy tengo 63 años y una de mis grandes hazañas es haber llegado en bicicleta al Cristo Redentor. Los doctores no se explican cómo puedo resistirlo, pero creen que se debe a que desde pequeño viví muchos años a más de tres mil metros en Chuquicamata. Se supone que tengo que cambiar la malla que tengo en mis arterias cada diez años, pero como llevo una vida sana, en estas dos décadas no ha sido necesario. Hoy disfruto todos los días porque siento que le doblé la mano al destino.

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