Jean-Luc Godard, el último maestro de la Nueva Ola Francesa

El jueves se estrena en Chile Adiós al lenguaje, la última película del más radical y único sobreviviente de la Nouvelle Vague.




Provocar, desafiar, descolocar, estimular y, antes de eso, generar expectativas que cortan la respiración y activan las devociones. Casi medio siglo después de declarar la muerte del cine en Weekend, Jean-Luc Godard (París, 1930) es todavía un sello cultural, una marca de prestigio y la promesa de un cine a contrapelo, con avenidas distintivas y laberintos endiablados: un lugar para descubrir, para elaborar y eventualmente para perderse, sin que eso sea un problema (si no es todo lo contrario).

La aparición local del último Godard, Adiós al lenguaje (fotos a la derecha), autoriza estas consideraciones, junto con un acuso de recibo: JLG, como también se le conoce, vive y colea. Y cada regreso suyo es un pequeño fenómeno en medios especializados y de los otros, normalmente acompañado de algún gesto o guiño de alcances político-culturales, incluso por ausencia (como cuando rechazó a la distancia el Oscar honorífico que le quisieron entregar para la ceremonia de 2011).

Esta vez Godard volvió con otro ensayo audiovisual, que ha sido su gran vía expresiva en el nuevo milenio (Nuestra música, Film socialisme). Eso sí, por primera vez se valió del 3D, lo que en sí mismo tuvo características de acontecimiento, más aún tratándose de una película hecha de retazos, de hallazgos y cortocircuitos, que se rodó con seis cámaras, incluidas la de un celular y una Go-Pro.

En EEUU el reconocido crítico e historiador del cine David Bordwell, "godardólatra" confeso, escribió que se trata de la mejor película con la que se había topado en 2014 y la mejor obra en 3D que jamás haya visto. Al otro lado del Atlántico, el coro general fue de alabanzas, que se sumaron al Premio del Jurado en Cannes. Si bien la revista francesa L'Express habló juguetonamente de un Godard "sin aliento" y poco lúcido, por el lado de Le Monde celebraron este "testamento con el cual Godard lega su obra al mundo", mientras los Cahiers du Cinéma, que la instalarían como segundo mejor filme del año, no se ahorraron elogios: "Una ceremonia palpitante que procura la misma excitación que el más transpirado de los conciertos de rock y el mismo misterio que la primera lectura de algún poeta que nos sigue acechando".

En medio de todo, se generó la vieja observación sobre la aceptación eventualmente acrítica de la obra godardiana. A este respecto, un crítico cercano al cineasta, Alain Bergala, acusó: "Todo el mundo dijo, Godard es viejo y es genial. Pero es cansador no haber leído una sola idea sobre la película. Antes, por lo menos, Godard tenía enemigos. Ahora todos lo aman, incluso los que lo odiaban. Ahora resulta que es la autoridad suprema. Y eso no está bien y no le hace bien a Godard, porque a él mismo le gustaría que hablaran realmente de las películas".

Pensar con las imágenes

Godardiano que vio la película en París, y no por casualidad, el crítico chileno Christian Ramírez cuenta que los lentes 3D que se repartían en la función a la que asistió, debían compartirse en el múltiplex con los espectadores de Al filo del mañana, la superproducción con Tom Cruise. Una vez en sala, agrega, "hay una serie de recursos a los que se echan mano y que son imperceptibles en 2D. La estereoscopía del 3D, que es muy importante para el relato, no tiene sentido de otra manera".

Para tristeza de varios, la versión 3D no llegó a estos pagos. Roser Fort, de la distribuidora Gitano Films, dice que ofrecieron la película a las multisalas, pero que éstas no se entusiasmaron. "Esta es un película comprada en verde apostando por la calidad del autor y por su resultado", afirma. El rechazo del circuido comercial, agrega, "contrasta con el éxito que la misma cinta tuvo en las multisalas argentinas, con 14 pantallas exhibiendo la película y seis de ellas en 3D". De ahí que el filme llegue hoy, amén de atrasado, exclusivamente al Cine Arte Alameda.

"Es una película difícil, aunque todas las películas de Godard lo son cuando se las ve por primera vez", comenta por su parte Bergala.  "La he visto tres veces, e incluso después de la tercera no estoy seguro de haberla asimilado todo. Pero ya ocurrirá". Con Godard, en efecto, puede pasar que el espectador no iniciado se sienta un poco tonto o ignorante por no encontrar un hilo en el relato, por no saber lo que pasa, por no captar las referencias culturales. O bien que deje la sala a poco andar, añorando una película normal y corriente.

Pero también puede pasar que, iniciado o no, comulgue con un espíritu de curiosidad y de vanguardia, de pensar con las imágenes, que está en la médula de la propuesta godardiana. Que de buena gana acepte y hasta espere ser sorprendido por imágenes que parecerían no dialogar entre sí ni llevar a un puerto seguro, pero que lo encaminan hacia una suerte de misterio gozoso.

Fiel a su política de sumergirse en su tiempo, así como de intervenir las imágenes con textos y comentarios sentenciosos, la película incorpora voces que llaman a la sociedad a hacer la guerra al Estado o que denuncian que "hoy, todos tienen miedo". Ahora, en lo que toca al sentido de su propio título, elabora un discurso que recuerda el "desaprendizaje" que pregonaba JLG a principios de los 70, su época más radical: en la medida que nos desprendamos de la racionalidad que nos inocularon desde niños, y del lenguaje que la sistematiza, iremos en la dirección correcta. En ese espíritu, con frecuencia asoma en la película un perro, en quien podría materializarse una nueva conciencia. Una nueva forma de ver las cosas del mundo.

Como ya en los 60 o cuando, años después, navegó por las aguas del video arte, Godard deconstruye y recompone. Desanda el viejo camino de la narrativa, proponiendo una reorganización de las imágenes y proveyendo roles siempre cambiantes para el sonido, sin abandonar el tributo al cine de antaño, al Hollywood que amó en sus tiempos de crítico. Y sin renunciar, por último, al espíritu juguetón que lo lleva a combinar palabras que generen un efecto: dos veces a lo largo de la película, por ejemplo, se escucha la combinación "Abracadabra, Mao Tse-Tung, Che Guevara".

Tras la reciente muerte de Jacques Rivette -y las de Truffaut, Rohmer y Chabrol-, Godard es el último sobreviviente de la Nouvelle Vague, la "nueva ola" de realizadores que siendo jóvenes críticos le habían dado duro al cine francés "de calidad", y que como cineastas refrescaron el panorama internacional del celuloide (aun si JLG sería reconocido como el "moderno": quien más hizo por correr los cercos del lenguaje fílmico). Y su regreso no sólo se ha concretado en filmes.

En 2010, el crítico e historiador Antoine de Baecque publicó la primera biografía en lengua francesa del cineasta. Este último no colaboró con la obra y por ahí le dio una "repasada", como también lo hicieron el biógrafo Colin MacCabe y el intelectual mediático Bernard-Henri Lévy. Pero el libro tuvo entre otros méritos el de bajar al hombre del pedestal, y el de ampliar la perspectiva: junto al talento que asombró al mundo con algunas de las mejores películas de la historia (Sin aliento, Vivir su vida, Masculino femenino), asoma el geniecillo inestable y amigo de lo ajeno, que un buen día dejó la redacción de Cahiers du Cinéma tras robarse el contenido de la caja chica. Que el 68 denunció a sus colegas y a sí mismo por no filmar a obreros y estudiantes; que acometió más de un intento de suicidio y que alguna vez figuró llorando en medio de un set de rodaje, abrazado a un oso de peluche.

No sin razón, godardistas y godarditos (los "hijos" de JLG que siguen egresando de las escuelas de cine) estimarán que lo que queda de un artista es su obra y que lo demás se lo lleva el viento. A partir del próximo jueves, habrá nueva evidencia para someter a escrutinio.

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