¿Qué puede significar el emplazamiento de Frei a votar por él en aras de la supervivencia de la Concertación? ¿Una arenga? ¿Un llamado al orden? ¿Una voz de alarma ante peligros inminentes? Ni lo uno ni lo otro, sino todo lo contrario, diría García Canclini, en este caso para evocar las dificultades de la Concertación.

Convengamos que estas dificultades se arrastran desde hace tiempo, y poco tienen que ver con las actuaciones del líder. Más allá de la erosión de la coalición que es provocada por el ejercicio ininterrumpido del poder, buena parte de sus problemas se origina en la renuncia de todos los partidos a renovar la Concertación y a sí mismos. Es sorprendente constatar la pobreza programática de los cuatro partidos, delegando en su candidato lo que debiese haber sido el fruto de un ejercicio de soberanía colectiva. En plena campaña presidencial, es difícil pensar que ello se pueda lograr en un contexto de urgencias electorales.

Durante años, los partidos de la Concertación eludieron sus indefiniciones generando su propia oposición parlamentaria, descolocando al adversario natural de derecha, para enseguida producir las condiciones electorales de cohesión ante la inminencia de una elección. Más que una estrategia deliberada, la Concertación fue duraderamente robusta para convivir sin dramas ni tragedias con sectores por un tiempo disidentes. Sin embargo, todo indica que esta fórmula dejó de ser eficiente para enfrentar elecciones competitivas. En efecto, aquella oposición interna a la Concertación derivó en fuente de amenaza, sin que haya sido posible conciliar proyectos y ambiciones particulares de origen parlamentario a escala de cada uno de los partidos, y aún menos de la coalición.

Lo anterior cubre con un manto de dudas la pertinencia de un diseño de campaña que apuesta a los atributos individuales del candidato Eduardo Frei, en desmedro de una oferta programática novedosa, democratizadora y apegada a un balance histórico de cuatro gobiernos. Parece evidente constatar que la candidatura de Marco Enríquez-Ominami se impone holgadamente en atributos tan valorados por estos días como los del recambio y la novedad, lo que debiese bastar para convencerse de no seguir apostando exclusivamente a virtudes fundadas en la experiencia de un liderazgo probado. Si alguna duda cabe, es evidente que incluso Sebastian Piñera fue desposeído del mensaje del cambio, el que dista mucho de ser  convincente.

¿Qué alternativas quedan? Fundamentalmente dos. La primera consiste en ensayar un programa de tipo "menú", esto es una oferta de medidas y recetas eventualmente atractivas, pero carentes de sentido colectivo, al no estar amparadas por un proyecto histórico: por ejemplo, de corte socialdemócrata, a la chilena, proyectando lo obrado y gobernado en clave de welfare state, por muy pequeño que éste pueda ser.

La segunda opción es la de un candidato que dibuja los grandes lineamientos de una idea de proyecto a medida que difunde su oferta programática, en sintonía con el cultivo de sus atributos de experiencia. Si bien esta segunda opción es riesgosa desde el punto de vista de la coherencia entre un proyecto en construcción y la inmediatez del programa, parece audaz asentar el liderazgo del candidato en una lógica de proceso, en el que se conjugan significados de largo plazo con expresiones tangibles en la coyuntura corta del programa.

Contrariando todas las apariencias, esta campaña dejó de fundarse en los atributos individuales de los candidatos.