OBAMA NUNCA ha ocultado que fumaba marihuana e incluso que, en algún momento, probó la cocaína. El ex Presidente Bill Clinton, por su parte, confesó que había fumado dos o tres veces marihuana, pero que no la inhaló. Esta información, en el caso de un presidente, podría dañar la eficacia de su política de lucha contra las drogas y, en el caso de un candidato, tener consecuencias electorales.

En este contexto, no es novedosa la revelación del senador Fulvio Rossi sobre su hábito de fumar marihuana dos o tres veces por mes. Más aún, resulta valorable que exponga su vida privada ante los ciudadanos. Tal vez piensa que sus dichos, en una entrevista seria, no afectarán su vida política o que su causa vale un sacrificio electoral, algo difícil por lo distante de la fecha. En todo caso, es válido preguntarse si habría transparentado este aspecto de su vida privada si estuviera dedicado al ejercicio de la medicina, donde este mismo asunto podría afectar la confianza de sus pacientes o si hubiera sabido la repercusión que tendría por la hebra farandulera.

De ahí  que parece interesante reflexionar acerca de la relación entre vida privada y vida pública en la actividad política. Es normal, y casi un deber, que los electores queramos contar con toda la información posible que, respetando su intimidad, sea de interés para evaluar a un político, y según eso decidir nuestro voto. Incluso, hay quienes sostienen que lo único verdaderamente importante de los políticos es su vida privada.

Lo quieran o no, los parlamentarios tienen dos tareas esenciales e inevitables: por una parte, aprobar leyes que rigen la marcha de la sociedad; y por otra, ser fuente de costumbres cívicas mediante su conducta y ejemplo. Las leyes llevan aparejadas sanciones en caso de incumplimiento; las costumbres, en  cambio, mueven a los ciudadanos -sin necesidad de castigos-, de una manera más profunda y duradera.

De ahí  que el ejemplo de los personajes públicos, por su liderazgo y preponderancia en la sociedad resulta una exigencia ineludible. Los ejemplos públicos tienen gran influencia social. Los políticos son ejemplo positivo o negativo, y como tales, comunican modelos de comportamiento, delimitan el ámbito de lo permitido y no permitido, promueven costumbres. Lo anterior, mucho más en la actualidad, con su omnipresencia en los medios de comunicación, donde su imagen es reiterada y dotada de un capital simbólico que acrecienta su capacidad de persuasión social. Esto explica que es legítimo exigirles más a los políticos, sobre todo con respecto a la observancia estricta del ordenamiento jurídico. Aspecto, este último, contiguo a los dichos del senador Rossi que, al parecer, él no consideró en los efectos de su confesión, como es la adquisición de la marihuana.

Al igual que en el caso de un médico, los ciudadanos le confían una función fundamental a los políticos, y lo debieran hacer en la medida en que éstos sean fiables. Para juzgar si un político es digno de confianza, no basta con que sea buen orador y salga mucho en televisión; se debe extender al conjunto de su persona, ya que finalmente va a regir sobre nuestra vida, libertad, derechos, deberes e, incluso, sobre nuestro dinero. Algo explica que la confianza actual esté por los suelos.