En las paredes están los recuerdos, fotos de otro tiempo, otra vida: Alejandro y Cossete. Las imágenes bajan por las escaleras —una playa turquesa y ellos abrazados; un viaje en el que fueron felices; la noche en que se casaron en Lima— como un camino que llega hasta el primer piso y entra en el living de la casa. Cossete está en su habitación y prefiere quedarse allí; Alejandro ya no existe. La casa es blanca y grande, y en el living, sentada en un sillón verde, está ella, Alessia.

Tiene puesta una blusa negra y unos zapatos lila adornados con una flor. Los rulos negros caen sobre su rostro pálido. Lleva una pulsera de brillantes que le regaló su esposa, y una cadenita en el cuello con su nombre. De todas las batallas, nunca pensó que le costaría tanto esa: encontrar, a sus 35 años, un nombre que fuera suyo y de nadie más.

Una tarde de abril del año pasado, su mujer se lo dijo:

—Te deberías llamas Alessia.

Ella se puso a llorar. Aunque tuvo que sobrellevar todo un año más yendo a su trabajo vestida de hombre, esa tarde nació Alessia y murió Alejandro Injoque. Entonces decidió escribirle una carta como despedida, sus últimas palabras a la persona que había sido. Ahora la tiene sobre su falda, y no es capaz de leerla sin quebrarse. Lo hace lentamente.

—Te quiero mucho, Ale, tú dabas la cara al mundo cuando yo moría de miedo de existir —lee Alessia, y tiene que detenerse—. No sé qué irá a ser de mí, no sé si lograré todo lo que hubieras logrado…

Esa carta, que escribió en octubre del año pasado, fue como un ritual para enfrentarse a lo que debía hacer: convertirse en la primera persona con un cargo de jefatura en vivir una transición de género adentro de una empresa chilena. Llevaba trabajando en Cencosud desde 2010, y su cargo era jefa funcional SAP, una especie de arquitecta de los sistemas de la empresa. En su trabajo tenía que lidiar con decenas de clientes del holding, y realizar la modernización de sus procesos. A su cargo tenía un equipo de cinco personas, todos hombres, y no estaba segura de que ellos, ni sus clientes, ni sus propios jefes fueran a entender que, en vez de Alejandro, un día sería Alessia.

Llevaba más de un año viviendo como ella en su casa, y como él en su trabajo. A su esposa le costaba aceptarlo, pero el amor los mantenía juntos. De novios, ella le había confesado que, a veces, necesitaba vestirse de mujer para sentirse bien, y ella había aprendido a quererlo así. Pero las cosas, en el último tiempo, se habían vuelto más complejas. Alejandro sufría cada vez más al vestirse de hombre para ir a trabajar; su apariencia era cada vez más femenina. Una noche, después de tres décadas sin atreverse a aceptarlo, fue capaz de decir las palabras: Tal vez soy transgénero.