Cuando uno piensa que en el parque Shinjuku, en el centro de Tokio, ya nada más puede sorprender, aparece ella. De pronto, sin aviso, entre las flores de un gran cerezo, emerge esta mujer de kimono rosa. Caminando erguida y con pasitos cortos. Con la sonrisa perfecta. Con el pelo tomado en un moño sobre su nuca. Con una carterita blanca agarrada firme con sus dos manos. Elegantemente muy discreta.

Esta japonesa, que dijo llamarse Akiko y que luego no pronunció ni una sola palabra más, está de fiesta. Por eso se vistió de manera tradicional. Pero no celebra un cumpleaños, ni un aniversario de matrimonio, ni una graduación universitaria. Akiko está de fiesta porque es sakura en Japón. Porque los cerezos por fin florecieron y este país es pura felicidad.

Akiko, amable pero silenciosa, lo celebra sacándose fotos frente al cerezo más hermoso del parque.

La miro en medio de las flores rosadas, fundiéndose con ellas, y me la imagino en una novela de Kawabata.

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Sakura, o el florecimiento de los cerezos, es uno de los eventos más esperados en Japón. Aquí se preparan durante mucho tiempo para disfrutarlo y, a medida que se acerca, los noticieros dedican secciones completas a cómo y cuándo verlo. Hay rankings de ciudades y lugares donde ver mejor el espectáculo. Un país entero funcionando en torno a las flores.

No sólo es popular en Japón. El sakura es uno de los acontecimientos más aconsejados por las guías turísticas de todo el mundo. Lo califican de imperdible, de obligación, dicen que un buen viajero debe verlo al menos una vez en su vida. Y tienen razón.

Sakura se produce sólo una vez al año y la perfección de esas flores tan esperadas dura apenas unos días. Es una maravilla con tiempo limitado. Es entonces un viaje que hay que programar con tiempo y con los ojos puestos desde meses antes en el pronóstico del clima. Porque si la temperatura es unos grados más alta o más baja que el año anterior, si hay un cambio en la dirección del viento o en la intensidad de las lluvias, los días de sakura se desplazan hacia adelante o hacia atrás en el calendario.

Este año, por ejemplo, el peak del sakura en la capital japonesa fue durante esta primera semana de abril. Un par de días antes que el promedio de los últimos abriles. Como siempre, en el sur de Japón comienza antes. Y a medida que se avanza hacia el norte del país, el sakura es más tardío. En Sapporo, en el extremo más septentrional de la isla, el momento más álgido del sakura no será hasta la primera semana de mayo. Cuando ya en el resto de Japón sea sólo un recuerdo.

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Llueve en el parque Shinjuku.

Una lluvia fina, que apenas moja. Pero los japoneses que ese jueves en la tarde están contemplando los cerezos, se meten bajo sus paraguas. Lo increíble es que no dejan de sacar y sacarse fotos. Y uno termina siendo testigo de hombres y mujeres haciendo contorsiones increíbles bajo un paraguas -a veces sujetándolo sólo entre el mentón y el cuello, a veces bajo una axila- para tener las manos libres y apretar el obturador.

No fotografiar un cerezo en flor, en estos días de abril, es no compartir la fiesta.

Algunos, los menos, los más osados, optan por dejar sus paraguas a un lado y se sientan sobre plásticos que ponen sobre el pasto húmedo. Así contemplan las flores de los miles de cerezos que hay en este parque, que van del blanco al fucsia. Una mujer, que no se desconcentra ni siquiera para decir su nombre, pinta con acuarela los tres cerezos que tiene en frente. Poco más allá, otra escribe en una libreta pequeña de hojas albas.

El paisaje, a ratos, es una perfecta pintura. Pocos sitios en Tokio deben tener la calma y la paz del parque Shinjuku para mirar el sakura. Como si jamás se desprendiera del todo de su ilustre pasado de jardín imperial.

La gente observa en silencio, no se permite el ingreso del alcohol y el espacio es tan enorme, que uno puede realizar su propio hanami -así se le llama al acto preciso de observar el sakura- sin toparse con otros en el camino. Sólo pasto, senderos angostos, cerezos cargados de flores y, a lo lejos, el skyline de esta ciudad llena de edificios.

Y tiene otra gracia más. Como me lo dio a entender un guardia del parque, primero en un inglés tropezado y luego a pura mímica, aquí hay docenas de variedades diferentes de cerezos, con distintos tiempos de floración. Por eso, el hanami es más largo que en otros sitios de Tokio. Cuando explica esto, el guardia, que dijo llamarse Takumi, levanta los brazos como un campeón que recibe el oro en un podio.

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En Japón, la flor del cerezo no es sólo un asunto botánico o fotográfico.

En Japón, la flor del cerezo es sobre todo una metáfora de lo efímera que es la vida. Sí, porque la fugacidad de esta flor -con un apogeo de tan pocos días-, su belleza exquisita y su volatilidad es asociada en esta cultura con vivir y morir, con lo frágil y breve de ese tránsito por el mundo.

Lejos de deprimirse por eso, como seguramente lo haría un occidental, los japoneses lo aceptan como un destino inexorable. Y lo celebran.

Por eso el sakura es un tema favorito en el arte. Lo pintan, lo cantan, lo dibujan en sus aviones de combate, lo escriben en breves e inspirados haikús. Por eso, los cerezos rodean templos, jardines y castillos. Por eso, muchas escuelas e instituciones públicas eligen este árbol a su alrededor, a la espera de sus flores fugaces una vez al año.

Ya hay registros del hanami en el siglo VIII. En un comienzo era una actividad de la que sólo participaba la elite de la corte del emperador, pero con el tiempo se fue haciendo una fiesta popular. El hanami se empezó a celebrar con la familia y los amigos bajo los cerezos en flor, comiendo platos típicos y bebiendo sake, ese licor japonés de arroz con gusto demasiado intenso.

Ese espíritu festivo, casi desbordado en una cultura donde manda la contención, es poco notorio en el parque Shijuku; o al menos se vive de manera contemplativa. En modo zen.

Lo contrario ocurre en el parque Ueno, hacia el norte de Tokio.

Allí, en uno de los parques más grandes de la ciudad, todos se desinhiben. Todos disfrutan su minuto de confianza.

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Un picnic bajo los árboles en el parque Ueno de Tokio.

Un picnic bajo los árboles en el parque Ueno de Tokio.[/caption]

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Doce tokiotas están sentados en círculo sobre un trozo de plástico azul. Todos están descalzos. Sobre pequeñas mesas plegables tienen todo lo necesario para animar la fiesta: sushi, sukonbu, vegetales en tempura, umaibo, croquetas de arroz y semillas, mucha cerveza, abundante sake. Así se celebra hanami en el parque Ueno.

Uno de los hombres, que dijo llamarse Daichi, invita a sentarme con ellos. Todo el grupo grita y me llama con la mano. Me saco los zapatos, me siento con las piernas cruzadas hacia adelante -imitando a Daichi- y sobre la mano me ponen un vaso con cerveza.

Me sirven dos trozos generosos de roll, que aquí no llevan jamás palta ni queso crema. Sobre mi plato mandan el arroz, el pescado, las algas. Porque no hay que confundirse: la osadía nipona, aunque estemos en sakura, nunca llega a vulnerar las tradiciones.

Al lado, también bajo un cerezo bien florido -hay más de mil en este parque inmenso-, otro grupo de japoneses sobre un trozo de plástico naranja está aún más animado. Improvisan un karaoke -una de las actividades más populares en Japón cuando hay tiempo libre- y dos parejas se animan a salir a bailar. Se mueven con pasos desbordados de energía y cero ritmo.

Me lo habían advertido y es cierto: en tiempos del sakura, a los japoneses les entra al cuerpo una clase de irrefrenable euforia.

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A la salida del parque Ueno hay un cerezo que no es demasiado grande, pero sus ramas casi se vienen abajo con tantas flores. Son perfectas, todas rosadas.

Las japoneses hacen fila para fotografiarse allí.

Una mujer, que dice llamarse Hekima, está con sus dos hijos pequeños. Todos usan kimono. Al momento de sacarse la foto, el niño mayor, contagiado por el ambiente distendido y desordenado que lo rodea, hace el signo de la paz con una mano, cierra un ojo y saca la lengua. Su madre, que en otras circunstancias no habría aceptado ese desliz, ni siquiera lo reprende.

Los veo alejarse en medio de la masa ruidosa. Perderse en medio de los japoneses en su fiesta estrepitosa.

Entonces, como alguien que se aferra a un tablón en medio de la tempestad, me acuerdo de Akiko y de su hanami tranquilo.

Más tarde, un amigo japonés me dirá que Akiko significa mujer que brilla con luz propia.

Qué nombre tan acertado para la silenciosa dama del kimono rosa en el parque Shinjuku.

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La mujer del parque Shinjuku.

La mujer del parque Shinjuku.[/caption]

DATOS PRÁCTICOS

*Para preparar un viaje a Tokio durante el sakura no sólo hay que mirar el reporte del tiempo. También la oferta de alojamiento. Se acaba rápido. En esta fecha, a la capital llegan muchos turistas extranjeros y muchos japoneses de otras ciudades.

*El parque Shinjuku es uno de los sitios más famosos para ver el sakura en Tokio. Está a 10 minutos caminando de la estación Shinjuku, de la línea Yamanote. Entrada: 200 yenes (unos $1.200).

*El parque Ueno está a pasos de la estación Ueno, también de la línea Yamanote. Es uno de los lugares más entretenidos para el hanami. Dentro está el Museo Nacional y la laguna Shinobazu, el único rincón de calma dentro de este parque acelerado. Entrada gratuita.

HANAMI DISTINTO

Para mirar el sakura de Tokio en lugares que no sean los parques, dos opciones:

*Canal Meguro. Situado en el centro de la ciudad, está escoltado por dos hileras que suman 300 cerezos. El efecto es espectacular. Y la vida alrededor también, con bares y pequeños restaurantes. Estación de metro Naka-Meguro, línea Hibiya.

*Cementerio Aoyama. Un lugar extraño para ver el sakura, pero funciona. La mezcla entre las flores rosadas y las lápidas perpendiculares de piedra es tétricamente atractiva. Es sólo para ver e irse: aquí no se arma fiesta bajo los árboles. Estación de metro Nogizaka, línea Chiyoda.