Si hay un lugar al que suele acudir Alejandro Zambra Infantas (47) cada vez que vuelve a Chile, como aquel vástago que vuelve al terruño, es la emblemática librería Metales Pesados, ahí en el corazón mismo del Barrio Bellas Artes. Una verdadera institución cultural del sector. Ahí recibe la visita de Culto, es algo así como una sede social para él. De hecho, en el lugar ha firmado libros y suele conversar con su dueño, el poeta, librero, y galerista Sergio Parra.

Con residencia en Ciudad de México desde 2017, el maipucino vino a Chile justo cuando un prólogo suyo abre el libro Veinte días con Julian y Conejito, de Nathaniel Hawthorne, y publicado por Ediciones UDP. Pero también cuando Anagrama, la catalana editorial que publica sus libros de narrativa, ha reeditado dos de sus títulos clásicos, los primeros de su trayectoria: Bonsái (2006), y La vida privada de los árboles (2007). Ambos vuelven a circular bajo la colección Narrativas hispánicas, que es donde originalmente vieron la luz. Desde 2016 habían hecho su camino en los escaparates como un solo libro conjunto, en la colección Compactos, la de los libros pequeños de colores, tan característica de la casa editora fundada por Jorge Herralde.

Han pasado 15 años desde que en mayo del 2007 se publicó La vida privada de los árboles. Hoy, con epílogo de la escritora colombiana Margarita García Robayo, cobra una nueva vida. Con un vaso de agua en la mano, que le facilitó Sergio Parra, Zambra comenta: “Es mi libro regalón, y no sé muy bien por qué. Tal vez porque cuando pienso en el tiempo en que lo escribí, recuerdo un ritmo, en la noche. Lo escribía en las noches, hasta las 2, 3 de la mañana. Es un libro muy nocturno que sucede, además, en una noche. Es muy distinto de Bonsái, e incluso, es un poco contra él”.

11 Octubre 2022 Entrevista a Alejandro Zambra, escritor. Foto: Andres Perez

Como sabemos, el gran amor literario de Zambra es la poesía -sus primeros libros fueron los poemarios Bahía inútil (1998) y Mudanza (2003)-. Reconoce que en su velador siempre tiene algún libro de versos. Los que más se repiten son los de Emily Dickinson, Gonzalo Millán, César Vallejo. No es raro que La vida privada de los árboles tenga su origen en la línea de un poema, en este caso, del valdiviano Andrés Anwandter: “Como la vida privada de los árboles / o de los náufragos”.

Esos versos se encuentran en el libro El árbol del lenguaje en otoño (1996). “Es un título precioso, una imagen genial, ‘el árbol del lenguaje en otoño’. Pero también me gustó ‘la vida privada de los árboles’, como título. Cuando lo leí, no conocía al Andrés. Ahí estaban esos versos y pensé: me gustaría escribir algo que se llamara así. Eso tiene en común con Bonsái, se supone que los títulos de los libros aparecen en la mitad del proceso, o al final, pero en estos dos fue lo primero que tuve”.

Así nació la historia de Julián, el padrastro que improvisa historias para dormir a su hijastra, Daniela. “A diferencia de Bonsái, esta es una novela más sinfónica. Me gusta saber que estas dos novelas siguen circulando, dando vueltas. El otro día me contaba un amigo que su hijo, Caetano, de 18 años, está leyendo Bonsái. Pensé que el hijo de mi amigo y el libro tienen la misma edad. Es bonito eso”.

11 Octubre 2022 Entrevista a Alejandro Zambra, escritor. Foto: Andres Perez

En La vida privada de los árboles hay guiños a Bonsái, como el de los amigos que le regalan un olmo a Julián. ¿Fueron intencionados?

Fueron naciendo en medio de la escritura. Más allá de eso, en otro nivel, como te decía, La vida privada de los árboles está en relación de antagonismo con Bonsái, Un poquito. Son novelas hermanastras, hijas de distintos padres, yo soy la mamá. Creo que La vida privada de los árboles es una novela sobre la prevalencia de la vida. El personaje busca algo, que no sabe bien qué es, a través de la escritura. Y en cierto modo lo encuentra, pero luego, cuando quiere compartirlo, lo único que importa es la demora de su esposa. La desesperación. O el camino que va desde la ligera incertidumbre a la desesperación. Todas esas estaciones. También en La vida privada de los árboles es importante la discusión de los roles, igual como en Poeta chileno el protagonista es un padrastro, quien intenta construir una estabilidad sin negar la inestabilidad. Para mí, eso es inherente a la literatura. Ese desafío, ese deseo de hacerse cargo de lo complejo, de lo inestable. Buscaba llegar a la simpleza máxima sin negar la complejidad, sin resignarla. Eso fue muy influyente para la escritura de mis primeros libros. Y hasta el día de hoy es importante.

Hace un tiempo, Andrés Andwandter nos comentaba que para él, Bonsái se podía leer como un poema largo. ¿Consideras que La vida privada de los árboles tiene un influjo similar?

Qué bueno que Andrés haya dicho eso. (Piensa) Yo empecé a escribir prosa porque los poemas no me resultaban tal como los imaginaba. Siempre fui mejor para contar historias que para escribir poemas. Pero mi deseo estaba ligado a la poesía, sobre todo como lector, sigo leyendo más poesía que prosa. Después de leer un poema no tienes la sensación de haber terminado de leerlo. Ahí sigue el poema, disponible, acompañándote. Creo que el narrador de La vida privada de los árboles por ahí dice ‘el libro sigue aunque lo cierren’. Cuando pienso en esta novela pienso sobre todo en el momento en que el protagonista traduce mentalmente, una y otra vez, buscando distintas posibilidades, ese verso hermoso de Emily Dickinson que dice Our share of night to bear (Saber llevar nuestra porción de noche). Y empieza a intentar exactamente eso: hacerse cargo de la noche, de la oscuridad. Creo que ahí está el corazón de la novela. Creo que ahí el personaje entiende algo sobre el futuro o sobre el mundo. No mucho, pero algo. Quizás simplemente se promete a sí mismo eso: no evitar la oscuridad, tratar de hacerse cargo de la oscuridad.

11 Octubre 2022 Entrevista a Alejandro Zambra, escritor. Foto: Andres Perez

Rascacielos

En agosto del 2022, Zambra publicó su tercer cuento en el señero The New Yorker, llamado Skyscrapers (Rascacielos). Aunque su título de algún modo lo sugiere, no se ambienta en la ciudad de Nueva York, donde el autor de Facsímil estuvo becado 9 meses por la Biblioteca Pública. En un relato donde una historia de amor se cruza con una relación padre-hijo (incluyendo una kafkiana Carta al padre) y por supuesto, con literatura, sobre todo poesía.

Además, si se entra en el sitio del New Yorker, Skyscrapers incluye una grabación del mismo autor leyéndolo en voz alta, como si presentara el relato a los compañeros y compañeras. Comenta que en castellano se podrá leer pronto, en su nuevo libro, previsto para 2023, por Anagrama. “Está listo, pero aún tengo alguna duda con el título, así que prefiero no decírtelo”, comenta.

En este cuento retomas un tema que ha tocado harto tu literatura, la paternidad.

Sí, el libro entero es sobre eso, desde distintos lugares. Y registros, porque incluye poemas, cuentos, ensayos, crónicas. Rascacielos es un cuento que quería escribir hacía años, pero recién hace unos meses me resultó. A veces los textos necesitan mucho tiempo para verdaderamente existir. En ese caso, la idea se entremezcló con una especie de teoría que tengo acerca de los personajes omitidos. Para que el cuento funcionara, yo creía que debía borrar a algunos personajes. Pero luego fui restableciendo esas presencias, desarmando el cuento para armarlo.

¿Cómo así?

Bueno, en cierto modo es un relato sobre desapariciones. Esas personas y esos lugares importantes que luego tiendes a olvidar. 15, 20, 30 años después. Si recuerdas bien, sería imposible borrar nada. Pero de pronto empiezas a recordar mal. Y no te das cuenta de que recuerdas mal, de que completas los recuerdos, de que más o menos los inventas. Por otra parte, al contar una historia, cualquier historia, hay omisiones. Incluso si tus protagonistas son, por así decirlo, personajes secundarios de la historia, al reivindicarlos borras a otros personajes que son aún más secundarios. En todos los relatos hay personajes omitidos. Pero lo que me interesa de esa omisión es que no es voluntaria. Exhibimos, casi siempre, sin quererlo, nuestra enorme capacidad de olvido. A veces lo olvidado es el espacio. Otras veces olvidas personas, personajes. Personajes-fantasmas o directamente fantasmas. A veces pienso que es importante convivir con los fantasmas, llevarse bien con los fantasmas. Quizás de ahí salió ese cuento Rascacielos.

El debut en la Literatura Infantil

Aunque el motivo de su viaje está ligado a la docencia --viene invitado por la Universidad Diego Portales-- por estos días Alejandro Zambra también ha aprovechado de su presencia en Chile para presentar su primer libro de la literatura infantil, Mi opinión sobre las ardillas, editado por Ekaré. ¿Cómo surgió el interés de Zambra en trabajar en este registro? La historia es bastante menos sacramental de lo que parece.

“Hacia el comienzo de la pandemia, te preguntaban si habías aprovechado el tiempo para releer algún clásico. Y sí leí algún novelón de aquellos, pero básicamente estuve leyendo libros para niños, leyéndole a mi hijo, que no te perdona sus tres cuentos diarios antes de dormir. Me puse a explorar la literatura infantil, me gustó bucear en las propias ignorancias, descubrí autores sensacionales de una tradición que no conocía más que de oídas. Lo pasaba bien, observaba las reacciones de mi hijo, entonces se volvió natural intentar escribir un libro para él”.

“Un día, conversando acerca de esto, mi amiga Lola Larra (aka Claudia Larraguibel), de Ekaré, me preguntó si quería escribir un cuento o un libro álbum y le lancé unas ideas, pero le pedí, sobre todo, que me enseñara. No quería simplemente escribir un cuento y que alguien lo ilustrara, sino echar a andar un proceso. Hay varios niveles de lectura, son libros que parecen muy sencillos pero están llenos de detalles, que en la lectura y relectura empiezas a descubrir y a saborear. Y son libros que por definición no están vinculados a la autoría, en el sentido tradicional. Me gusta mucho eso, ese momento en que los autores no existen, ni los estilos, a veces ni siquiera recuerdas los títulos sino más bien qué animal salía en la portada. Mi hijo ya empieza a reconocer la forma de dibujar de Oliver Jeffers, de Liniers, de Isol, de Paloma Valdivia. Pero su aproximación a los libros es muy visceral y genuina, son juguetes, ni más ni menos”.

¿Cuánto tomó el proceso?

Fue lento, como un año, tal vez un poco más. Es un cuento muy cortito, pero lo fuimos reformulando, limando, rehaciendo. Aprendí un montón, que era lo que yo quería. Gabriela Lyon, la ilustradora, hizo un trabajo extraordinario, estoy muy agradecido de ella y de toda la gente de Ekaré. Fue un trabajo largo, minucioso, entretenido. Y como te decía, fue un proceso muy natural, porque llevamos años mi esposa y yo leyéndole al niño al menos tres cuentos al día, a veces cinco o seis. Y claro, somos los padres quienes nos aburrimos de leer el mismo libro siempre, los niños felices los leen una y otra vez. Me gusta ese momento en que la literatura funciona igual que la música, en sintonía con el deseo de repetición. El placer siempre está ligado a la repetición, y los libros para niños por definición son libros que vas a leer muchas veces, como vas a escuchar muchas veces una canción que te gusta. La literatura debiera funcionar así siempre. La literatura siempre ha estado muy ligada al juego, y eso ha sido muy importante para salvar nuestras cabezas en pandemia. Tuve la suerte de que la pandemia coincidiera con la paternidad porque los niños juegan muy en serio, entonces, en la pandemia estaba la opción de quedarse frente al computador mirando cómo aumentaban las muertes en todo el mundo, o jugar con tu hijo, totalmente absorto en sus propios espacios. Una amiga me decía: ¿cómo lo hacen ustedes con un hijo en pandemia? y yo pensé: ¿cómo lo haces tú sin un hijo? (ríe) .

Este libro lo escribiste en pandemia, ¿no?

Sí. Escribí mucho en pandemia, supongo que todos lo hicimos, de alguna manera. La crianza y la escritura me alegraron la pandemia. Fue todo tan brutal y tan desolador, murió mi tía Silvia y además de la angustia propia percibía e imaginaba la angustia chilena. Todavía la percibo, por supuesto. Me parece que aún desconocemos las consecuencias del año y medio de toque de queda. Había algo muy literario en la pandemia, pero era literatura obligatoria. O sea, todo el mundo pensando en el tiempo y en el espacio. Eso, en abstracto, podía ser bueno, pero era un pensamiento obligatorio, tremendista, ahogado, abrumador. Los que escribimos no le tenemos miedo al encierro, yo me consideraba hasta medio claustrofílico, pero es distinto cuando no hay otra opción. La lectura fue un refugio, sobre todo la lectura acompañada, con mi hijo, en teoría yo lo acompañaba a él pero creo que más bien él me acompañaba a mí. Estaba también en ese momento precioso de empezar a hablar. ‘¿Cuándo pasó eso?’ le pregunté una vez, no recuerdo a propósito de qué. ‘Casi hoy’, me respondió, con total seguridad. Entonces ya conocía y decía la palabra ayer, pero respondió improvisando y yo pensé que esa era la mejor definición de lo que estábamos viviendo. Vivimos un par de años en ese casi hoy.

¿Cuál fue el origen del libro?

Un día, paseando por el Bosque de Chapultepec, mi hijo se dio cuenta de mi temor a las ardillas. No las encuentro ni simpáticas, ni hermosas, nada. Bueno, igual sí, tal vez ya aprendí a quererlas y a admirarlas, pero en algún momento me resultaban problemáticas...’Papá, cuando vemos ardillas me tomas más fuerte de la mano’, me dijo de repente mi hijo, ‘parece que les tienes miedo’. Yo le respondí que había crecido en un país sin ardillas en los parques. Esa información lo impresionó mucho. Tal vez negativamente, porque adora las ardillas, y la idea de un país “desardillado” le parecía muy fome. De ahí salió el cuento.

Termina la entrevista. Aparece en escena nuevamente Sergio Parra, con quien Zambra intercambia algunas palabras, planificando lo que harán el resto de la tarde. Como los dos viejos amigos que son. “Sergio era el único que leía nuestros poemas, y nos decía que eran malos, pero los leía”, dice de repente. Al vaso de agua aún le quedaba algo del precioso líquido, pero es un detalle en que nadie repara.

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