E. B. White nació en julio de 1899, es decir, sólo un mes antes que Borges. Los separan dos signos zodiacales y varios miles de kilómetros: White llega al mundo en Mount Vernon, Nueva York, y Borges lo hace en una casa porteña, con patio y aljibe, en Buenos Aires. Están ahí, al borde del siglo XX, y sus escrituras, inevitablemente, serán eco de ese inicio: avanzarán por un margen que a ratos se convertirá en el centro de todo. Pero eso le ocurrirá, especialmente, a Borges. La historia de E. B. White es otra, aunque destacará en un género en que el argentino también brilló: el ensayo. Y será una revista, particularmente, la que publicará sus trabajos más importantes: New Yorker.

Iba a ser una relación que duraría más de 50 años. El primer texto que publicó E. B. White en la revista fue en 1925. Serían en total cerca de mil ochocientas colaboraciones, textos que circularon por distintas secciones de New Yorker; pero sobre todo fueron sus ensayos los que dejaron una marca indeleble, los que hicieron una escuela. No es difícil, mientras uno busca información sobre White, encontrarse con una frase tan tajante como esta: "Fue el colaborador más importante del New Yorker". Sin embargo, como siempre, lo que importan son los textos, y Ensayos (Capitan Swing), que acaba de llegar a librerías, es una recopilación contundente de su trabajo, una muestra de aquello que lo hizo llenarse de elogios, lectores y premios —quizás el más importante lo recibiría en 1978: un Pulitzer por el conjunto de su obra, aunque también debemos destacar su trabajo en la literatura infantil, donde creó al famoso roedor Stuart Little—.

¿Pero qué encontramos en los ensayos de E. B. White?

Su vida, sus preocupaciones, sus miedos, su humor, su mirada. Fue un ensayista que indudablemente leyó a Montaigne y a Thoreau, un escritor que indagó en los pliegues de su propia biografía con la distancia necesaria para crear un yo enigmático, amable, refinado. Cuando levantaba la vista, el mundo —la ciudad, los animales, la naturaleza— se desplegaba frente a él como una serie de imágenes sobre las que podía decir, casi siempre, alguna cosa nueva: ferrocarriles, barcos, automóviles, mapaches, ocas, un huracán que no llega, la vida cotidiana en una granja en Maine, la muerte, las aves, los árboles, un lago, el mar, el pasado, una ciudad infinita como Nueva York; los recuerdos: la dolorosa muerte de un cerdo, un viaje junto a su hijo al lugar en el que pasó los veranos de su infancia, una extraña Navidad en Florida, una cita conmovedora e imperfecta cuando era un adolescente e invitó a bailar a una muchacha de su pueblo —aunque él, por supuesto, no sabía bailar—, y Fred, cómo no citar a Fred, su perro salchicha, su amigo a quien le dedicó muchas líneas y a quien iba a visitar al bosque en el que le dio sepultura, el único muerto al que volvía una y otra vez.

En el prefacio a estos Ensayos, White anota: "[Algunos de estos textos] se han visto seriamente afectados por el paso del tiempo y subsisten como obras de época".

Hay algo de eso en estos ensayos, sin duda: el registro de un mundo —de una forma de vida— que ya no existe, que cambió de manera brutal. White tiene la lucidez necesaria para hacerlo notar en el prefacio, escrito en 1977, sin embargo también sabe que el paso del tiempo no ha dañado su escritura, al contrario, su prosa sigue manteniendo una elegancia innegable, que le permite resaltar aquellas experiencias que sostienen a sus textos; incluso cuando escribe sobre una ciudad que ha cambiado tanto como Nueva York.

Ese es, quizás, uno de sus ensayos más importante: "He aquí Nueva York", que hace unos años publicó de manera solitaria la editorial Minúscula y que aquí, en esta recopilación, sobresale sin duda —junto a otros textos como "La tarde de un chico estadounidense", "La muerte de un cerdo", "Otra visita al lago" y "Por la tarde un ligero sonido"—.

"Escribí sobre Nueva York en el verano de 1948, durante una ola de calor. La ciudad que describí ha desaparecido y en su lugar se ha levantado otra ciudad", anota E. B. White en el prefacio antes citado, pero lo cierto es que el texto disecciona de forma tan certera lo que fue Nueva York, que muchas de sus impresiones relucen incluso 70 años después de ser escritas: la imagen de una ciudad que se va a convertir en el centro del mundo, una ciudad que "puede destruir a un individuo o colmarlo, dependiendo en buena parte de la suerte", como anota White.

"He aquí Nueva York" es de esas lecturas imprescindibles sobre la ciudad, como lo son las crónicas de Joseph Mitchell (La fabulosa taberna de McSorley) o las de Luc Sante (Bajos fondos), aunque el ensayo de E. B. White no es sólo el registro de un lugar, sino también lo que significa y lo que llegará a ser, sus implicancias culturales, políticas, sociales. Un texto, además, que no tiene miedo de aventurarse, de imaginar el futuro. Es tanto así que el ensayo de White volvió a reflotar después del 11 de septiembre de 2001, pues en un momento del texto, White anotaba: "El cambio más sutil que se ha producido en Nueva York es algo de lo que no se habla mucho, pero que todo el mundo tiene presente. La ciudad, por primera vez, en su larga historia, es destructible. Un solo vuelo de aviones no más grandes que una cuña de gansos puede acabar rápidamente con esta fantasía isleña, incendiar las torres, derribar los puentes, convertir los pasajes subterráneos en cámaras letales, incinerar a millones...". Y más adelante agregaba: "Todos los habitantes de las ciudades deben convivir con el dato pertinaz de la aniquilación; ese dato se concentra un poco más en Nueva York por la concentración de la ciudad misma y porque, entre todos los blancos, Nueva York es una clara prioridad. En la mente de cualquier soñador perverso capaz de desatar el trueno, Nueva York ejercerá un encanto constante e irresistible".

Lo que vino después —muchos años después de que White escribiera esas palabras— es una historia que ya conocemos. Una historia sobre la destrucción.

Cynthia Ozick —la gran escritora norteamericana— decía que un ensayo es un producto de la imaginación y que está más cerca de la poesía que de cualquier otro género, pues "al igual que un poema, un ensayo genuino está hecho de lenguaje, de personalidad, de un estado de ánimo, de temperamento, de agallas, de azar".

Todo eso encontramos en los ensayos de E. B. White, a pesar de ser un nombre que ha circulado tan poco en nuestro idioma. Quién sabe por qué.

White decía que el ensayista es, en el mundo de la literatura, un ciudadano de segunda clase. Sin mucho esfuerzo podemos rebatirle esa idea. De hecho, después de leer esta recopilación de sus textos, podríamos asegurar que en eso White, al menos, estaba profundamente equivocado.