Dicen que la idea apareció cuando el productor Bob Gale descubrió, hurgando en viejos álbumes de fotos familiares, que su padre había sido presidente del centro de estudiantes de su escuela. “¿Cómo hubiera sido ser amigo de mi padre en ese momento?”, se preguntó, y con ese interrogante vagamente existencialista flotando en su cabeza, la plantita creció y en largas noches de conversación con el director Robert Zemeckis se convirtió en un arbusto pequeño y luego en un árbol gigante, uno de esos robles sólidos e indestructibles que aún dan sombra. Se convirtió, digamos, en un clásico. Esa idea fue Volver al futuro.

A la hora de darle forma a esa idea germinal, productor y director se amparaban en una tradición probada: de La máquina del tiempo de H. G. Welles a Un yanqui en la corte del Rey Arturo de Mark Twain, el viaje en el tiempo se constituyó, por diseño o por accidente, como una obsesión moderna. Nadie se puede resistir a un relato sobre viajes en el tiempo, ¿o sí?

La primera parte de la trilogía se estrenó en julio de 1985, en el meridiano exacto de una década excesiva y plagada de miserias —la década de transición entre los sueños lisérgicos de los setenta y la pesadilla química de los noventa. La larga década de Ronald Reagan, de Margaret Thatcher. La segunda parte se lanzó el 22 de noviembre de 1989, hace 30 años. El resto es historia conocida.

¿Pero por qué esa, y no tantísimas otras, se convirtió en la película emblemática de su época, o al menos en una de las indiscutibles? Además de las razones obvias —los aciertos formales en la ambientación, la música, el guión, el humor y la tragedia que puntúan todos su cuadros—, hay que decir que Volver al futuro dibuja el arco biológico del crecimiento de un hombre en dos horas apretadas. El efecto de identificación que produce Marty McFly es total. Nos gustaba Marty McFly porque usaba su astucia y su inteligencia, porque no era fuerte. Biff era fuerte y tonto; Marty era pícaro y rápido, tenía calle, y siempre terminaba ganando. Por supuesto que todos queríamos ser Marty.

Volver al futuro es una mezcla loca y caprichosa de pequeños saberes y teorías —intelectuales, científicas y de vida—, siempre encaradas desde lo intuitivo, nunca desde lo académico. El doctor Emmett Brown ocupa, en ese juego de ajedrez, el lugar del supuesto "conocimiento científico", pero su figura algo alucinada invierte la ecuación y parece más un artista drogado que hace cosas con tubos de ensayo que un investigador en ciencias duras. Marty McFly, en esa escuela del tiempo, asume el rol del aprendiz de brujo. Como en Karate Kid, otra gema del cine de educación sentimental, el maestro le enseña algo al alumno pero en el camino él también se transforma.

“No es bueno saber mucho sobre el futuro”, le advierte en algún momento el Doc, en uno de esos axiomas que derrama cuando parece que ya no tiene nada para decir. Y sin embargo, Volver al futuro 2 parecía saber, con una clarividencia sorprendente, muchas de las cosas del mundo que hoy habitamos. Y no se trata de anticipar las patinetas voladoras o la ropa que se ajusta sola, como creíamos de chicos mientras mirábamos alucinados esos prodigios de la tecnología, sino de algo político, global, de algo mucho más pesado. Por Volver al futuro profetizó, en su futuro alterno, una realidad que hoy es el presente de muchos de nuestros países. Cuando Biff Tannen recibe el almanaque y se convierte, por gracia de las apuestas, en uno de los hombres más ricos del mundo, la paz social se quiebra. De pronto la calle es un hervidero de autos quemados, gente reclamando por sus derechos, mendigos y desclasados, mientras Biff vive en torres altísimas y concentra un porcentaje brutal de la riqueza. Lo que termina arruinando al mundo es la codicia y la concentración en unas pocas manos. ¿Suena alguna campana? El parecido de Biff Tannen con Donald Trump —el pelo platinado, peinado hacia atrás; el gusto por el color dorado; la ostentación y el mal gusto— ya es de un nivel profético inaudito.

Hoy, a 30 años del estreno de la segunda parte, Volver al futuro sigue ocupando un espacio privilegiado en el negocio de la nostalgia, en el que todos más o menos participamos. La memorabilia inunda los portales de compra y venta y los fanáticos todavía se juntan a recordar escenas, a recitar fragmentos completos del guión como si recitaran a Shakespeare.

Hacia fines de 2015, recuerdo, estuve un fin de semana en Santiago de Chile y el escritor Diego Zúñiga me recomendó que viera una exposición de fotografías de Vivian Maier en un museo de Las Condes. Quise argumentar en contra de tan amable recomendación, aduciendo que no entiendo ni nunca he entendido nada de fotografía, que el nombre de Maier no me sonaba y que el barrio en cuestión me quedaba un poco a trasmano. Pero como en realidad no tenía nada mejor que hacer y la ciudad ya era un hervidero de calor, decidí arrojarme a ese museo que prometía, al menos, la redención del aire acondicionado.

Pero la muestra quedó en un segundo plano, eclipsada por lo que vi cuando llegué al lugar, en los bellos jardines con los que se abre el museo. Ya desde lejos se podía inferir la presencia de un nutrido grupo humano sobre el pasto; no eran muchos, pero transmitían un cierto fervor. Crucé la reja principal y noté que sobre mi cabeza colgaba un cartel que me produjo un escalofrío: "Welcome to Hill Valley, a nice place to live".

Luego de ese primer golpe inesperado, vi todo junto, como en un Aleph: chicos con gorras multicolores como las de la película; merchandising; pins, remeras, mochilas; vitrinas con objetos usados en la película como unas zapatillas, una patineta, un almanaque; una banda tocando el soundtrack completo. Fetichismo en estado puro. Era un encuentro del club de fans de la película.

Varias décadas después de su estrenos, una generación de chicos de 13, 14, 15 años tocaba esos objetos como se toca un talismán, con veneración absoluta, revistiéndolos de un carácter aurático. El fanatismo hace eso: le confiere un aura idílica a ciertas cosas y a ciertas ideas, y las protege así del paso del tiempo y de la lenta erosión de la vida real. ¿Yo no era, acaso, también, un fanático? Recorriendo esa galería itinerante, que lleva los objetos de la película de país en país, de convención en convención, tuve que asumir que sí. ¿No es acaso la mejor película de todos los tiempos? pensé ahí, en voz alta, y estuve a punto de gritar que sí, que definitivamente sí.

El documental Back in time, sobre la filmación y las repercusiones de la película, aborda especialmente el fenómeno de los fanáticos, y muestra que ese film, como muy pocos en la historia del cine, ha generado un efecto viral, un ejército de freaks a lo largo y ancho del mundo. En Estados Unidos, donde sobra el dinero y la locura, hay hombres (gente grande, padres de familia) que han armado en el patio trasero de sus casas un DeLorean en tamaño real.

El punto máximo de delirio en aquella convención en un jardín de Santiago de Chile llegó cuando subió al escenario Claudia Wells, la actriz que interpreta a la novia de Marty en la primera Volver al futuro. Ahora parece una actriz porno sobre-operada, con acento de Los Angeles, vestida con ropas de leopardo ajustadas que vive, estimo, de este tipo de convenciones. Pero nada de eso importaba, porque era ella. De eso se trataba, del plus irremplazable de quien estuvo ahí. Al final del encuentro, en un gesto de demagogia inverosímil, dijo que le iba a mandar en vivo, por Whatsapp, una foto del evento a Michael J. Fox, que como sabemos está en su casa padeciendo un ya longevo mal de Parkinson. Como las estrellas de rock que llegan a un país y dicen que están en el mejor lugar del mundo y que ese es un recital que jamás van a olvidar, esta mujer aseguró que “si ustedes le mandan un saludo, seguramente Michael se va a poner bien por un rato y quizás hasta le den ganas de venir y conocer Santiago de Chile y conocerlos a todos ustedes”. Todos entonces levantaron la mano y gritaron “¡Hello, Martin!”.

Yo también levanté la mano y grité, por supuesto. Esas oportunidades se dan una vez en la vida.