Las calles y carreteras de un país pueden ser inesperadas escenografías para contar buenas historias. En el sobrepoblado mundo del streaming se pueden encontrar dos sorprendentes documentales al estilo “callejero” que transcurren a 14 mil kilómetros de distancia uno de otro: el chileno El viaje espacial (2020), de Carlos Araya Díaz, y el turco Kedi (2016), de Ceyda Torun.

El primero se acaba de estrenar a través del circuito de documentales Miradoc (miradoc.cl), que ofrece hasta diez portales de pago diferentes para verlo o comprarlo digitalmente. Se puede también esperar hasta que aparezca en forma gratis en Ondamedia (ondamedia.cl), la gran ventana online del cine chileno. Aunque filmada hace tres años, la película del talentoso Carlos Araya Díaz (también escritor y autor de la novela Población flotante) transmite algunos signos, pulsiones y desengaños que Chile experimentaría a partir del estallido de octubre del 2019. Y lo hace a través de un prodigioso acercamiento formal: el 95 por ciento de lo que vemos y escuchamos son las interacciones de quienes están en un paradero de locomoción colectiva urbana o regional.

Uno tendería a sospechar que el realizador adherió un micrófono de amplio alcance en algún poco visible lugar de los paraderos. Luego, desde lejos y con paciencia, su cámara filmaba lo que pasaba en el lugar. También se supondría que las conversaciones registradas fueron comunicadas posteriormente a los protagonistas por accidente.

Uno de los gatos urbanos del documental turco Kedi, de la realizadora Ceyda Torun, disponible gratis en YouTube.

Sea cual fuere el caso, ellos se hicieron partícipes involuntarios de una obra sensible, con algunos puntos en común con el trabajo del colectivo audiovisual MAFI, que también ha hecho películas a ras de la cuneta y del que Carlos Araya Díaz (1984) también participó a través de la cinta Propaganda (2014).

Los segmentos más llamativos de la película (o sus vuelcos dramáticos por decirlo de alguna manera), se producen en la ciudad. Los pasajes más cómicos tal vez ocurren fuera de la ciudad. En plena Alameda, por ejemplo, observamos a un muchacho haitiano que parece ir vestido para una ocasión especial y quien con su guitarra eléctrica arrimada a su espalda, pregunta a todo el mundo dónde queda Pudahuel. Pasan las horas, baja la luz, el paisaje cambia de tono, se siente algo de peligro y un grupo de chicas le dice que es mejor no ir a ninguna parte a esa mala hora del día. Termina bebiendo con ellas y aprovecha de tocar el instrumento para sus compañeros de paradero.

En otra parte de la ciudad, tres mujeres maduras hablan del idioma español y concluyen que en comparación al español de los venezolanos, peruanos y colombianos, el nuestro es “el mejor del mundo”, el que se pronuncia como se debe. Cientos de kilómetros más al norte, el mejor español del planeta no le sirve de nada a un compatriota que insiste en hablarle a una espigada turista gringa quien con esfuerzo articula la palabra “gracias”.

La película dura poco más de una hora y con eso basta. No le sobra ni le falta nada. Un ejercicio de sagacidad y oído. Pero también de visión, tacto y sentimientos.

En Estambul, en la puerta de Asia, transcurre Kedi, largometraje de más o menos la misma duración que dirige la cineasta turca Ceyda Torun. Se puede ver gratis en YouTube, donde se mantiene liberado desde hace un tiempo. Kedi significa gato en turco y la película es el retrato comparado de diferentes pequeños felinos de la ciudad-puerto famosa por su historia, su majestad arquitectónica, sus guerras y, en este caso, sus animalitos mimados.

Los gatos parecen ser tan endémicos en Estambul como los perros en Santiago y por eso revelan la naturaleza y el temperamento de la urbe. Su directora se crió con ellos en las calles de la ciudad, pero luego emigró del país junto a su familia, estudió en Estados Unidos y nunca más volvió a ver un felino callejero. No al menos como los de Turquía.

Al regresar a su ciudad como asistente de otra cineasta, tomó su cámara y filmó las vidas de siete gatos a todas las horas del día y en cualquier lugar, desde los techos de casas a los barcos, de los restaurantes a los alcantarillados, donde algunas ratas locales son el pan de cada día (o cada noche) de sus protagonistas. Sus personalidades varían al mismo nivel de los humanos que son o creen ser sus amigos: ya se sabe, el gato mira al hombre a su mismo nivel y no está para pedir piedad o hacer payasadas.

Está Psikopat, una gata entrada en años y en ciertas mañas, celosa, posesiva e infalible a la hora de reclamar su territorio. También se ve a Aslan Parçasi y Gamsiz, dos felinos tipo tuxedo (negro con blanco) que son casi indistinguibles para el espectador aunque no para quienes los tratan a diario. Otro es Duman, un gato con modales como si fuera el Gato con Botas, dispuesto siempre a tocar la puerta del restaurante cercano para pedir comida, pero incapaz de entrar como Pedro por su casa como si lo hacen Deniz, el macho que olfatea todo el mercado o Sari, la gata naranja que caza mejor que cualquiera en su metro cuadrado.

La cámara de Torun se detiene también a escuchar lo que dicen los habitantes de la ciudad. Hay temor a los avances inmobiliarios, a que sus pequeños emprendimientos desaparezcan y a que los animales sean desplazados. Es la misma historia de todas las grandes urbes, pero el valor de Kedi es hallar la singularidad que la hace única. Y en Estambul, una historia felina es tan significativa como la de los paraderos de Chile.