Se acaba el bar La Playa, punto final para uno de los reductos del carrete tradicional del viejo puerto, uno de los escenarios de su pasada gloria liderando el comercio del Pacífico sur. Fundado en 1908, no siempre estuvo a la entrada de Serrano. Hasta 1934 figuraba cerca del monumento a Prat, en Errázuriz 648. Al trasladarse ocupó el local de los billares Olympia, nombre inscrito en los escalones al ingreso, compartiendo espacios con el bar del hotel Cecil. Lo revela Samuel León, el único valparaisólogo del planeta, en su magnífico libro La Bohemia de Medio Siglo - La Noche Porteña 1959-1969, con fotos de Sergio Larraín, lectura obligatoria para cualquier amante de la ciudad.

El decorado del Playa sellaba una locación perfecta de cantina portuaria con estilo: amplia barra y estanterías con destartaladas muñecas entre las botellas y grandes espejos. Las paredes lucían pobladas de polvorientos retratos fotográficos, afiches de clásicos del cine -la expresión desquiciada de Jack Nicholson, Marilyn Monroe exquisita, un frágil James Dean-, un póster de Primus, galvanos, salvavidas y banderines que alguna vez surcaron mares.

La clientela, tal como sucedió con la restante bohemia porteña, varió con las décadas. La farra original del puerto en el siglo XIX fue un asunto rudo de marineros y estibadores. En 1891 el asesinato de dos tripulantes del crucero Baltimore tensionó al máximo las relaciones con EE.UU. En los años 20, junto a los primeros indicios de declive económico de la ciudad, otra generación relevó la fiesta nocturna. La coctelería social reunió a intelectuales, artistas, empleados, prostitutas, cafiches, contrabandistas y miembros del hampa, mezclados con los habituales tripulantes y estibadores que pululaban entre los barrios Puerto y Almendral. Esa movida, cargada al trago, la coca abundante servida en platos, la comida y el amor tarifado, se acabó de golpe con el Golpe.

Antigua fotografía del Bar Cinzano. Foto: Martín Chambi

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Valparaíso muta en cada generación que arrulla en su memoria una versión propia de la ciudad. Mi Valparaíso no es el de mi abuela Isolina trabajando puertas adentro en las “casas de los ricos”, como llamó hasta la muerte a las mansiones del cerro Alegre. El único día libre se distraía conversando con otras empleadas en Los 14 Asientos, o visitaba el acorazado Latorre para bailar y tomar once bajo unos cañones que habían tronado contra la flota alemana en la I Guerra Mundial.

Mi Valparaíso no es el de mis padres. Como grumete de la Armada, mi viejo bailaba y bebía pilsen vendida por metro cuadrado en el Rock and Roll, epicentro de peleas entre tripulaciones de la escuadra versus infantes de marina -managuas y cosacos en jerga naval-, a veces aliados para desafiar a los gringos de las Unitas.

Mi mamá iba al auditorio Osmán Pérez Freire a ver a los ídolos de La Nueva Ola, donde fue testigo de un animador que jugueteaba histérico con el micrófono. No era show. Se estaba electrocutando.

A unas cuadras, en la carnicería a la salida del teatro Mauri, mi vieja en versión adolescente solía ver a un señor de gorra conversando. Lo llamaban Neftalí. No era otro que Neruda.

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Mi Valparaíso juvenil ocurrió tras el triunfo del No, cuando un local de verduras de la subida Ecuador se convirtió en una fuente de soda llamada Mr. Egg, el origen de El Huevo. Junto a Lo Devi, El Triunfo y el Liverpool, transformaron el barrio en fiesta para desgracia de los vecinos, cuyo único antecedente de juerga en el sector era un antiguo prostíbulo conocido como Las Lolis, por la especialidad de la casa.

La subida se hizo tan popular que arribaba gente de Santiago y viñamarinos sorteando el miedo a ser colgados apenas descendían de la micro, como hasta hoy creen muchos vecinos de la Ciudad Jardín. El carrete desbordaba atraques, risas, alcohol, drogas y peleas. Pero la subida Ecuador, el “no Barrio Puerto”, según Marco Chandía en La Cuadra Pasión, vino y se fue, no podía competir con el encanto y la tradición centenaria de la actual zona patrimonial: música en vivo en el Sindicato de Estibadores, donde La Floripondio arremetía con rock esquizofrénico; la previa en El Dique, donde se cantaba el himno a las cero horas del 18 de septiembre bajando terremotos; la jarana espectacular en El Proa, con su piano aporreado en el segundo piso, las canciones de Los Cadillacs en loop, los baños para encuentros cercanos, y la proeza de descender esa escala tras litros de cerveza. Remate en El Playa, que solía funcionar hasta las primeras horas de la mañana como un after antes de los after.

El bar Hamburgo, también damnificado y cerrado en el último tiempo. FOTO: DEDVI MISSENE

El tour por el Barrio Puerto también operaba a la inversa. Arrancar en El Playa batallando por conseguir la chela de la entrada, los baños Trainspotting, un lleno absurdo caldeado por el humo y el sudor, la música a tope obligando a vociferar a escasos centímetros, más el subterráneo al que se accedía por una escotilla con bandas en vivo.

El Playa aún retenía vestigios del ADN de la vieja bohemia. Como todo bar legendario, el público cruzaba edades y orígenes, un elenco formado por los viejos conocedores del Puerto y La Cuadra antes del Once, santiaguinos en busca de una bohemia genuina, jóvenes ABC1 de pelo revuelto y ojos rojos, y una fauna estudiantil proveniente de todo Chile por el carácter universitario de la ciudad, su reconversión tras la estampida industrial de los 80.

Para los mayores, el carrete en la frágil nueva democracia no tenía la mística, la conversa ni la complicidad de antaño. Era rápido, furioso y ruidoso. Pero ya no se pagaba por el amor.

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Sillas para arriba y cortinas hacia abajo: en la foto, el espacio que ocupaba el Bar Inglés hasta 2017. Hoy está en manos de otro local, el Wall Street, que se amplió para tomar los rincones del antiguo recinto. FOTO: DEDVI MISSENE

Zarpó el Hamburgo bajando cortinas con sus reliquias náuticas, dedicatorias de navegantes, y la foto autografiada de un sonriente Pinochet vestido de civil. El crudo era generoso, la leche asada insuperable y las señoras que atendían siempre te encontraban joven. Allí vi una competencia de marinos rusos súper borrachos, haciendo flexiones en botellas sujetas entre el índice y el dedo medio. El odio anticomunista intacto del almirante Merino logró que el gobierno de Aylwin prohibiera los pesqueros con la hoz y el martillo, cuando la URSS no era más que un espejismo. Los rusos se marcharon no sin antes vender gorras, prendedores y demases símbolos soviéticos, en la feria de antigüedades de la Plaza O’Higgins.

Murió el Bar Inglés, donde los viernes te podías quedar un buen rato tras el cierre, fumar cuando ya estaba prohibido, engullir fritanga y empinar sours chilensis ácidos, dulces e irremediablemente cabezones.

Se fue el Cinzano, que sólo conocí más viejo, prejuiciado por años como muchos porteños, un bar para turistas y capitalinos que se querían empapar del Puerto en un curso rápido. Un segundo aire con lomo a lo pobre a medianoche, vasos de clery, la música en vivo con artistas noctámbulos de otros días, las irrupciones de un Titae sudoroso y apurado, los garzones choros, a veces demasiado.

El bar Cinzano en sus días más activos, como un imán de turistas y con amplia vida nocturna.

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En el más famoso de los bares porteños, el Roland Bar, establecido por un navegante alemán en 1901, estaba acuñada la frase “Puerto de la fama y el olvido”, como una sentencia sobre Valparaíso y su pueblo nocturno en eterna búsqueda de diversión. El carrete seguramente revivirá cuando acabe esta larga pausa, pero no será en los sitios que acogieron a varias generaciones en un trazo centenario.

Quedan los fantasmas de otras gentes ya desaparecidas, cuando un cambio de turno en los muelles liberaba a miles de obreros invadiendo las callejuelas del Puerto, ansiosos por beber, bailar, conversar y amar, como si no hubiera mañana.

Fachada del Bar Cinzano de Valparaíso por estos días. FOTO: DEDVI MISSENE