El que lo logró
Mi primer cigarrillo lo fumé (y tosí) en la casa de un compañero del colegio, allá por 1977, y el vicio me agarró rápido. Fumé el resto del colegio, los años de la universidad (cuando se podía echar humo incluso durante clases) y en todos mis trabajos. Y cada vez fui fumando más y más.
Pero todo cambió en octubre del año pasado, cuando me sometí a un examen preventivo en la empresa. No tenía ni un síntoma ni una molestia ni nada, pero algo me dijo que había llegado el momento de hacerlo.
¿El resultado?: cáncer.
La contramuestra ratificó el primer diagnóstico y tuve que enfrentar el problema lo más pronto posible.
Sin embargo, seguí fumando las casi dos cajetillas diarias que consumía desde hace al menos 15 años.
Tras la primera biopsia, el doctor me dijo que debía dejar el pucho, porque el humo del tabaco es un claro factor de riesgo.
Ese día fumé dos cigarros y me creí la muerte. Por primera vez en no sé cuántos años bajaba de la cajetilla. "Bajar de 35 ó 40 cigarros al día a sólo dos es súper bueno. El doctor me va a felicitar", pensé esa noche.
Al día siguiente fumé 10 y al tercer día ya estaba en las dos cajetillas de siempre.
Para mí estaba claro que mi vicio era más poderoso que mi voluntad y que me iba a morir o por el cigarro o con un pucho en la boca.
No obstante, estaba equivocado.
En una visita al doctor me planteó las alternativas y eso de alguna forma remeció algo en mi interior. Según él, había dos alternativas. La primera era la cirugía, que tenía por sobre el 97 por ciento de éxito, mientras que la segunda era la radiación, que era como el cara o sello, o sea, 50 por ciento para cada una.
Todo dependería de los exámenes que me realizaría para ver si mis pulmones estaban o no en condiciones para una cirugía de tres o cuatro horas.
Salí de su consulta, prendí un cigarro y caminé por la Alameda. No recuerdo en qué pensé, pero sí tengo claro que no fue en dejar de fumar.
Pero esa noche tomé la mejor decisión de mi vida. Me quedaban dos cigarros en la cajetilla. La miré, la aplasté en mi mano y la boté a la basura.
Otra noche, hace muchos años, había hecho lo mismo, pero antes de dormirme me levanté y fui a comprar una cajetilla nueva.
Esta vez no fue así.
Faltaban apenas 25 días para entrar al pabellón, si es que los exámenes indicaban que sí estaba en condiciones, y fue ese susto, el de que la alternativa fuera como lanzar una moneda al aire, lo que me mantuvo sin fumar los primeros días.
Hasta que llegaron los resultados. Increíblemente, tanto la radiografía como el escáner del tórax no sólo demostraron que sí podía ser operado, sino que mis pulmones y bronquios, pese a haber fumado como chimenea por más de 33 años, estaban impecables, sanos y buenos, como si jamás hubiese prendido un pucho.
Esto, lejos de relativizar mi decisión, no hizo más que sustentarla: si tuve tanta suerte de no tener daños, cuando hay personas que sufren de cáncer al pulmón por haber sido fumadores pasivos, no podía cometer la estupidez de volver a fumar.
Una convicción que mantengo hasta el momento y que me hace sentir como un, entre comillas, superhéroe, porque jamás pensé que podría dejar de fumar sin ayuda, sin parches, chicles o apoyo sicológico. ¡Y pude! ¡Y puedo!
Hoy llevo seis meses y 20 días libre del pucho.
No me molesta que fumen a mi lado ni me dan ganas (al menos, no muchas y las controlo sólo con pensar en otra cosa).
Estoy en proceso de recuperación del olfato y mejorando mi estado físico, pero por sobre todo, sigo gratamente sorprendido de mi fuerza de voluntad, de sentirme capaz de enfrentar y derrotar a un "enemigo" con el que me había acostumbrado a vivir y que pensé me acompañaría hasta el fin de mis días.
Ah, y lo mejor es que ya no estoy ni ahí con las alzas de los cigarrillos ni las cada vez más severas restricciones a su consumo, y ya no quemo los más de 70 mil pesos mensuales que consumía antes por el vicio.
Por: Juan Pablo Ernst, periodista del diario La Cuarta.
El que lo ha intentado todo
Este es el cuarto intento. Y si falla, falla, qué tanto... Justo: estoy en la etapa en que ya cumplidos dos meses de abstinencia, da lo mismo lo que digan los demás, porque los buenos deseos del resto enrabian más que alientan y cada día no es más fácil, sino mucho, infinitamente, más difícil. Y por último, porque llevo un historial de intentos y fracasos que no me molesta en lo más mínimo
La primera vez que dejé el cigarro, hace poco más de 20 años, fumaba lo mismo que hace dos meses: alrededor de una cajetilla diaria. Y lo dejé porque sí, porque me tincó, porque "ponte tú que sea bueno dejarlo". Duré cinco meses y volví por falta de convicción (algunas veces pasa, y no pasa nada), por falta de voluntad (uno no es mala persona por no tenerla) y porque me cansé de rodar por las calles con mis cinco o seis kilos ganados a fuerza de no fumar.
La segunda vez, a falta de convicción, el soborno: mi padre ofreció pagar mensualmente a cualquiera de sus varios hijos que quisiera dejar de fumar... Obvio que dije que sí (francamente, no me parece necesario ahondar en el porqué). Así es que esa vez fueron seis meses reales y como ocho oficiales. Y después, como antes, volví a fumar por lo que vuelve cualquiera que fuma: porque sí.
El siguiente intento fue el más modesto; quizás por eso mismo duró un mes. Hace dos años y después de diagnosticarme una neumonitis y hablarme de la conveniencia de dejar el cigarro, un doctor me pasó una licencia y me mandó a hablar con una señorita para que me explicara todo lo bueno de un remedio de última generación para dejar el "vicio". ¿Qué pasó esta vez? Una noche cualquiera, con el remedio de última generación en el más completo abandono, le saqué un cigarro a mi marido y listo... Así con la gente sin sentido del fracaso.
Ahora estoy en mi cuarto intento. Y para qué nos vamos a engañar; esto no va muy bien. Me embarqué porque "ya está bien", porque "ponte tú que sea hora de dejarlo", es decir, coherente con la falta de convicción de siempre. La única diferencia es que me convenció mi marido y él sí que está convencido. Tanto que para lograrlo partimos a un siquiatra que nos llenó de pastillas (de última generación, claro) y nos dio seis muy caras charlas sobre lo bueno y revelador ("van a poder sentir olores y sabores de nuevo") que es dejar de fumar... Y en eso estamos.
¿Y si fracasa de nuevo? se preguntará usted. Nada. No pasa nada. Es decir, vuelvo a disfrutar mi té acompañado de un cigarro y preparo, sin saberlo ni yo misma, el quinto intento... Porque la idea es poder lograrlo algún día (supongo).
Por: M.B.
Cuando me convertí en paria
Yo fumo. Más de la mitad de mi vida lo he hecho. Al comienzo, como muchos, por curiosidad. Por imitación, probablemente. Casi con seguridad por seguir una moda. Ya no lo recuerdo, tantos años y cajetillas han pasado. Tuve una tregua, eso sí. Dos años exactos sin cigarro, que celebré fumando. Fue la vuelta al vicio. Al placer de fumar. A recuperar el tiempo perdido. No volví a dejarlo, ni pienso hacerlo de momento. No me interesa.
Es que la vida de un fumador no es la misma cuando lo deja. Todo se vuelve gris -vaya paradoja, diría el gran Julio Martínez- sin la compañía del tabaco. Las rabias, las penas, las alegrías. El café, la piscola, la conversación, la soledad. La sobremesa -ay, la sobremesa-, el desvelo, todo tiene más sentido cuando se acompaña con un cigarro. La vida -bien lo sabe un fumador- no es lo mismo sin humo.
Pero cada vez es más difícil. Ahora nos quieren prohibir ese pequeño gran placer. La actual ley, creo, es prudente: establece lugares libres de humo, de manera que fumadores y no fumadores pueden mantenerse separados. Los unos no contaminan a los otros. Los otros no coartan a los unos. Pero parece que no es suficiente. Ya no.
No quiero -¿o sí? - hacer una apología del cigarro: sé que es dañino para la salud; que daña incluso a quienes están cerca, pero que no fuman. Fumadores pasivos, según la jerga de moda. Tengo claro que mis pulmones poco a poco se van rigidizando, muriendo. Yo con ellos. Y sin embargo…
Dijo una alta autoridad: "se acabó el tiempo para fumar donde quieran, como quieran y cuando quieran". Podemos, claro, seguir drogándonos con ansiolíticos, antidepresivos y todo lo que nuestro doctor amigo nos quiera recetar. Podemos también usar y abusar del alcohol, porque mucho se preocupan las autoridades de nuestros pulmones, pero se olvidan de nuestro hígado. Discriminación pura. Si yo fuera hígado, estaría indignado. Tal vez recurriría a la Corte Internacional de Derechos Hepáticos. Como esa corte no existe, ni yo soy hígado, no me queda más que quejarme donde, como y cuando quiero. O puedo.
Sé que dejar de fumar sería lo mejor para mi salud, pero mi cuerpo, dependiente de la nicotina, del alquitrán y del sinnúmero de nocivas sustancias asociadas, se resiste. Se rebela. Es que lo que molesta, al fin, es justamente eso: la prohibición. La imposición. La misma que nos quería impedir comer un chocolate o una hamburguesa. La que nos limita en el día a día en lo que, con libertad, quisiéramos hacer. Llegó el tiempo en que las autoridades, cualquiera sea la tendencia política o el rango, deciden por nosotros.
El único consuelo es que nosotros también decidimos: fumar. Aunque sea a escondidas, aunque nos miren mal, aunque los ex fumadores devenidos en fanáticos antitabaco nos insulten y nos traten de convencer con frases como "si yo pude, tú también puedes". Claro que puedo. Pero no quiero.
Los fumadores estamos en retirada. Cada vez menos aceptados, cada vez peor mirados. Hoy los fumadores somos parias. Si en Chile hubiera un sistema de castas como en India seríamos nosotros, los adictos a la nicotina, los intocables. El último eslabón de la cadena. Los leprosos del siglo XXI. Escribo esto mientras fumo. Inhalo toxinas, las exhalo, miro las volutas de humo disolviéndose en el aire. Como mi libertad de fumador.
Por: @elquenoaporta (pupular twitero que prefirió firmar su columna con seudónimo)