-No. La torre no se ve, aunque en realidad sí.

Eso me lo dice un muchacho que trabaja como mesero en una cafetería que queda en el segundo piso del aeropuerto Arturo Merino Benítez, al frente de los mesones de las líneas internacionales. El muchacho indica el horizonte que queda más allá: la ciudad de Santiago. Son las 11 de la mañana de un jueves de enero. El aeropuerto está lleno. Más allá, algunos miembros de Los Jaivas imprimen sus tickets de embarque. La gente se va de Santiago, sale de vacaciones, se fuga de la ola de calor. Afuera, el sol de verano finge ser primaveral. Desde los ventanales del aeropuerto se puede ver la ciudad tapada por una nube. Puede ser neblina, pero es verano. Santiago no es Londres. Santiago es Santiago: una ciudad plana que queda en un hoyo, rodeada de cerros, con la cordillera al fondo, una ciudad que crece para el lado, no para arriba, que se extiende devorando el valle.

Y el esmog tapa la torre. La disfraza. Pero la torre está ahí, acechando: modificando el paisaje. Cambiándolo. La torre del Costanera Center. La torre de Horst Paulmann. La torre más grande de Sudamérica.

-Cuando llueve, el esmog se despeja y sí se puede ver ahí a lo lejos -agrega el muchacho.

Hace unos días, en un restorán peruano en el centro, un poeta chileno que vive en Londres, que estaba de paso por las fiestas de fin de año, me dijo que la había visto desde acá, desde el aeropuerto. El se había mudado antes de que la torre adquiriera su tamaño actual, y no la recordaba.

-¿Y Chile cambió en estos años? -le pregunté.

Me respondió que sí. Y que no. Pero que la torre estaba ahí, que salía a caminar y que la veía, que estaba ahí, delante o detrás suyo. Que se quedaba en Providencia y caminaba a Vitacura o al centro y que la torre lo seguía, que era algo que se había incorporado al paisaje.

Ahora mismo, en el café del aeropuerto, pienso en eso. En que la torre aparece en Providencia en 11 de Septiembre, en el pequeño tramo que va de Antonio Varas antes de llegar a Carlos Antúnez, y luego desaparece. Pienso en que los cómics under de los 80 chilenos siempre ponían la torre Entel como referente de sus historias apocalípticas. Ahora, la torre Entel y esos cómics nos parecen folclóricos. La ciencia ficción siempre es candorosa. Porque es la torre de Paulmann la que nos quita el sueño.

Pido un té y miro los aviones despegar con el sonido de un trueno lejano, miro de nuevo el horizonte. El mesero se ha ido. Trato, por enésima vez, de ver la torre, más allá del esmog. Por ahora no se ve: falta la lluvia. Sé que está ahí, acechándonos, mirándonos a todos.

Llevo semanas obsesionado con ella, con la torre del Costanera Center que ya tiene, en su obra gruesa, 300 metros de altura y 70 pisos. Con la torre que posee un diseño que cruza el kitsch con lo monumental, como si cruzara a Dubai y la India. Con la torre que será el edificio más alto de Sudamérica y el símbolo de muchas cosas: del extraño Chile de la década pasada, de la bonanza económica que se quedó en suspenso el 2008, de Horst Paulman -que puso su biografía en ella: la corona de su éxito en el retail-, del nuevo mapa de Santiago que corre su centro hacia lugares inesperados. Con la torre que va a quedar a metros del Mapocho, a centímetros de Sanhattan, en pleno Providencia.

Recuerdo que el día antes de Navidad, en un departamento que quedaba cerca de Lyon, en la misma cuadra donde está la embajada de Bélgica, vimos desde el balcón que la torre se había iluminado: los haces de luces subían al cielo. La noche estaba negra. Las columnas de luz nos recordaban que estaba ahí, que no se podía escapar de ella.

El Metro rumbo a La Florida va lleno. La Línea 5 es desesperante en ciertos horarios. A veces, cuando la máquina coge velocidad, se cuela algo parecido al aire fresco por las ventanas abiertas. El único atractivo del viaje es que los rieles van en altura y la máquina parece uno de esos trenes futuristas que veíamos en la infancia en los programas de Hernán Olguín. Quizás La Florida es eso: lo que había detrás de esos programas, el futuro que se venía tras las pantallas. Desde el carro en marcha, se puede ver la historia de la ciudad; cómo el casco histórico desaparece y una ciudad nueva florece mientras se avanza sobre Vicuña Mackenna.

Pero ahí, cuando uno cree que Santiago se ha olvidado de todos, la torre sigue ahí, como la sombra de una ciudad que define a su periferia sin abandonarla jamás. La torre aparece cuando se pasa la estación Ñuble y luego no deja de ser nunca un punto fijo que supervisa el espacio. Quizás es acá desde donde se ve más grande: se engrosa, crece. A veces, se pierde de vista. Pero vuelve.

El arco que describe la Línea 5 hasta llegar a Vicente Valdés tiene casi siempre a la vista la torre, que aparece en los sitios baldíos que quedan antes del Inacap, en la estación Carlos Valdovinos; que se ve tras la Universidad Católica, en San Joaquín; que aparece supervisando las villas de La Florida, el estadio Monumental, los malls que quedan en las estaciones Mirador y en Bellavista de La Florida. El movimiento del Metro hace más imprecisa la visión: agranda la torre. Mientras Santiago se aplana en la lejanía, la torre parece crecer. La torre sobrevive a la distancia, pierde la proporción, rompe la línea, se convierte en un espejismo que no es tal.

No puedes escapar de la torre. La torre no te deja. Tratas, pero no puedes. Está ahí. Sigue ahí.

Si entras a Santiago por la Costanera Norte, la punta aparece en todo su esplendor tras el San Cristóbal. La ves de lejos, pero está ahí. Hacia el sur, queda atrás ese cerro en cuya loma dice "Renca la lleva". Hacia el norte, el río que divide la ciudad.

Cuando pasas en auto, las hileras de edificios intercalan los viejos blocks de los años 70 con las construcciones altas y blancas de la última década. Todos se superponen, el sonido del río casi seco es imperceptible.

Hacia el oriente, la torre espera. Tras el San Cristóbal, se ve sólo la punta. La carretera de alta velocidad llega directamente a ella. La torre reemplaza la cordillera como punto fijo. Mientras te acercas, una vez que el San Cristóbal queda a tus espaldas, aparece en todo su esplendor: desde la carretera, en Providencia y luego Vitacura, se ven con precisión las obras del Costanera Center. Desde el auto en movimiento miras hacia arriba y tratas de ver la altura de la torre. Casi no alcanzas. Luego el camino sigue. Cuando la Costanera Norte avanza paralela a Santa María y llegas a Vespucio, a la subida que da a La Pirámide y luego desemboca en la carretera rumbo a Chicureo, la torre continúa detrás, te persigue.

Es en ese punto en que se vuelve una ilusión óptica, parece un fantasma a plena luz del día. En la subida del camino, curva tras curva, túnel tras túnel, la punta de la torre se ve cercana, casi íntima. En ese camino casi vacío se vuelve una especie de faro silente. Más abajo está la Ciudad Empresarial y el valle que se despliega de Huechuraba. Pero el camino a Chicureo es tortuoso, da demasiadas vueltas. Pero la torre está de nuevo, tras de todo, alzándose sin estridencias, tomando con calma su lugar en el paisaje. La torre es más alta que la geografía natural, se superpone a ella. Es la montaña detrás de las montañas.

En el centro, en la Plaza de Armas, la torre no se ve. La tapan los edificios, el Cerro Santa Lucía, la dirección de las calles que suben hacia plaza Italia. En cierto modo es un alivio. No sé por qué, pero es un alivio. Acá nadie sabe de ella. No marca nada, no dice nada. El centro es el centro: su fuerza de gravedad es tal que es capaz de generar un ecosistema que crea su propio lenguaje. Acá la torre no existe. Cuando se inaugure, el centro seguirá siendo el mismo.

Quiero comprobarlo. Deseo saber que la torre no está ahí y que no me ha seguido, de que las luces y el recuerdo del edificio aún vacío no me han alcanzado. Entro al Mall del Centro. Subo al último piso. No hay ventanales en la multitienda que da al sector oriente: ahí está la sección de zapatos de mujer. La tienda está casi despoblada. Lo que hay es la última liquidación de la temporada. Los estantes se ven vacíos. Las vendedoras languidecen. Les pregunto si desde ahí se puede ver la torre.

-No.

Luego agregan que no saben. La pregunta les parece rara. Que nunca han pensado en eso. Trato de trazar mentalmente el ángulo que lleva a la torre. Juego con el mapa que trae el Iphone. Tienen razón. Una me dice que vaya a un ventanal, cerca de un mesón de atención al cliente. Lo hago. Sólo se ve la techumbre de los locales de calle Rosas.

Miro más allá: nada.

La torre no está.

Bajo. Salgo del mall. Vuelvo a la plaza. Me quedo quieto. Los pintores esperan sus clientes. La tarde termina. Respiro. Los edificios tapan cualquier horizonte.

Los edificios son ahora el único horizonte: los neones apagados, los portales llenos de negocios de completos o celulares, esos balcones oscuros del centro, las oficinas con las persianas medio abiertas, los departamentos que han sobrevivido al tiempo en la cercanía con cines que sólo exhiben porno, en las inmediaciones de una Catedral que es más colonial y vieja de lo que Santiago realmente es.S