Aunque nunca estuvo interesado en retratar la contingencia política, la obra del húngaro André Kertész se forjó en medio del campo de batalla. Corría 1914, estallaba la I Guerra Mundial y tras abandonar una incipiente carrera en la Bolsa de Valores, el veinteañero se unió como alférez en el 26 Regimiento de Infantería del batallón polaco, del que al poco tiempo salió herido de gravedad del brazo izquierdo. Imposibilitado de seguir en el frente, Kertész fue derivado a un centro de rehabilitación, en el que pasaba las tardes con su cámara fotográfica, la verdadera pasión de su vida. Los amigos soldados lo instaban a que les hiciese retratos, él en cambio gozaba capturando las luces cambiantes del día y los reflejos que se formaban cuando alguien se zambullía en la piscina del recinto.
Así nació en 1916 Nadador bajo el agua, una de sus primeras y más emblemáticas instántaneas, que ya revelaban su particular mirada, pendiente de los detalles cotidianos y alejada de las espectaculares y violentas escenas bélicas.
Su imaginario visual es revisado por primera vez en Chile, con una gran retrospectiva que abre el próximo jueves 13 en el Museo de Bellas Artes. Bajo el nombre El doble de una vida, se reúnen alrededor de 200 imágenes tomadas por el húngaro, en 60 años de carrera, marcada por sus diferentes residencias: en Budapest (1894-1925), donde inició sus flirteos con la cámara, en París (1925-1936) lanzó su exitosa carrera bajo el alero de las vanguardias y en Nueva York (1936-1962) conoció la ingratitud del mercado editorial, para ser reconocido luego, al llegar a museos y salas.
" Kertész tiene una capacidad notable para componer y encuadrar las escenas, que proviene, al mismo tiempo, de una profunda intuición y de una lógica espacial muy racional", dice Milan Ivelic, director del Bellas Artes. "Su influencia radica en la mirada del mundo anónimo, que también rescató Henri Cartier-Bresson y Roberto Doisneau. A ellos ya los tuvimos en 2004 y en 2008 en el museo. Con Doisneau reunimos a más de 100 mil personas. Esperamos que ocurra lo mismo con Kertész".
Sin etiquetas
Atraído desde niño por la fotografía que revisaba en viejas revistas alemanas como Die Gartenlaube, Kertész decidió precozmente que su futuro sería ir por la vida con una cámara colgando del cuello. Su primera foto conocida la hizo en 1912, retratando a su hermano Jenö en un bar de Budapest (Muchacho durmiendo). Después registró la guerra a través de un soldado que escribe una carta en el cuartel o una fila de hombres caminando tras una dura jornada.
El fotógrafo se fue a París en 1925. Lo mismo hicieron otros compatriotas que junto a él le dieron prestigio mundial a la fotografía húngara: Robert Capa, Emeric Fehér y Brassaï, están en la lista.
"Todos dejaron Hungría por motivos políticos e hicieron carrera lejos de la tierra natal. Hoy la fotografía húngara es igual de potente, pero lamentablemente para ser famosos los artistas siguen radicándose en el extranjero", dice Péter Baki, director del Museo Húngaro de la Fotografía, inaugurado en 1990, y que posee más de un millón de fotos de artistas locales. "Kertész revolucionó la fotografía e importó una nueva perspectiva visual, que yo llamo fotografía humanista".
Además del archivo fotográfico que posee el museo dirigido por Baki, existe un gran acervo custodiado por el Estado francés, donado por el mismo Kertész en 1984, un año antes de morir. Esas imágenes son las que llegan ahora al país, luego de ser exhibidas en el museo Jeu de Paume, de París, en 2010.
La gran mayoría corresponde justamente al período parisino, donde Kertész catapultó su fama. Allí se involucró con los surrealistas y estrechó amistad con Man Ray, Piet Mondrian y Sergei Eisenstein. Eso sí, nunca se sintió parte de ningún grupo artístico. "Su obra fue atrapada por los surrealistas, quienes lo querían dentro del movimiento. El siempre negó el vínculo", aclara la fotógrafa húngara radicada en Chile Ilonka Csillag. "Su búsqueda fue más allá de cualquier etiqueta o patrón fotográfico", agrega. Músicos callejeros, niños jugando en el campo, amantes en un café y calles desiertas, pero llenas de perspectivas, replentan su obra.
Tras París, vino Nueva York, una ciudad que lo trató con desdén. Tuvo innumerables peleas con los editores de las revistas para las que trabajó (House & Garden, Vogue, Life), por las fotos rígidas y poco atrevidas que le hacían tomar. Renunció y por bastante tiempo vivió gracias a un negocio de perfumes que llevó su esposa, Elizabeth. Se desquitó luego, al realizar su serie más alabada, que tomó desde la ventana de su departamento en Washington Square. "Fue pionero del fotoperiodismo al inventar el concepto de serie fotográfica, pero para mí su real importancia está en el rescate de los personajes anónimos. Me impactaron también sus trabajos en color, que no conocía y que ahora he podido ver. No abusa del cromatismo y hay un equilibro entre la imagen y el color con un resultado potente y siempre subjetivo", adelanta Ivelic.