Caminos de tierra y acequias malolientes terminaban con casas de paredes de cal y largas fachadas continuas de un solo nivel y techos de teja. Sencillez y austeridad. Así era el paisaje arquitectónico de la mayoría de las calles de Santiago a fines del siglo XVIII y principios del XIX, donde la pauta aún la marcaba la tradición hispano-criolla. Faltaba poco, eso sí, para que el panorama cambiara por completo. Superado el proceso de Independencia y con el afianzamiento de la República, el gobierno de don Manuel Bulnes impulsó una serie de reformas de desarrollo urbano y promovió la llegada de arquitectos y otros profesionales europeos, quienes comenzaron a imprimir un sello moderno en la capital. Claro que este cambio no habría sido posible si no fuera por la bonanza económica que comenzaba a vivir el país, con el auge de la minería y la agricultura que hicieron aparecer a una elite dispuesta a adoptar e imitar las refinadas costumbres de la alta burguesía europea, y sobre todo la francesa.
Fue entonces que en medio de las simples casas coloniales, comenzaron a levantarse mansiones, grandes para los estándares chilenos, pero pequeñas si las comparamos con las del viejo continente, las que a falta de otro nombre, recibieron el de "palacios".
Más de un siglo después, algunas de estas finas y singulares construcciones aún resisten el paso del tiempo, aunque hoy con usos diferentes a los residenciales e insertos en un paisaje posmoderno que los ha ido ocultando a los ojos de los habitantes, en el ajetreo de la vida diaria. El libro La ruta de los palacios y casas grandes de Santiago, presentado esta semana por el Consejo de la Cultura, recoge este olvidado patrimonio que recuerda uno de los capítulos más esplendorosos de la nación. "A los ojos de hoy es impensable vivir en una de estas construcciones, parece incluso absurdo ese estilo de vida en un país que ni siquiera tenía sangre azul. Pero más allá de la arquitectura, fueron dentro de esas mansiones donde también se desarrolló la vida política y se originaban las grandes decisiones", dice el conservador y restaurador de bienes culturales, Mario Rojas, autor del volumen junto al también restaurador Fernando Imas y la historiadora del arte Eugenia Velasco.
En 2012, los investigadores lanzaron un primer libro que reunió los casos de 15 palacios, que ahora se amplían a 92 construcciones. Es el primer gran registro de esta naturaleza, dividido en tres rutas: Santa Lucía, Plaza Brasil y San Lázaro (que reúne las calles Dieciocho, República y Ejército). "Muchos de estos palacios son desconocidos por el público, la idea es que la gente los reconozca, se los apropie y luche por ellos en el caso de que en el futuro quieran demolerlos", dice Rojas. El libro se distribuirá a museos, bibliotecas públicas e instituciones cultural y el público podrá acceder a él contactando a los autores en su web: www.brugmann.cl.
Uno de los más emblemáticos palacios, quizás porque fue uno de los primeros, es el de Francisco Ignacio Ossa, dueño de las minas de plata de Chañarcillo, quien maravillado con la cultura árabe, encargó construir en 1860, una réplica de la Alhambra al arquitecto Manuel Aldunate, a quien envió a Granada. Ubicada en calle Compañía 1340, hoy está en proceso de restauración y alberga a la Sociedad de Bellas Artes, por lo que puede ser visitado sin problemas. Unas calles más hacia Plaza de Armas, en Santo Domingo 1188, está el Palacio Vial Guzmán. Construido en 1890. es la única obra residencial que queda del arquitecto Emile Doyere, creador de los Tribunales de Justicia y en su interior destaca una imponente escalera de mármol. Hoy es sede de la Prefectura del Tránsito de Carabineros de Chile.
En principio el estilo neoclásico dominó la escena con edificaciones como el palacio Pereira en calle Huérfanos o el palacio Errázuriz en la Alameda. En esos años se destaca el afrancesamiento de la sociedad chilena. La elite aspiraba a vivir como en Europa e imitaba sus costumbres a través de la distribución de sus salones: un recibidor, el hall, la sala de baile, de música, comedor, salón de juegos, escritorio, biblioteca e incluso pinacoteca. No todos los visitantes podían caminar libremente por la casa, e incluso muchas veces a las señoras de la casa les estaba prohibido entrar a la sala de billar, por lo que quedaban relegadas a los salones de costura o té.
El libro también recoge aquellos excepcionales palacios que ya no están. Uno de los más emblemáticos para los autores es el Palacio Concha Cazotte (1876), del alemán Teodoro Burchard, que ubicado en plena Alameda, en el barrio Concha y Toro, estaba inserta dentro de una gran quinta, con una laguna artificial, un bosque y una gruta. Con su cúpula dorada y arquerías moriscas era parte de los palacios de corte exótico: los llamados "revivals", que revivían el misticismo de lejanos lugares como India, Egipto o China.
Muchas veces los autores de estas magníficas residencias fueron extranjeros, como los franceses Francois Brunet Desbaines, creador del palacio de Melchor Concha, hoy demolido, y Paul Lathoud, autor del Palacio Cousiño; pero también hubo arquitectos locales clave como Fermín Vivaceta, autor de la casa de Domingo Matte, de Carlos MacClure o Ricardo Larraín Bravo y Alberto Cruz, quienes diseñaron el Palacio Iñiguez Undurraga, ubicado en Alameda con Dieciocho, y el Palacio Campino Irarrázaval (1912), en Alameda 1452. Y más allá de los arquitectos, el volumen también revela a profesionales de otras disciplinas, quienes ayudaron a dar realce artístico a las construcciones a través de sus decorados. Está Jorge Pacheco, marmolista y restaurador, el escenógrafo Alejandro Boulet que trabajó el palacio Elguín y el artista francés Georges Clairin, quien pintó algunas habitaciones de la Opera de París y a quien se le encargaron murales para el Palacio Cousiño.