-¡Soy el rey del mundo!
Quien quiera que suba a la cubierta del Evangelistas, con el viento austral golpeando lo poco del cuerpo al descubierto, puede adueñarse con toda propiedad de la célebre frase de Jack Dawson, el aventurero personaje que Leonardo di Caprio hizo famoso en Titanic.
Y claro, no nos encontramos en medio de un océano infinito, arriba de un transatlántico de 40 mil toneladas ni hay tantas posibilidades de terminar como el mítico buque de Liverpool, pero sí se puede experimentar la misma sensación de libertad y aventura, mientras la Patagonia pasa frente a nuestros ojos, adentrándonos por agrestes bosques que no transan ni un centímetro, montañas nevadas que no dejan de rodearnos, aves variadas y un pueblo mítico que sale a recibirnos.
Son los canales patagónicos. Una de las áreas naturales más recónditas y prístinas de esta zona austral. Area de la cual muy pocos han sido testigos, pero que gracias a este ferry de la empresa naviera Navimag puede conocerse, uniendo Puerto Montt con Puerto Natales en cuatro días de navegación. Una alternativa muy particular de llegar a las Torres del Paine, que algunos turistas, especialmente extranjeros, están sabiendo aprovechar.
Tal vez una de las razones de la poca cantidad de público que se tienta con este viaje obedece a que el Evangelistas presta un servicio dirigido al visitante que prioriza un vínculo íntimo con la naturaleza y los patrimonios del extremo sur, antes que un servicio estilo más lujoso.
Aquí no hay piscinas ni jacuzzis, más que los canales que atravesamos, no hay salas de cine, pero sí videos y charlas introductorias sobre la glaciología, la fauna y la flora que nos cobija.
No hay casinos ni bowlings, sólo dominó y bingos por las noches.
La alimentación tampoco da para regodearse. Existen dos comedores. Uno es exclusivo para la máxima categoría que se puede aspirar (AAA), pero ambos funcionan sólo en horarios de comida, mediante autoservicio, un menú fijo y mesas colectivas en el caso de la segunda categoría.
Las espaciosas habitaciones de un crucero han sido reemplazadas por cabinas. Como máxima comodidad están aquellas con un camarote y baño privado interior (categoría AAA y AA). Eso es confort aquí. También existen cabinas con baños privados exteriores (A y BBB) y habitaciones de dos camarotes con baño compartido (BB y CC). Y si quiere ahorrar para las Torres, hay literas en el mismo pasillo (C).
Queda claro. Más que un servicio de lujo, este ferry es más bien un navío de exploración ecoturística para casi 300 pasajeros, quienes se reunirán durante las próximas 96 horas a apreciar cómo los fiordos y paisajes patagónicos más inexpugnables marcan el rumbo de esta odisea.
Día 1 y 2: Tranquilo y nervioso
Observar Puerto Montt desde el Evangelistas resulta perfecto para familiarizarse con el nivel que estaremos sobre el mar. Será un ferry, pero tiene desde su cubierta principal una altura cercana a los 20 metros, lo que permite ver los botes y casas de Angelmó como verdaderas hormigas.
La capital de la Región de Los Lagos nos despide de la urbanidad pasado el mediodía y el ferry se mete sin más preámbulo en el Seno de Reloncaví y el Golfo de Corcovado, con Chiloé protegiéndonos de la alta mar. La navegación se hace sin dar cuenta que se está sobre el Pacífico. Esa noche, como casi todas, el sueño es calmo.
Saliendo a cubierta, junto al amanecer del segundo día, surgen los fiordos, rodeados por boscosas montañas que no exceden los 800 metros.
El primero es el Pulluche, el canal más tupido de toda la ruta. Al recorrerlo asoman miles de lengas, robles, raulíes y alerces, lo que hace imaginarse cómo habrían sido estos bosques nativos antes que los colonos quemaran 5 millones y medio de hectáreas, hace ya casi dos siglos.
Sale al ruedo el canal Moraleda. El fiordo más ancho de todos, con seis kilómetros de grosor. Sus aguas dejan de ser una taza de leche. Es el primer indicio de lo que se viene. Y mientras algunos prefieren los juegos de mesa, luego del almuerzo, otros salen al puente a enterarse de cómo ingresamos al mar abierto que se bordea por una enorme y temida ensenada: el Golfo de Penas, parámetro ideal para saber qué tan "pacífico" anda este océano por estos días previos al verano.
Muy probable que el Evagelistas llegue al golfo por la noche, luego de la cena de este segundo día. Un consejo. No coma nada. Seguramente, las olas que se originan por estas peñas (de ahí su nombre, ya que la letra Ñ no aparecía en las antiguas cartas de navegación inglesas) sean de no menos siete u ocho metros. Un mar intratable que querrá hacerle el flaco favor de pasar la noche devolviendo lo disfrutado en el comedor. La bravura de estas aguas ha sido constatada por más de un barco que a lo largo de la historia se ha hundido entre estos ceñidos acantilados. Seguro no será la mejor noche, pero el Evangelistas cuenta con enfermería.
Día 3 y 4: Lo que la Patagonia se guardó
El segundo amanecer era esperado con ansias, pues daba por finalizado el paso por el golfo. La calma vuelve entre los fiordos.
Es turno del Canal Messier, que posee las mayores profundidades de la ruta, con 1.300 metros de fondo marino. Entre estos abismos se encuentra el Capitán Leonidas. Un buque de carga que encalló en un islote semisumergido llamado Bajo Cotopaxi. Hoy en el lugar existe un faro.
Tras el almuerzo, la invitación es a salir nuevamente a cubierta a ver cómo el ferry atraviesa por el canal más angosto de todos.
Es la Angostura Inglesa. Un intrincado laberinto de pequeñas islas, que forman estrechos canales de menos de 400 metros. El paso por aquí es exclusivo de un sentido y muy lento, lo que se agradece para observar en paz y a pocos metros distintas aves.
Saliendo de esta apacible zona, se ingresa a la Región de Magallanes, que da la bienvenida con unas fumarolas que salen de un puñado de coloridas casas. No estamos tan solos.
Es la localidad de Puerto Edén. Una aldea ubicada en la isla Wellington en el Parque Nacional Bernardo O'Higgins, donde viven 300 personas, en su mayoría pescadores junto a sus familias, que hacen patria en esta apacible bahía escondida. Se desconoce el año preciso en que fue fundado este asentamiento, por la sencilla razón de que desde hace 6.000 años ha sido territorio de sus "antepasados": los nativos kaweskar. Nómades que navegaron e hicieron de estas aguas su hogar, desplazándose por siglos de un lado a otro en canoas. Una cultura que luego de la colonización comenzó a desaparecer por diversos motivos: emigraciones, mestizaje, enfermedades y asesinatos. Es así como el último kaweskar que existió, Alberto Achacaz Walakial, vivió y murió en Puerto Edén hasta 2008, dando fin a un pueblo emblemático de la Patagonia.
Hoy, el Evangelistas ofrece la posibilidad de detenerse y desembarcar aquí. Dependerá de las condiciones climáticas y de la hora de arribo.
El cuarto y último día es excepcional.
Quizás el más bello en cuanto a versatilidad paisajística.
Los angostos canales dan paso a fiordos de dos a cinco kilómetros de ancho, que permiten tener una perspectiva mayor de lo que nos rodea, lo que se combina con angostos y exclusivos pasos para barcos de no más de 175 metros de eslora. Islas por un lado y el glaciar Pío XI -el más grande de Sudamérica- por el otro; cordones montañosos que desembocan en el mar a pocos metros y si tiene suerte, toninas y ballenas jorobadas saldrán a saludar.
El Canal Sarmiento, el Paso Sobenes, el Canal Santa María y el Paso White, son los encargados de guardar estos tesoros de la Patagonia.
Pasado el mediodía, Puerto Natales se descubre entre la pampa. Es el fin de la aventura. Sin grandes lujos quizás, pero no se extrañe si se ha sentido el rey del mundo.