Una sombra. Ni pantallas voluminosas de última generación -que él mismo exige no levantar- ni telones que caen: lo primero que ayer vieron los que llegaron al tercer cara a cara con Bob Dylan (70) en Chile fue su sombra proyectada en el austero telón blanco que cubría el fondo del escenario. El único reflejo -oscuro, difuso, fantasmagórico- que asoma cuando el cantautor aparece casi de imprevisto a las 20.58 horas.
Esta vez, sin la pomposa e irónica presentación que en algunos tramos de su The never ending tour lo introduce como "la leyenda viviente" o "el portavoz de una generación". No: es que, sin grandes prólogos, ahí está la sombra del mayor cantautor del siglo XX. La misma bajo la que crecieron todos, desde The Beatles y The Byrds hasta la Nueva trova cubana o la generación de autores amparada en la era del download.
Y la misma que anoche presenciaron cerca de nueve mil personas en el Movistar Arena, en un espectáculo macizo y eléctrico, que califica como el mejor del artista en el país, superior a sus visitas de 1998 y 2008 (ver crítica). Porque luego la sombra se hace carne y el hombre de sombrero vaquero y traje negro, armado tras su piano y secundado por una suerte de cinco Blues Brothers que integran su banda, suelta Leopard-skin pill-box hat, la composición sesentera con la que ha inaugurado el tramo actual de su periplo.
Pero tanta excelencia no resulta fácil. La tónica de la jornada se divide en dos: un público que supera los 30 años y que, pese a arribar sobre la hora, guarda reverencial respeto con el estadounidense, como una liturgia donde cualquier desmadre será penado como sacrilegio; y un porcentaje de esa misma audiencia que se atreve con aplausos tímidos cuando Dylan ya cuenta varias estrofas de cada una de sus canciones y, recien ahí, se puede reconocer cada creación, casi todas trastocadas en sus notas y melodías. Incluso, muchos "dylanólogos" improvisados compiten para ver quién acierta primero a las remozadas piezas. El ejercicio funcionó en It ain't me, babe, Tanged up in blue, Highway 61 revisited, Love sick y ganó una suerte de ovación en la épica Desolation row.
La genta baila, se balancea y hace gestos como si el Parque O'Higgins se sumergiera en el Lejano Oeste: todo vale para un cancionero maquillado hasta lo impredecible. Lo mismo ocurre con las emblemáticas Like a rolling stone y Blowin' in the wind, donde el cantautor, el mismo que llegó a Santiago y se enclaustró en su suite del hotel Sheraton, baja el telón del show número 2.361 del tour que inauguró en 1988 y que culmina su tercer capítulo local sin pompa ni saludos para la galería. En su estilo. Dejando que hable en escena la sola sombra de su historia.