PARECE QUE fue ayer y han pasado casi 30 años desde aquel primer viaje. Hemos volado hasta Halifax, en la costa atlántica de Canadá, para subir de nuevo a uno de los trenes más famosos del mundo: el Transcanadiense, que recorre 6.000 kilómetros desde el Atlántico hasta el Pacífico. O lo que es lo mismo, de Halifax a Vancouver.
La web de ferrocarriles canadiense (www.viarail.ca) es una invitación a viajar y a soñar. La estación de Halifax es un hervidero de gente que aguarda la salida del tren. El viento trae un aire a pescado recién capturado en estas costas de Nueva Escocia. El tren se pone en marcha y, poco a poco, la torre de la Ciudadela de Halifax queda atrás.
Uno de los camareros del coche-restaurante, con acento paquistaní, nos recomienda que no alejemos la vista de la ventanilla porque el paisaje es sorprendente. Mientras miramos, una suculenta cena con buena carne y un pastel de zanahoria ayudan a digerir el atardecer.
Vida cotidiana a bordo
Comienzan los paisajes dramáticos en cada curva del recorrido. Las Montañas Apalaches no pasan inadvertidas. Después de rodear la frontera de Estados Unidos, el tren encara la ribera del río San Lorenzo. Apenas describe ninguna pirueta, si acaso un monte por aquí, un pequeño lago por allá y el gran río se convierte en la vía de comunicación natural a través de la cual se creó la América del Norte. El tren avanza tranquilamente, devorando kilómetro tras kilómetro y sin darnos cuenta entramos en Québec. Las 20 horas de viaje son un buen entrenamiento para sentir la vida cotidiana de un tren del siglo XXI. El vagón ha ganado en comodidad, pero ha perdido en carisma.
Es ésta una región francoparlante, mucho más cercana a Europa que los territorios que hemos dejado atrás. En la oscuridad de la noche, la iluminación del Chateau de Frontenac hace imaginar la belleza de esta ciudad. Una simple silueta sirve para recordar sus casas bajas, sus tejados de pizarra y sus restaurantes con nombres y productos evocadores de Borgoña o Normandía.
Cuando amanece al día siguiente, en el coche restaurante huele a café caliente, muffins con trozos de chocolate y frambuesas... El sol empieza a aparecer por el este y en la lejanía se divisa Montreal. Llegamos a la sala de espera de la Gare Centrale, donde la elegancia es el denominador común. Una gran cantidad de túneles conectan con el downtown de la ciudad, una mezcla de rascacielos, parques y casas bajas.
Guardias de casaca roja
El siguiente tramo de nuestro recorrido nos llevará hasta Toronto. Tenemos por delante 539 kilómetros o cinco horas y media de viaje. Unos optan por la línea directa, otros por un paso por Ottawa, una buena excusa para rendir homenaje a la capital del Estado, con sus edificios neogóticos y sus guardias de casaca roja. En ambas rutas, el menú del almuerzo es apetitoso.
De Toronto continuamos a Winnipeg, a través de la planicie central canadiense, surcada de lagos y bosques. Dicen que éste es el verdadero Canadá, donde se desarrollaron las historias de la conquista del Oeste y las del trazado heroico del ferrocarril. Siguiente parada: Jasper, nombre mítico para los amantes de los parques naturales. La fuerza de las Montañas Rocosas surge de un modo salvaje, como algo mágico, con esos grandes desfiladeros.
Estamos llegando al final de nuestro viaje. Las montañas de British Columbia nos llevan hacia la costa. Ahí, al fondo, está Vancouver, capital de la California canadiense. Hemos recorrido 4.500 kilómetros desde Toronto y tan sólo tres minutos de retraso... Puntualidad absoluta. Vancouver significa la vuelta al mundo real, a las compras, a la animación nocturna y a los paseos entre restaurantes y tiendas como las de las calles de Gastown. Es el reencuentro con el mestizaje exótico de los puertos, que se aprecia en Chinatown, donde se combina el estilo del Oriente y la arquitectura colonial británica.