Hace seis años fui por primera vez al Sambódromo Marqués de Sapucaí, para ver el desfile durante el Carnaval de Río de Janeiro. Estaba ubicado en la tribuna número trece, la última al lado del arco que marca la Plaza de la Apoteosis, la explanada al final de la famosa pasarela de 700 metros de largo y trece de ancho, proyectada por Oscar Niemeyer e inaugurada en 1984.
Me fascinó el despliegue de energía, colorido, música y disfraces, y sobre todo el espectáculo de los ostentosos carros alegóricos que avanzaban lentamente acompañados de una comparsa de miles de personas disfrazadas que bailaban sin parar. Y para mi sorpresa, de pronto me di cuenta de que muchos de esos bailarines eran turistas que, al terminar el recorrido, se acercaban a la tribuna a saludar a sus amigos que los fotografiaban en medio de una algarabía y excitación propias de haber participado en el que los cariocas denominan "el espectáculo más grande de la tierra".
Lleno de envidia, me acerqué a un grupo de belgas y les pregunté cómo y por qué habían terminado bailando ahí. Y me contaron que es muy fácil, que basta con pagar el costo de una fantasía -como se le llama al disfraz- para poder desfilar con una de las escuelas. Me prometí que apenas pudiera haría lo mismo.
En febrero de este año, mientras buscaba en Google información sobre el Carnaval de Oruro, en Bolivia, me apareció el link de la web www.carnavales-brasil.com y el clic fue instantáneo. El sitio tenía toda la información sobre el Carnaval y, además, una lista con las escuelas de samba participantes que aún tenían disponibles fantasías para el desfile 2016. Entre ellas, la Escuela Emperatriz Leopoldinense, que tenía un par por 450 dólares. Sin pensarlo, llené una solicitud, puse mis medidas, la talla de los zapatos, pagué y quedé inscrito en el desfile programado para las dos de la madrugada del martes 23 de febrero. La única instrucción que recibí fue que debía retirar mi disfraz el viernes anterior al desfile, en un hotel de Copacabana. Nada más.
Así fue también como a dos semanas de la fecha más demandada del año en Río, terminé comprando pasaje y reservando hotel, gracia que no me salió barata. Todo para lograr llegar el viernes indicado al Hotel Atlántico de Copacabana en busca de mi fantasía, un traje de payaso hecho de poliéster verde y rojo, con lentejuelas doradas, negras y rojas perfectamente bordadas y lleno de detalles; un alto sombrero de copa adornado con tres frondosas plumas fucsias, más zapatos, calcetines y guantes. Un disfraz perfectamente hecho, que uno se puede quedar y traer de vuelta después de la fiesta.
Aproveché la visita al hotel para preguntar por los detalles prácticos, pero sólo me dijeron que debía presentarme ese día ya disfrazado en la zona de concentración a más tardar las once de la noche, y que el disfraz hace de ticket de entrada. Ahí tendría que ubicar la escuela y seguir las instrucciones de los organizadores.
La zona de concentración -o el backstage- está en la calle perpendicular a la entrada del sambódromo, que esos días está cerrada al tráfico para que se ubiquen las escuelas en fila, por orden de presentación. En los quioscos venden cervezas y sándwiches y cerca de ellos hay baños químicos que no dan abasto para atender la demanda: hay más de quince mil almas entre brasileños y turistas de todas partes del mundo impecablemente ataviados con sus disfraces, sacándose fotos, conversando y moviéndose por todos lados. Camino entre ellos, disfrutando del extraño cuadro surrealista, en busca de la Emperatriz Leopoldinense. Hay treinta y dos grados y la humedad es casi insoportable. Todos transpiran y toman cerveza.
Entre el gentío, diviso de pronto otros sombreros con plumas como el mío y me acerco al grupo. Saludo a una familia de japoneses que vienen de Tokio como si fueran mis hermanos, y ellos responden como si me conocieran de toda la vida. Seguimos juntos hasta el primer carro alegórico de nuestra escuela y nos indican que a nosotros los payasos nos corresponde el ala nueve, formada por otras cien personas vestidas de la misma forma, pero nos sugieren que esperemos ahí que nos vengan a maquillar.
Es nuestra escuela van a desfilar ocho carros alegóricos acompañados por una comparsa de tres mil doscientas personas. La presentación será rigurosamente evaluada por los jueces apostados a lo largo del sambódromo. Cada año, las escuelas eligen un "enredo" o tema para representar en el desfile y el nuestro es la vida y trayectoria musical de la famosa dupla que forman los artistas Zezé di Camargo y Luciano, y un homenaje al universo de los Caipira, campesinos del interior del estado de Sao Paulo.
El desfile es una competencia muy seria y las exigencias son máximas. Si uno se presenta con el traje incompleto no puede participar, están estrictamente prohibidas las cámaras fotográficas, filmadoras y más todavía sacarse selfies mientras se desfila. El que no cumple es apartado inmediatamente. La comparsa no ensaya ni baila, sino que se va moviendo respetando la formación que se organiza antes de comenzar.
Cada escuela tiene un máximo de una hora 20 minutos para su presentación en la pasarela y la espera de nuestro turno es relajada. Ante el calor, mucha gente se saca el atuendo y se queda en traje de baño. Pero cuando la escuela anterior a la nuestra entra al sambódromo se acaba la tranquilidad y el ambiente se electriza. Todos se ponen sus disfraces, los carros alegóricos empiezan a ser vestidos e iluminados y los bailarines que van a ir a bordo aparecen con sus estrambóticos trajes y accesorios. Los jefes de ala gritan ordenando a sus grupos en filas de ocho. Todos estamos como en trance.
Se arreglan los trajes, se dan los últimos toques de maquillaje, se esconden cámaras y celulares y se botan las latas de cerveza. De pronto estamos todos formados, algo histéricos, pero listos para entrar. Arriba sobrevuelan helicópteros y drones con cámaras que transmiten sus imágenes a las pantallas que hay en los quioscos cercanos. Nos pegamos en las palmas de las manos y nos hacemos signos con el pulgar levantado en señal de que todo está bien. Algunos gritan "mierda, mierda" tal como los actores antes de salir el escenario. Los carros, ya armados, dejan con la boca abierta por su belleza, dimensiones y sofisticados detalles. Tienen enormes figuras con luces, espejos y telas que se mueven haciendo todo tipo de efectos especiales. Avanzan unos pocos metros y se acercan a una enorme grúa que deposita lentamente sobre la parte más alta del carro a una maravillosa mujer vestida con un diminuto bikini hecho con piedras brillantes, de cuya espalda cuelga un círculo con espejos y plumas verdes. Todos aplaudimos.
De pronto empieza a sonar la batería junto con los fuegos artificiales que anuncian la entrada oficial de la Emperatriz Leopoldinense al sambódromo. En tres minutos estamos enfilando por la pasarela iluminada y repleta con más de cien mil personas. Carne de gallina. Hasta me dan ganas de llorar, pero en vez de eso grito fuerte y comienzo a moverme junto a mis compañeros. Miro a las tribunas. La gente aplaude y también grita. Desde los compartimientos privados a los que las empresas invitan a sus clientes VIP nos miran hombres y mujeres flamboyantes, mientras beben champaña bajo el aire acondicionado. Los periodistas apostados a lo largo de la pasarela toman fotos con sus enormes lentes y los animadores de televisión comentan en vivo.
Pero el desfile avanza lento. Muy lento. Y ahora sí que hace un calor insoportable. A los 15 minutos ya estoy sofocado y entero mojado. Me asusta la idea de desmayarme pero opto por moverme y dejar de pensar en el calor. Me concentro en el espectáculo, la gente y en la música, siempre el mismo tema que se repite una y otra vez. Treinta minutos y una voluminosa payasa de mi grupo se desmaya y cae al suelo como saco de papas. De inmediato llega un equipo de seguridad con camilla y en una operación relámpago la recogen y se la llevan. El show debe continuar.
Siento un poco de claustrofobia y me dan ganas de empujar el carro alegórico para que avance más rápido. Ya quiero terminar. No aguanto más, y cuando creo que de verdad me voy a caer al suelo y no puedo pensar en nada más que en agua, diviso el arco que anuncia que estamos llegando al final de la pasarela.
Los carros empiezan a salir a la derecha y los bailarines de la comparsa, a la izquierda. Busco un vendedor, saco de uno de mis grandes zapatos de payaso los pocos billetes que traigo, empapados y asquerosos, y consigo una botella de agua y sacarme la chaqueta. Atrás siguen saliendo los bailarines, muchos igual o en peor estado que yo.
Son casi las cuatro de la mañana y no puedo creer lo que acabo de vivir. Estoy en estado de excitación máxima y, pese al calor, el ahogo y la sed, contento de haber cumplido este sueño, una experiencia que le recomiendo a cualquiera, aunque yo no creo que la vuelva a repetir.T
Carnaval de Río: Una noche con la comparsa
Miles de cariocas y turistas vestidos con espectaculares fantasías desfilan cada año junto a las escuelas de samba en el Carnaval de Río de Janeiro. En la última versión hubo un chileno que se paseó vestido de payaso por la pasarela. Esto es lo que vio. <br>