La semana pasada, el Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, suspendió seis señales de televisión -entre ellas, la señal internacional de TVN- bajo la acusación de que no emitían sus discursos. Pocos días después, esa autoritaria y egocéntrica decisión fue revertida respecto de algunas señales, probablemente ante el rechazo de la comunidad internacional y por lo impresentable que resulta la argumentación justificatoria esgrimida.

¿Pero acaso puede, a estas alturas, sorprender que el gobernante venezolano adopte decisiones que violentan una mínima libertad de expresión y de prensa? Pues, ¿cabe alguna duda de que Venezuela, desde hace largo rato, se encamina a pasos bastante agigantados hacia un sistema autoritario que intenta recubrir de una égida de apariencia democrática?

Aun cuando pueda esgrimir una legitimidad democrática en su origen, pues llegó al poder a través de elecciones libres y competitivas, el Presidente Chávez se ha ido apartando, paulatina, pero persistentemente del comportamiento democrático más elemental. A estas alturas, ya no se conduce como un representante elegido para un mandato con responsabilidad política, sino como si fuera el dueño absoluto del gobierno. Así, ejerce su poder por encima de cualquier sistema de control o contrapeso a su gestión, sin aceptar la disidencia ni vacilar en castigar a la prensa que no le es obsecuente. Y para mantenerlo, ha procedido a restringir severamente las libertades ciudadanas, ha entorpecido la autonomía judicial, politizado a las fuerzas armadas, militarizado a la sociedad civil e intentado perpetuarse en el poder a través de la reforma de la Constitución.

Aunque Chávez mantenga los rituales electorales propios de una democracia, al poco andar, éstos habrán devenido en una mera liturgia procesal, vacía del verdadero sustrato de un estado democrático de derecho: el reconocimiento y protección de las personas y de sus derechos y libertades públicas. Lo riesgoso, más allá del porvenir de Venezuela, es que varios líderes políticos regionales parecen seducidos por la retórica del "socialismo del siglo XXI" y ponen proa en sus propios países hacia destinos inciertos.

Desde hace décadas que América Latina vive momentos de gran confusión. En los años 90 pareció consolidarse una apuesta por la democracia política y la economía de mercado como modelo de desarrollo, pero luego comenzó a avanzar a tropezones y con zigzagueos.

La falta de profundidad y de perseverancia para implementar las reformas estructurales necesarias y la debilidad institucional endémica de nuestra región, terminaron por torcer el camino que conducía hacia la libertad política y económica en algunos países. Ello, los orientó hacia antiguas recetas estatistas y dirigistas que, tan conocidas como fracasadas, más de una vez han terminado por ahogar la libertad en América Latina y empujar por el despeñadero de la pobreza a sus habitantes, condenándolos a una vida de miseria y sin horizonte de retorno para sus hijos.

Por ello es que el gobierno de Sebastián Piñera tendrá la gran oportunidad de ser una luz de esperanza y energía para esa parte de América Latina. La misma que  que espera el resurgimiento de una política que crea en las personas, en su dignidad y en su libertad, que reconozca sus derechos y que no ahogue sus iniciativas ni sus ideas, sino que las promueve y fomente, para poner en marcha todo su potencial creador, permitiéndoles ser protagonistas de su propio futuro.