SOY EDUARDO Henríquez Acuña, tengo 42 años y hace un poco más de cuatro vivo en Futaleufú, Patagonia chilena, en medio de la cordillera, en la zona sur de la Región de Los Lagos. Soy nacido y criado en Santiago. De profesión, Ingeniero Civil Industrial de la Universidad de Chile (también soy azul de corazón) y luego MBA de la Universidad Católica. Trabajé en Santiago durante 15 años, y durante los últimos cuatro estuve a cargo de una gerencia de administración y finanzas.
Ahora les propongo revisar cómo era mi vida hace cinco años. Mis posesiones: vivía solo en un departamento de tres dormitorios y dos baños. Tenía un auto moderno, grande y del año, además de un jeep para trasladar mis equipos para hacer deporte al aire libre. En mi clóset había 20 tenidas de trabajo, incluidos pantalones de sastre, camisas de vestir de marca, más de 30 pares de zapatos y corbatas de seda italiana. Una pantalla de plasma, un equipo de audio profesional, una colección de más de 1.000 cedés y devedés. También un sillón de cuero italiano, un bar con muchas botellas en medio del living, lindos muebles, elementos decorativos y una gran colección de cactus.
Tenía muchas cosas. Tanto que en un minuto la pieza chica y la bodega se empezaron a llenar con ropa, tres bicicletas, cuatro tablas de windsurf, cuatro baterías musicales, 10 guitarras, más de un amplificador y cientos de revistas a las que estaba suscrito y nunca alcanzaba a leer. Me empezó a faltar espacio físico y me di cuenta de que no era funcional... simplemente, sin siquiera cuestionarme cuál era su real aporte.
Veamos ahora mi rutina diaria. Me despertaba a las seis de la mañana para tomar desayuno y ducharme. Salía a las 6:50 hacia mi trabajo. Trabajaba de 8 de la mañana a 6 de la tarde (creo, ya ni me acuerdo de mi horario de salida). Luego iba al gimnasio cerca del trabajo, para evitar el taco de regreso a la casa. A las nueve y media llegaba de vuelta a ver un poco de televisión, comer algo y, luego, dormir para comenzar al día siguiente la misma rutina. Los fines de semana viajaba generalmente fuera de Santiago, practicaba deportes al aire libre o simplemente hacía turismo urbano, alojando en hoteles cómodos y comiendo en restaurantes. Iba al cine y a recitales con frecuencia y mantuve un par de bandas de rock en las que toqué distintos instrumentos. También viajaba al extranjero dos o tres veces al año, por trabajo o placer, privilegiando destinos en Europa y Estados Unidos, e incluso China...
Pero a los 37 años decidí renunciar a mi trabajo (y ese día le regalé a mi jefe un segmento del Canto a mi mismo, de Walt Withman) y planifiqué irme a vivir a Futaleufú, donde estaba quien había sido mi pareja los últimos cuatro años y a quien iba a visitar con frecuencia.
¿Planes? Trabajar en turismo en un segmento poco explotado en la zona.
Con poco
Volviendo a mi vida de hoy, gano una cifra que podría ser considerada irrisoria entre mis compañeros ingenieros, y que si la comparo con lo que ganaba antes de salir de Santiago es al menos ocho veces menor. Vivo en una casa arrendada con un amigo que es concejal. Duermo en una cama prestada de una plaza. Tengo algunos libros, dos computadores Apple, una camioneta que uso para trabajar, ropa informal y suficiente para una semana sin repetirse.
De Santiago sólo me traje mi sillón, la colección de cactus, mis vasos, cedés, instrumentos musicales, unos muebles diseñados y fabricados por mí y, en general, cosas que tienen un valor sentimental. Ahora pienso que comprar en exceso es derrochar. Que ocupa espacio y no me aporta valor. Desde que llegué acá no me he comprada ropa. Nunca. A no ser calzoncillos y calcetines. El resto es lo mismo que me traje hace cinco años. De hecho, todavía tengo guardada y cuando me falta saco de ahí.
Si me pongo algo más formal y discursivo, me alejé del lugar común de la vida de quienes ejercen mi profesión en las grandes ciudades y lo reemplacé por una vida simple, sin lujos en el sentido común de la expresión.
Tengo mi propia empresa, Turismo Fortius (que en latín significa "fuerte" o "valiente"), en la que trabajo como tour operador local y vendo, con agencias y en forma directa, programas de actividades al aire libre. La temporada de trabajo en turismo comienza a mediados de diciembre y termina a fines de febrero. En ese tiempo genero ingresos para vivir por seis u ocho meses. El resto del año hago actividades como reparar bicicletas o producir eventos. Algunas son remuneradas y otras no, pero siempre recibo alguna retribución (por ejemplo, haciendo chicha de manzana, no recibo parte de lo producido, pero aprendo cómo se hace y me invitan con frecuencia a consumirla…).
Veamos ahora mi rutina: NO TENGO RUTINA ni horarios. Mi agenda es de corto plazo, dos meses máximo, salvo cuando necesito hacer actividades promocionales de turismo. Tengo muchos conocidos (cosa común en un pueblo de 2.000 habitantes) y unos cuantos buenos amigos (y muy buenas amigas), que en su mayoría son de Futaleufú, comunidad con valores arraigados (respeto, solidaridad, compromiso, confianza, entre otros) y no transables como ocurre en las grandes ciudades, en donde prácticamente no existe la delincuencia ni la pobreza extrema. Un lugar amable, que me ha acogido con cariño y hacia el cual sólo siento agradecimiento.
Todos los días almuerzo y como en lugares distintos, en casas de amigos. Acá convivir entre las personas es algo natural y necesario, y sucede en forma armoniosa día a día. Amanecer en un lugar rodeado de montañas vírgenes es una maravilla que me llena de energía y me motiva a vivir y disfrutar de cada día. Para ponerlo en una de mis frases al estilo Jodorowsky: "Mis días son todos iguales, es decir, todos distintos"… un sábado o domingo es muy similar a un día cualquiera dentro de la semana.
Pero siempre hay costos al optar por un cambio de vida tan drástico. Ha sido un proceso de aprendizaje intenso y con fracasos y tropiezos que ayudan a ir enmendando el camino. Hace poco más de un año dejé a mi pareja (la mejor hasta ahora), después de siete años, y pasé un solitario invierno el año pasado. Así y todo, el único costo relevante hoy es estar lejos de mi querida madre y hermana.
Así vivo. Y no fue que no me gustaran las cosas que acumulé en Santiago, sólo que las tenía en exceso. Porque, claro, tenía las condiciones y podía hacerlo. Si volviera a vivir alguna vez en una ciudad grande, probablemente tendría las mismas cosas, pero en mucho menor cantidad.
PD: Vengan a Futaleufú.