Juan José Lazcano es egresado de Derecho de la Universidad de Chile, tiene 35 años y es aprendiz de chinchinero. Un oficio de origen popular que estudia en la Escuela Carnavalera Chinchintirapié, la única instancia en Santiago que desde julio de 2006 enseña esta patrimonial profesión. De lunes a viernes usa un terno como cualquier capitalino, pero el fin de semana se pone traje rojo con adornos varios, camisa y sombrero negro y, luego, ata una cuerda a su zapato.

Con ese cordel hace retumbar su onomatopéyico chin chin, dos platillos colocados sobre el bombo que suenan gracias a la acción de una cuerda amarrada a su pie. Juan José causa estruendo por las calles al tocar simultáneamente este instrumento y un bombo que lleva en su espalda y que golpea con unas varas. En paralelo, baila acrobáticamente dando vueltas, con gran fuerza y habilidad.

Los sábados se reúne en la Usach o el Galpón Víctor Jara con ocho chinchineros y más de 70 ejecutantes de otros oficios "carnavaleros": bailarines, músicos y figurines con máscaras.

En 2005, en vísperas de un 18 de septiembre, presenció al experimentado chinchinero Guillermo Saavedra tocando en el centro de Santiago. Con el impulso secreto de la memoria colectiva, creyó ver en su espectáculo la perdida magia del carnaval. En ese momento se percató de que ese arte formaba parte de la identidad de la zona central y que no se realizaba en ningún otro país.

Juan José considera que el bombo del chinchinero es un sobreviviente de los antiguos carnavales de la zona central o chinganas coloniales, que fueron relegadas masivamente desde los albores de la República, sólo a la celebración de las Fiestas Patrias. "Desde la época de O'Higgins, el carnaval fue incómodo y fue prohibido por la autoridad. No tenía apoyo y siempre se hacía a espaldas a la oficialidad", explica.

Otra de las razones de la desaparición del carnaval en Chile es la existencia de una escasa población de raza negra que, en otros países, defendió la continuidad de estas manifestaciones. "Chile nunca ha sido un país de gran diversidad cultural. Nuestra idea musical parte del chin chin como tambor base, del que se toman sus ritmos y sonoridad para construir sobre ello nuestra propuesta carnavalera", señala.

La bailarina y trabajadora social Rosa Jiménez (38) es otra de las creadoras de la escuela. Es una visionaria que empezó a idear este proyecto desde mediados de los 90. En esa época presenció celebraciones callejeras, influenciadas por el teatro del director Andrés Pérez, y batucadas en La Pincoya y La Legua. Para ella el carnaval es algo muy serio. Aunque esa frase resulte una paradoja, tiene sentido.

En el carnaval se reúnen las tradiciones populares, los mitos, las artes y, en algunos casos, la crítica social y política cuando no puede expresarse de otra manera. En los espectáculos de la Escuela Carnavalera Chinchintirapié destaca, incluso, una escena con máscaras que satirizan la represión policial que sufren los actos callejeros. "No es una escuela formal, no ponemos notas ni entregamos un certificado. Es un trabajo organizado en forma colectiva de gran valor. La gente se toma el espacio público con una idea de gratuidad", dice Rosa.

En el carnaval todos quieren gozar, pero la máxima estrella es quien golpea los platillos de esta forma particular. Se sabe, a través de la historia oral, que a fines del siglo XIX llegaron 300 organillos a Valparaíso. El chinchín se desarrolló después, tomando la idea del "hombre orquesta" que acompañaba al organillero junto a un viejo loro desplumado o un monito vestido con un clásico chaleco. Se cree que este oficio y el instrumento se inventó en la Quinta Región y al tiempo se extendió hacia la zona central. "Es una orquesta reducida para que una sola persona recaude más dinero. Es un oficio de sobrevivencia ligado a la astucia del chileno", señala Juan José Lazcano.

Peregrino callejero, el hombre detrás del bombo no sabe de globalizaciones ni modernidades. Su única obligación es entretener.