En una entrevista publicada a mediados del 2013, el director del New Yorker, David Remnick, afirmaba que los analistas políticos normalmente eran muy malos para predecir el futuro. Los analistas son buenos para ajustar cuentas con el pasado, no con el porvenir. Remnick apelaba al ya clásico ejemplo del derrumbe del imperio soviético, donde no sólo el gremio, sino también la CIA, la academia, los servicios de inteligencia de todas las potencias occidentales y todos quienes se dedican a esa dudosa y hermética ciencia que es la futurología, fueron superados tanto por el curso como por el desenlace de los acontecimientos. Pueden darse muchos otros ejemplos. George Orwell, considerado con razón como el mejor cronista de la Guerra Civil Española, pensaba hasta bien avanzado el desarrollo del proceso que el conflicto iba a terminar en una negociación entre el gobierno y las fuerzas nacionalistas de Franco, donde las cosas de algún modo se iban a acomodar en un pacto de moderación con los grupos más exaltados de la república. ¿Significa que Orwell no entendía nada de lo que estaba ocurriendo? Lo más probable es que no. Orwell, a pesar de todos sus sesgos, manejaba en ese momento excelentes niveles de información. Lo que ocurrió es que terminaron gravitando en el desarrollo de la guerra variables que seguramente subestimó.

La realidad, la historia, siempre es más sorpresiva y chúcara. Por lo mismo, cualquier anticipo de lo que pueda ocurrir después del actual gobierno de la Presidenta Bachelet -restándole todavía tres largos años por delante- no es otra cosa que un ejercicio especulativo a partir de las cartas que están sobre la mesa hoy. Vaya uno a saber las que podrían aparecer mañana.

De momento, la pregunta sobre si la derecha va a alcanzar a rearticularse de aquí al 2017 dista todavía mucho de encontrar una respuesta satisfactoria. Porque al final lo que va a mandar no sólo es la capacidad que tengan los partidos del sector para reinventarse y volver a conectar con la ciudadanía, sino también la mayor o menor adhesión que termine capturando el gobierno. La derecha podría hacer muy bien sus tareas -cosa que hasta ahora no ha hecho y se ve difícil-, pero si Bachelet consigue en el tiempo que le resta revertir los niveles de desaprobación con que cerró su primer año de gobierno, lo más probable es que el signo de la administración que vendrá será continuista.

Tal como están las cosas, si la oposición no apura el tranco -si la UDI no se logra zafar de los grilletes que le impuso el caso Penta, si RN no encuentra su destino en una matriz de liberalismo político moderno, laico y abierto a la clase media que debiera ocupar, y si los partidos no consiguen entenderse con los demás grupos políticos del sector-, la derecha va a tener que prepararse para un largo período de marginalidad. En este rincón ya lleva un año, desde que la ciudadanía la condenó a ser minoría en ambas cámaras legislativas. Otra legislatura así y el sector difícilmente aguantará. Si eso llegara a ocurrir, Chile comenzará a parecerse al resto de los países latinoamericanos, donde la derecha prácticamente desapareció del escenario político y debe camuflarse o refugiarse tras el populismo personalista, como en Perú; tras el peronismo conservador, como en Argentina, o tras una socialdemocracia que no se atreve a decir su nombre, como en Brasil. El costo que pagan estos países por estas distorsiones es enorme -enorme incluso en el plano semántico- y se traduce en falta de contrapesos y de verdaderas alternativas de poder.

Por el lado de la Nueva Mayoría, hasta donde la vista alcanza, las definiciones de fondo son aún más inciertas. La coalición gobernante en algún momento tendrá que optar entre sus dos almas y nadie puede anticipar si en definitiva se va a imponer el gradualismo que primó en los 20 años de administración concertacionista o el reformismo más radical con que la Presidenta debutó en su primer año de gobierno. Esta disyuntiva sigue estando presente en el oficialismo y la propia indefinición en que la Mandataria se mantiene describe su deseo de no pagar en el largo plazo los costos asociados a elegir entre una u otra opción. El énfasis en este primer año -qué duda cabe- fue resueltamente reformista. La Moneda sacó adelante cambios profundos en la estructura tributaria, logró aprobar una reforma educacional que le pone techo a la educación particular subvencionada y trajo de vuelta al Estado en diversos espacios donde su presencia, a juicio del gobierno, se había debilitado. Las encuestas actualmente dicen que nada de eso ha sido bien evaluado por la ciudadanía, pero habrá que ver lo que ocurre en 2016, cuando la educación superior debería pasar a ser gratuita y sepamos si la economía recupera el dinamismo que perdió en 2014. Porque tampoco lo va a recuperar este año, que según los expertos ya está jugado a una tasa de crecimiento inferior a la potencial.

La posibilidad de que la Nueva Mayoría termine abjurando del gradualismo es alta y nada lo ilustra mejor que el protagonismo que está consiguiendo en la izquierda Marcos Enríquez-Ominami, el más tenaz de los críticos a los gobiernos de Frei, Lagos y Bachelet I. Queda todavía mucho para que pueda ser él la carta que levante el oficialismo el 2017 -tendrá que mejorar sus redes con los viejos tercios de la Concertación, tendrá que convencer a la DC-, pero no es poco lo que el propio candidato podría poner de su parte si modera algunos de sus planteamientos. Algo de eso ME-O ya lo ha estado haciendo y por algo las encuestas lo sitúan entre las figuras con más futuro del sector. La carrera, en cualquier caso, no está garantizada.

La política chilena, que tenía lógicas previsibles hasta el aburrimiento hace algunos años, se ha vuelto líquida. Bachelet creía tener la llave del futuro a partir del malestar ciudadano que se expresó en las protestas sociales del 2011 y se ha llevado una desilusión, porque lo que ella creyó no es lo que la sociedad chilena quiere. La derecha a mediados del año pasado veía la cancha despejada, hasta que el caso Penta hundió en la vergüenza a la UDI. El gobierno cantaba victoria a fines del año pasado tras concluir el 2014 con triunfos políticos sustantivos en el Parlamento y una oposición en el suelo, hasta que el caso Caval volvió a mover las agujas en su contra. La política es puro corto plazo.

En esas andamos. Como no hay liderazgos potentes, la marcha es de tumbo en tumbo.