La iniciativa de un grupo de senadores chilenos de viajar a Venezuela como observadores en la elección parlamentaria de septiembre próximo ha generado una polémica en la que el gobierno de Chile, a través de su Cancillería, ha intervenido, generándose un roce diplomático que -si bien hay indicios de que su alcance será limitado- hubiera podido evitarse.
La intención de los parlamentarios de asistir a los comicios es legítima, no debería entenderse como conflictiva per se tratándose de países democráticos y con relaciones amistosas como Chile y Venezuela, y ciertamente no ameritaba la destemplada reacción que ha producido de parte de la Asamblea Nacional venezolana y del propio Presidente Hugo Chávez, que acusan una supuesta intervención en sus asuntos internos.
No obstante, aunque discutible, también es legítima la decisión de Caracas de no permitir la entrada de observadores electorales, en este caso vinculados a la oposición venezolana y a los que -con razón o sin ella- presume una predisposición a cuestionar la validez de los comicios y a contrariar al gobierno.
No parece, por ende, que incluso los duros calificativos con que Venezuela se refirió al Senado de Chile tras conocerse la idea del viaje de los parlamentarios fueran motivo suficiente para justificar una declaración a través de la cual el Ejecutivo chileno se hizo parte del impasse de manera inconveniente. La intervención de la Cancillería nacional fue consecuencia de una iniciativa política de senadores chilenos que en nada comprometía al gobierno y que era de su sola responsabilidad. Los parlamentarios, ante la negativa de Miraflores a permitirles viajar, involucraron en su agenda al gobierno chileno cuando le pidieron respaldar el proyecto de acuerdo para el envío de observadores a Venezuela, con lo cual el interés del Estado de Chile se confundió con los objetivos políticos de varios senadores.
Los costos de este episodio, sean cuales sean, los pagará Chile y la relación de su gobierno con un país de la región, mientras que el único beneficio concebible es para la proyección comunicacional de los parlamentarios involucrados. Si, además, hubo consideraciones de otro carácter, como la intención de La Moneda de tender puentes con la DC -uno de cuyos senadores aparece liderando la idea el viaje a Caracas-, cabe recordar que una política exterior sólida y con sentido de Estado no se construye sobre estas bases. Si este caso hubiera involucrado a vecinos como Perú, Bolivia y Argentina, de seguro el gobierno hubiera tenido una reacción más prudente que la demostrada en esta ocasión, sin costos evitables para la relación bilateral a raíz de una polémica que le es ajena.
Desde luego, la actitud de Venezuela es reveladora, pues su gobierno ha rechazado por años la visita de observadores electorales o de enviados de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, argumentando estar cercado por enemigos de su proyecto ideológico. Pero si el régimen venezolano está acosado, lo está por el número y gravedad de los problemas que él mismo ha provocado, en todos los ámbitos de la vida nacional, en nombre de un proyecto ideológico que hasta ahora sólo ha entregado beneficios retóricos.
La economía de Venezuela es la única en recesión de América Latina y, pese a la riqueza petrolera, la mayoría de sus habitantes aún vive en la pobreza; su sociedad vive un clima de aguda polarización y crispación; el deterioro de las instituciones es severo y todo apunta a que la corrupción sigue siendo una de las principales taras del Estado; los niveles de inseguridad y delincuencia están entre los peores del mundo; finalmente, la praxis gubernativa y el despliegue de su agenda política han puesto seriamente en entredicho la calidad de la democracia venezolana, y el respeto de algunas garantías y derechos fundamentales.
El actual gobierno de Chile es crítico del proyecto político bolivariano, pero ha dicho que ello no significa abonar una mala relación con Caracas. Sus actos deben reflejar esa postura.
Controversia entre Chile y Venezuela por anuncio de viaje de senadores
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