En una pequeña sala del segundo piso de su casa, bajo un tragaluz que deja ver un trozo del cielo gris de esta tarde de domingo, Vicente Monge mira un video. Los ojos un poco acuosos. La vista fija en la pantalla. Allí se suceden las imágenes de una niña de unos cuatro años que se ríe, que corre en traje de baño, que busca regalos de Navidad en el patio, que camina de la mano de una madre muy joven. La niña usa el pelo largo, tiene los ojos claros. Es su primera hija mujer, después de dos hombres. Se llama Verónica.

"Lo duro de ver estas imágenes es pensar que ella ni nadie podía imaginarse todo lo que le tocaría después", reflexiona el padre.

Vicente Monge sigue con la vista clavada en el video, que 10 minutos después mutaría esas imágenes alegres en pura tristeza. En fotos que se suceden sin palabras ni pausas, y que con la música de La Misión de fondo muestran a esa niña, convertida ahora en una mujer de 23 años, luchando contra el cáncer. Un cáncer rarísimo, muy maligno, que en 30 meses le arrebató la vida.

Este video, que hoy tiene silencioso al padre, fue el que se usó hace dos semanas en la presentación del libro Al otro lado del camino, escrito por la historiadora Patricia Arancibia, donde se cuenta la lucha de Verónica contra un rabdomiosarcoma alveolar muy avanzado. Vicente recuerda que ese día, el del lanzamiento, muchos en el público lloraban. Que él apenas pudo contenerse antes de subir al escenario.

¿Cómo es el peregrinaje de un padre que acompaña a su hija a morir? Vicente Monge se atrevió a contestar esa pregunta, aunque sabe que eso implica revisitar el episodio más triste de su vida. Como el ejercicio es duro, prefiere hacerlo en su casa, un fin se semana, en dos largas entrevistas. Necesita estar tranquilo, al margen de la rutina agitada que lleva en su oficina de presidente en Chile del banco de inversión JP Morgan.

Mientras Monge cuenta su batalla, una lluvia persistente cae sobre Santiago.

La primera alerta fue un pequeño bulto en la ingle. A Verónica Monge Márquez -la Verito- eso le molestaba un poco, así es que antes de que la familia partiera de vacaciones al sur se lo comentó a su madre. Fueron donde una doctora, quien les dijo que era un furúnculo o un pelo encarnado. Nada grave. Vicente, su esposa y sus cinco hijos partieron sin preocupaciones a Villa La Angostura, toda la segunda quincena de ese febrero de 2008. El problema es que el bultito de la ingle siguió creciendo. Ya no era del tamaño de una almendra. Era como una mandarina.

Recuerda el padre:

"El domingo que llegamos de las vacaciones, a principios de marzo, yo viajé en la noche a Nueva York por trabajo. Al día siguiente, la Verónica, mi mujer, llevó a la Verito al doctor. La derivaron a un especialista, que dijo que había que sacar el quiste. Se programó para el otro día. Mi señora me llamó, pero no estábamos preocupados. Para mí era casi como sacar una muela. Cuando llegué a Santiago me fui a acompañarlas a la clínica. Todos tranquilos. La operaron, y mientras ella estaba en recuperación, el médico nos dice que es cáncer. Entonces se te viene el mundo encima".

"Uno queda en shock. Lo primero que pensé fue cómo esto le iba a cambiar la vida a ella y a nosotros. El doctor nos dice que en una semana más, con los resultados de la biopsia, sabríamos el apellido del cáncer y su gravedad. Decidimos no contarle nada a la Verito. Eso me dolía, no jugarle tan limpio, pero era para evitarle un poco el dolor. Para retrasárselo. Fue una semana mala. Acordamos con los médicos que a nosotros nos dijeran un día antes. Y así fue: nos explicaron que era un cáncer raro, de niños y que ataca los huesos o los músculos o las dos cosas. En el caso de la Verito fueron los músculos: el núcleo estaba en la planta del pie y de ahí se había ramificado. Con la Verónica quedamos mal. Salimos a caminar, nos fuimos a la terraza del Club de Golf, conversamos lo que iba a ser el día siguiente, cuando la Verito se enterara. Llegamos a la casa con una pena salvaje. Mirábamos a la Verito y contábamos las horas. Al día siguiente, que era mi cumpleaños, la invitamos a almorzar al Club de Golf. Después nos fuimos a la clínica… Me acuerdo la tristeza de ese trayecto, era como caminar con un condenado cuando lo llevas al patíbulo".

La hija, que tenía 23 años y terminaba Pedagogía Básica en la Universidad de Los Andes, supo entonces que las cosas no estaban bien. Que estaba enferma, que en Chile no había tratamiento y que debían irse al extranjero. Tras semanas de averiguaciones, Vicente Monge dio con el lugar preciso: el Memorial Sloan Kettering Cancer Center, en Nueva York. Debieron partir de un día para otro, a fines de marzo. Por suerte ya tenían las maletas casi hechas. Verito y su madre pensaban que sería por tres meses. El padre calculaba entre seis y nueve. Todos se equivocaban: serían dos años y medio.

El doctor Leonard Wexler, a cargo de su caso en el Sloan Center, fue claro: sería un tratamiento de 18 ciclos de quimioterapia. Cada ciclo de dos semanas, y una semana de descanso. Pero los tiempos empezaron a alargarse, porque Verónica -cuyo cáncer fue recalificado aquí con grado 4, el máximo de agresividad- sufrió todos los efectos posibles. Hizo infecciones, inflamaciones, la entubaron, tuvo parálisis facial, pasaba semanas en la UCI, perdió demasiado rápido el pelo.

Dice el padre:

"Pese a ese escenario, uno piensa que al menos ya la están tratando y que eso la va a mejorar. Yo estaba convencido de que esta batalla la íbamos a ganar. Mi señora, mi hija también. Esa esperanza es la que te permite vivir. Uno no dimensionaba la gravedad de la enfermedad ni la poca probabilidad que tenía la Verito de salvarse… a lo mejor era una manera de protegerse. Como se dice en el libro: pensábamos más con el corazón que con la cabeza. Yo ahora pienso que en todo el proceso de la Verito hubo señales claras de su gravedad, y que si uno mira los protocolos médicos que nos entregaban eran de terror… pero uno seguía apostando a que, pese a todo, igual puede haber sanación. Yo siempre fui optimista, y eso ayudó mucho a que la Verito mantuviera también su optimismo. Cada mes le seguí depositando la mesada, por ejemplo. A ella le daban ánimo esos signos de confianza, esas muestras de que yo tenía la esperanza de que se iba a mejorar".

"Seguí trabajando en el banco. Estaba 20 días en Nueva York, trabajando en la casa matriz del banco y viviendo con la Verónica y la Verito; y luego 10 días en Santiago, donde siguió funcionando nuestra casa a cargo de mis hijos mayores. Trabajar y moverme entre un lado y otro me permitía cambiar de aire, despejarme. Yo siempre veía la manera de recargar batería, de no quebrarme, de no llorar. Pero a veces era inevitable explotar. Recuerdo que una vez en el banco en Nueva York me empecé a sentir mal. Pensé que era la tensión, llevábamos casi un mes en el tratamiento de la Verito. Al día siguiente seguí igual, pero partimos con la Verónica al Sloan. Allí me senté en un sillón, estaba mareado, con ganas de vomitar. Me paro para ir al baño, y sale un chorro por mi boca sin poder detenerlo. Nunca me había pasado. Me dijeron después que habían sido los nervios, la acumulación de tensiones".

"Me volvió a pasar lo mismo una vez más. Es increíble como el cuerpo reclama. Fue después de la quinta ronda de quimio, cuando la Verito entró en coma. Cuando supe que le iban a hacer una punción a la médula, sin anestesia, me descompuse totalmente. Ella estaba tan mal, era tanto su sufrimiento, que fue la única vez que pensé que por qué no me tocaba a mí en vez de ella, que yo me pondría en su lugar sin problema. Mi hija salió de ese coma días después, con un daño neurológico reversible que la dejó paralizada del cuello hacia abajo. Para mí fue un golpe bajo. Vinieron meses de rehabilitación en otro hospital, el uso de férulas, moverse en silla de ruedas. Nunca recuperó la sensibilidad en sus pies".

"Pero incluso en momentos como un coma, igual opera la esperanza. Es increíble. Uno sabe que un coma es grave, pero te tranquilizas pensando que la Verito llevaba meses grave y que esto era una cosa más dentro de las que tenía. Y que esa gravedad tampoco podía significar la muerte".

Los Hamptons. Para la Navidad y el Año Nuevo de 2009, Vicente Monge pensó que era buena idea regalarse en familia unos días glamorosos y arrendó una casa en ese exclusivo balneario cerca de Nueva York. Como una forma de recordar las últimas vacaciones que habían tenido todos juntos en Villa La Angostura. Y para salir del pequeño departamento que arrendaba en Manhattan.

El último día, Verito se sintió mal. Tenía el estómago hinchado. De vuelta a Nueva York, en el Sloan les dieron malas noticias: pese a las quimios, había metástasis en estómago y tiroides. "Otra vez en shock -recuerda Vicente-. Cuando el doctor Wexler nos cuenta, él y nosotros lloramos juntos. Era partir nuevamente de cero, pero con una persona ya debilitada. Es como estar en la guerra, ganar una batalla, quedar malherido y tener que empezar una nueva batalla más difícil. El enemigo se había hecho más poderoso y la Verito debía enfrentarlo debilitada, calva, con ese color gris en la piel. Pero el médico encendió otra vez una luz: aplicaría otro tratamiento, más fuerte".

"Yo seguía siendo optimista, positivo. Dando fuerzas. Pero a veces el asunto se me escapaba. Me acuerdo una vez que fui a ver a mi médico porque me dolía el corazón. Uno se empieza a sugestionar, mi papá murió de un infarto fulminante a los 60 años y me asusté. Pero el doctor me dijo que lo que yo tenía era pena".

El nuevo tratamiento de Verito no resultó. Hubo nuevas metástasis. La última semana de julio de 2010, Vicente Monge y su esposa fueron citados al Sloan. Les dijeron que no había nada más que hacer. Que su hija, desahuciada y demasiado débil para tomar un avión de regreso a Chile, no viviría más de 30 ó 40 días. "Nuevamente en shock, nuevamente el mundo se te viene encima -dice el padre-. No le contamos a la Verito. Mis hijos se vinieron desde Santiago y pasamos ese tiempo final todos juntos. Es raro: por un lado, empiezas a hacer los trámites con la funeraria y esos detalles, y por otro, sigues pensando que puede ocurrir un milagro. Recuerdo que en las tardes me recostaba junto a ella, la miraba y me decía a mí mismo: no se va a morir, es imposible, imposible".

Vicente Monge es profundamente creyente, cercano al Opus Dei. "La fe te ayuda a pasar los tragos amargos", asegura. Y él sabe de situaciones difíciles. En 1987 nació su cuarta hija, Andrea, quien tiene síndrome de Down y un problema cardíaco por el que debe ser sometida nuevamente a una delicada operación en los próximos meses. En 1991 nació Trinidad, quien venía con problemas al corazón de pésimo pronóstico: los médicos habían advertido que no sobreviviría al parto, pero la niña soportó nacer y murió a los cinco meses y medio de vida. Muchos años después, se sumaría la fallida batalla de Verito contra el cáncer.

-¿Todo eso es voluntad de Dios?, ¿no le ha pedido explicaciones?

-No las he pedido. Te diría que con la Andrea tal vez. Uno decía: bueno, es la cruz que nos tocó cargar. Pero después dijimos que era una cruz demasiado liviana. Después vino la Trini, que tampoco es una cruz, pues sentimos el beneficio de tener alguien arriba, como ángel de la guarda. En el caso de la Verito, uno la puede echar de menos, pero efectivamente está descansando, fue lo mejor para ella al final. Además, a partir de la Trini aprendí que los hijos son prestados.

A Vicente Monge se le humedecen los ojos, pero jamás se le quiebra la voz en esta historia. Es una persona que no se desborda. Tal como lo contaba su hija Verónica en el libro: "Mi papá se emociona fácil, pero se recompone rápido". El aludido mira la lluvia por la ventana, toma un sorbo de café con leche y sigue: "No es un proceso natural que uno pierda un hijo; uno lo puede aceptar, y que sea la voluntad de Dios, pero la pena te va a acompañar siempre, no se pasa. ¿Si alguna vez me enojé con el tata de arriba o sentí rabia por lo que le pasó a la Verito? No. Me hubiese encantado que ella viviese más de 25 años, claro, pero no fue así. Todos los días se mueren niños, familias lloran a sus hijos, enfermedades los atacan… entonces la pregunta no es '¿por qué a mí?', sino más bien '¿por qué no a mí?'".

"He pensado varias veces la posibilidad de que mi hija Andrea se pueda morir. La probabilidad es alta. Pero aunque uno lo piense, no sé… habría que hacer una guerra sicológica para enfrentarlo. Nunca estás preparado. La Andrea es una niña que tiene una unión especial con la Verónica y conmigo".

Durante los dos años y medio en Nueva York, Vicente Monge tomó muchas fotos. Iba registrando las situaciones que pasaba su hija, con la idea de que ella usara esas imágenes para contar su historia cuando estuviera sana. Sin saberlo, lo que hizo fue registrar su camino a la muerte. Varias de esas fotos fueron incluidas en el libro. Otras no, como las que tomó los días antes de que la joven falleciera. Esas, el padre las muestra poco. Lo hace esta tarde. "Te van a impresionar", advierte. Tiene toda la razón.

Verónica Monge murió en el Sloan de Nueva York, el 4 de septiembre de 2010. Alrededor de su cama estaban su padre, su madre y sus dos hermanos mayores. Eran casi las 11 de la noche.

Dice su padre:

"La Verito estaba consciente, lamentablemente. Pide un vaso de agua. Se lo pasa mi hijo Sebastián. Yo le sostenía la cabeza. Ella toma un sorbito y literalmente es como si se hubiese rebalsado completa. Cuando el cáncer agarra los órganos, especialmente los pulmones, empiezas a acumular líquido. Ya no la drenaban, porque las punciones ya sólo activaban más células de cáncer. En el fondo, la Verito se murió ahogada. Yo sentí su alma irse. La sensación es como si le hubieran sacado el pitutito y ella se hubiese desinflado. Cuando uno nace, lo hace con un cuerpo; pero cuando se muere, no se lo lleva, queda aquí como un envoltorio".

"En el libro se dice que a mí en ese instante se me quiebra el alma, y es cierto. No se vuelve a componer, se queda quebrada. Cuando un hijo se muere, se va también algo tuyo, irrecuperable".

El cuerpo de Verito aterrizó en Santiago casi una semana después. Fue enterrada en el Parque del Recuerdo, al lado de la laguna de los patos. Su madre tuvo que retomar su vida chilena, luego de esos dos años y medio cuidando a su hija en Nueva York. Su padre volvió al banco con lo que él llama su ventaja: "La inteligencia emocional, que es una de las cosas que uno consigue cuando ha pasado por todo esto. Vas mirando la vida de forma totalmente distinta". Y ambos, junto a sus hijos, se embarcaron en un proceso de catarsis y de recuperación, que terminó convertido en el libro en el cual trabajaron dos años y lanzaron hace unos días.

"Armar ese libro fue nuestro período de transición, especialmente para mi señora. Nos interesa que la gente sepa lo que es un enfermo de cáncer, porque no se lo imaginan -explica Monge-. Como la Verito, hay muchos que han vivido lo que vivió ella. Son personas que tienen que bajar a las tinieblas, que tienen que destruir su cuerpo completo para enfrentar la enfermedad. Nosotros tuvimos facilidades que aprovechamos, es una historia que puede verse más fashion porque ocurre afuera, pero no es tan distinta a las que pasan en los hospitales y clínicas de acá. La gente olvida muy rápido a estos enfermos, se desentienden. Familiares nuestros desaparecieron, ni un llamado, ni un correo. Otros ofrecieron ayuda y no cumplieron. Un muy amigo mío me mandaba el mismo mail cada lunes, sólo le iba cambiando la palabra para despedirse. Yo le respondía largo, contándole cómo iban las cosas, pero él sólo respondía con ese mail de los lunes, que más parecía un formulario".

Vicente Monge -que quiere crear una fundación con el nombre de su hija- ha vuelto varias veces a Nueva York. Por viajes cortos de trabajo y para acompañar a su mujer que se controla allá las migrañas. Dice que es una ciudad que, pese a lo vivido, le da paz. Y que desde inicios de julio tiene valor agregado: sus colegas del JP Morgan pusieron una placa en memoria de Verito en una de las bancas del Central Park. La familia eligió el texto.

"Con mi señora fuimos un domingo a fines de ese mes a Nueva York y nos fuimos enseguida a ver la placa. Es emocionante. Es como tener algo nuestro ahí". Lo dice Vicente Monge con tal convencimiento, que uno piensa que ese algo tal vez sea un trozo de su alma quebrada que quedó ahí. Justo en Central Park a la altura de la calle 72.