LA OCUPACION ilegal de varios colegios ha dado lugar, una vez más, a que escuchemos el discurso de quienes esgrimen la democracia como un concepto opuesto al Estado de derecho. Esta noción de que la ley no es más que una fuerza coactiva que restringe la libertad de las personas y, por lo tanto, cuyo desacato se puede reivindicar como camino para ser más democráticos, es una de las razones fundamentales por las que América Latina sigue formando parte del mundo subdesarrollado.
Aquí radica la diferencia política más profunda entre anglosajones y latinoamericanos, pues para aquellos esta dicotomía es inconcebible, ya que entienden como una verdad indiscutida e indiscutible que la democracia es un fruto del Estado de derecho y ambas instituciones son eficaces sistemas de control del poder, buenos antídotos contra el imperio de la fuerza y especialmente de los abusos del gobernante. En efecto, ante el absolutismo de monarcas jurídicamente irresponsables, Occidente avanzó primero hacia un orden jurídico de control del soberano, al que se llamó el "gobierno de la ley", y luego evolucionó hasta una forma de control político que permitió la destitución y reemplazo ordenado y pacífico del gobernante, a la que llamamos democracia.
Sin ese gobierno de la ley, es inviable la existencia misma de la democracia, porque si no somos todos iguales ante la ley, responsables de nuestros actos y el Estado no es capaz de resguardar la libertad individual, no existen las condiciones esenciales para que se pueda dar el debate democrático. Esos jóvenes estudiantes que no creen digno de respeto el derecho de sus compañeros para estudiar (aunque sólo fuera uno el que quisiera ejercerlo) o de quienes quieren ejercer el derecho a votar en una elección, ¿qué otros derechos estarían dispuestos a conculcar si tuvieran el poder suficiente para hacerlo? Es obvio que creen que ellos pueden usar la fuerza como instrumento legítimo para suprimir los derechos de otros, pues ellos son propietarios de ideales superiores y, de alguna manera, se sienten superiores a esos otros. Al ver este desprecio de la ley como guardián de los derechos ajenos, es imposible dejar de recordar la lógica que desde sus comienzos inspiró a los mayores políticos totalitarios del siglo XX: Stalin, Hitler y Mao.
Por todo esto es que ninguna sociedad en que no han imperado el gobierno de la ley y el respeto universal a los derechos fundamentales ha podido desarrollar un sistema democrático de gobierno. Al contrario, aquellos que sí han logrado que esos enormes mínimos jurídicos se afiancen sólidamente han avanzado hasta construir las democracias más desarrolladas y prósperas del planeta. La consecuencia práctica de esto es radical: el policía que en un Estado de derecho defiende el imperio de la ley está protegiendo la democracia; en la foto de cualquier disturbio callejero, ese policía representa los valores de la democracia y aquellos que vulneran la ley son quienes los amenazan. Para el ciudadano medio de cualquier país con una democracia avanzada, ésta es una verdad obvia; entre nosotros, en cambio, es triste que ni siquiera lo tengan claro muchas autoridades que llaman represión a la defensa de la ley.