EL DEBATE sobre el aborto terapéutico parece haberse instalado con más profundidad que en ocasiones anteriores. El mismo hecho de que la senadora Matthei patrocine una de estas iniciativas legales diluyó en parte el estereotipo que rápidamente hacemos de las posiciones en    disputa. De igual manera, son menos lo que han intentado silenciar este debate, que creo sano se produzca, más allá de cuáles sean las diversas y legítimas posiciones. En una democracia es imperativo que aprendamos a dar razón de nuestros dichos, renunciando a la pretensión de vetar ciertas discusiones y entendiendo que no hay mayor fuerza que la que imponen los propios argumentos.

De igual manera, se trata de un debate que combina consideraciones médicas, jurídicas, filosóficas (o religiosas en su caso), sociales y culturales. En otras palabras, estamos en presencia de una discusión política, la que, más allá de sus aspectos técnicos, puede y debe ser materia de la deliberación parlamentaria y ciudadana. En efecto, cuando se trata de discutir el sentido y alcance de las convenciones que colectivamente nos hemos dado, no resulta razonable ni democrático que nos refugiemos en el credencialismo, suponiendo que solo algunos -por manejar una determinada destreza o por sentir que están más capacitados que otros- finalmente decidan una cuestión que nos concierne a todos.

Una de dichas convenciones, la cual suscribo, es que la vida humana tiene lugar con motivo de la concepción. Dicho de otra manera, y más allá de las múltiples y diversas razones por las cuales cada uno podría fundamentar o rechazar dicha posición, ella tiene una expresión en nuestro acuerdo institucional y social. Sin ir más lejos, por ejemplo, cuando todos sin excepción discutimos si "la píldora del día después" es o no abortiva, no estamos sino haciendo referencia al hecho de si sus efectos se producen antes o después de la concepción. La segunda convención que parece ser mayoritaria entre nosotros es que la condición de ser humano es binaria y no gradual. Dicho de otra manera, que no hay personas a medias, por lo que se es, o no, un ser humano.

Puestas así las cosas, lo que subyace a la discusión en torno al aborto es un conflicto de valores y bienes jurídicamente protegidos. La ponderación y forma en que resolvemos dicha disyuntiva también forman parte de la legítima discusión política y la deliberación democrática.

Soy partidario del aborto terapéutico, por cuanto en ese específico caso existe una tensión entre dos valores de igual entidad: la vida humana. Y en el caso de ser inevitable que deba sacrificarse una para salvar la otra, es mi personal opinión que la existencia del feto puede ceder en favor de la vida de una madre, la que en muchos casos, además, tiene una familia con más hijos. Soy contrario a las demás hipótesis de aborto, puesto que considero que los derechos que asisten a la madre -sean estos reproductivos, el dominio sobre su cuerpo e incluso su integridad síquica- no resultan suficientes como para justificar que se ponga término a una vida humana.

A mi modesto modo de entender, esa posición resulta coherente con los dos supuestos antes enunciados. Aunque claro, también habrá quienes quieran discutir estos últimos.